Si me asomaba por la ventana de mi sala en ese segundo piso, el paisaje era el Viaducto Miguel Alemán: atestado, con vochos que peleaban espacio con delfines (los autobuses de entonces) y combis colectivas por las que emergían manos por las ventanillas como ruegos de libertad de prisioneros en vagones de guerra, acribillaba cada centímetro cúbico de aire puro.

“De chica me bañaba con mis amigas en ese río que ahora es el Viaducto”, me contó un día Conchita, viejita sacada de canción de Cri-Cri que vivía en el departamento 1, abajo del mío, el 3.

Esa pista gris con autos por miles prestos para descargar partículas que acuchillaban cual dagas a los pulmones capitalinos, había sido río. Inconcebible. Imaginaba a Conchita en traje de baño-falda de los años 40, chapoteando joven entre galanes con carisma de Tit-Tan y bigotito de Pedro Infante.

La Ciudad de México tuvo ríos que fluían con peces y vegetación a los lados. En años pasamos del vergel al monstruo, con esa desgracia titulada “entubamiento” de los días del presidente Alemán, cuando se pulverizó lo que quedaba de la acuática México- Tenochtitlan.

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Pero ya eran los años 80 y en esa franja de la colonia Viaducto Piedad –que antes fue el barrio de La Piedad, como se llamaba su río– se había acabado la sensualidad. Escenario triste, demoledor, de una ciudad que desde entonces solo autorizaba la existencia a los motores. En su orilla no había tierrita para hacer castillos, sino edificios burdos como cajas de zapatos con vidrios ensombrecidos por el corrosivo CO2 que olía a nuestro destino moribundo. Sus mujeres abrían las ventanas y no oían el chasquear del agua mansa, sino pistones, cigüeñales, radiadores, mofles.

Pero había calmantes para esa ansiedad que inoculaba la combustión automotriz 24 horas al día. Con Raúl, Armando, Alfredo, compañeros de la Primaria República Española, salíamos de clase, caminábamos por Coruña, girábamos en Marcos Carrillo y nos deteníamos para apoyar los brazos en la valla del puente de Viaducto Piedad y hablar de nuestro amor por Mireya, Ariadne, mi Vicky imposible. La vía rápida bajo nuestros zapatos servía para deprimirnos un poco, como correspondía al desamor, y para jugar yoyo desde las alturas: el disco giraba sobre los techos de los coches de apuro histérico. Jamás imaginaban que al alzar los ojos verían cuatro niños enamorados.

Si no había parques en varias manzanas a la redonda en esos rumbos de la Línea Dos del Metro, la vida nos retribuía con un césped terso e imponentes tribunas: el parque beisbolero del Seguro Social. En los home runes el estadio regalaba a los peatones del Viaducto una pelotita profesional para que la llevaran a casa, pero también estrellaba parabrisas, furioso, como si supiera que el desarrollo urbano arruinaría lo que ya en 1925,  desde tiempos postrevolucionarios, era el Parque Franco Inglés, diamante donde se batían las novenas contagiadas de amor por un deporte parsimonioso y cerebral que venía del otro lado del Bravo.

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Y un día también nos quitaron al estadio. Enormes bulldozers volvieron en 2001 escombros la alegría para volverlo un centro comercial que nunca nadie necesitó.

Hoy, en estos días de lluvia, recorro el Viaducto y veo que en sus estructuras rígidas surgen plantas de especies guerreras. Brotan de sus muros laterales, sus cercas elevadas, las veredas de cemento junto a los arroyos vehiculares. Con hojas e incluso flores, echando raíces en el concreto –donde no tendría por qué haber vida– la naturaleza grita y vive: milagro en esta ciudad que ahoga.

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