Los oficios de la muerte

Para hablar sobre la muerte en la capital, reunimos a los encargados de acompañar el último suspiro de los chilangos

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Foto: Archivo Cuartoscuro

Sepultureros, embalsamadores, floristas, choferes, fabricantes de ataúdes, mariachis, peritos, maquillistas, tanatólogos y médicos… de una u otra manera, ellos saben cómo es trabajar con muertos.

Estas son historias reales de los chilangos que acompañan a otros chilangos en su último aliento.

Él murió y no hay vuelta atrás… no la hay

«Muerto, bien muerto», se escucha entre murmullos y flores blancas mientras, en el sillón que ocupa el centro del salón de la colonia San Rafael, hombro con hombro, una familia no para de llorar. Cada uno a su manera, cada uno a su ritmo, cada uno con su peculiar dolor.

Atrás quedó la llamada donde les avisaban del deceso. Atrás, la decisión de quién reconocerá el cuerpo y quién se ocupará de gestionar y elegir: maderas o telas; abierto o cerrado; maquillado o sin maquillar. Dolor o dolor (quizá por eso los hombros se recargan entre sí, por puro cansancio). Lo que queda por delante es una mañana siguiente llena de lágrimas.

Un chofer que dirige el cortejo, unos mariachis que lo acompañan hasta el hoyo, un hombre que cava, tierra en las manos, una plegaria al cielo, un adiós, un consejo y un fin… la industria de trabajar con muertos, la que se sostiene con el duelo como materia prima, completó su ciclo.

Es común escuchar que en la Ciudad de México la muerte se vive con alegría. Una visión, en gran medida, ligada a las emociones y experiencias que despiertan tradiciones como la celebración del Día de Muertos. Apariencias… para resumir, simples apariencias.

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Foto: Archivo Cuartoscuro

«En el momento específico de una pérdida en la ciudad, ésta se ve con la misma tragedia que en el resto de la tradición judeocristiana», asegura Arnoldo Kraus, médico especialista de la clínica ABC, miembro del Colegio Bioética y autor del libro Recordar a los difuntos (Sexto Piso, 2015), quien deja atrás y de golpe la barrera de la tradición, y esa aparente alegría, con un solo concepto bajo la manga: el duelo.

«Con eso trabajamos, es algo que necesitas vivir y últimamente, aunque las sociedades modernas quieren anestesiarlo con fármacos, no debes evitar. No hay que alejar a la gente del dolor. La única forma de pasar un duelo es aceptar».

Una metodología de trabajo con la que busca reflexionar sobre el final de la vida y la muerte, la cual toma como punto de partida las cinco etapas que la psicóloga estadounidense Elizabeth Kübler-Ross identificó en personas que lidiaban con su propia muerte: de la negación al enojo; de la indiferencia a la ira, la aparición de la negación, el paso a la depresión y, al final, la compleja aceptación. Un ciclo que se presenta, con sus particularidades, con la intención de racionalizar el duelo para poder externalizarlo como luto.

En otras palabras, un desenlace que haga más llevadera la pérdida… o la materia prima de nuestra industria de trabajar con muertos, cuyas tareas siguen siendo las mismas: honrar, acompañar, tocar, escuchar, abrazar y aprehender… «pero vivimos rápido, muy rápido, y la inmediatez pone en riesgo la existencia del arte de acompañar, de acompañarnos hasta el final», sentencia Kraus.

Arreglando a mamá

Los ojos de Blanca Estela son de un verde profundo. En ellos se esconden recuerdos y se atesora el momento en el que la piel se le puso «de gallina» al descubrir su gran vocación: en la televisión, un agente resolvía un asesinato bajo una minuciosidad extrema, llegando hasta el culpable. Ella quería hacer eso o algo similar.

Ahora, a sus 26 años, sus ojos han mirado de cerca la pérdida de la vida, la violencia y el dolor, consecuencia de la influencia de los recuerdos que la orillaron a estudiar criminología. «No es por morbo –dice tajante–, me gusta investigar el porqué de que la gente muera».

Entusiasta de la psicología y la fotografía forense, rompió esquemas familiares al elegir su profesión y desempeñarse como perito de campo en la Procuraduría de Justicia capitalina (PGJCDMX), así como en el Ministerio Público de la delegación Cuauhtémoc. Ahí, descubrió que la realidad de la justicia y el dolor de una muerte en la Ciudad de México están muy alejados de lo que se puede mirar en la televisión. Sólo le queda la satisfacción de compartir el gusto por el oficio con colegas, sólo entre ellos se entienden.

En una oficina de avenida Coyoacán, en la delegación Benito Juárez, Jorge Villalobos dibuja cruces en una servilleta. Él es el perito en jefe del Departamento de Medicina Forense de la Procu. Suelta la pluma, mira la servilleta y sentencia: «Aquí de repente estás bien y de repente te sale el diablo». Así es como comienza a desenmarañar los secretos del sistema que resuelve y custodia la muerte en la ciudad; aquellos que a Blanca la han hecho caer en la realidad: sólo hay 50 peritos destinados a analizar y resolver las muertes de una ciudad en la que confluyen 22 millones de personas.

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Foto: Archivo Cuartoscuro

«Hay noches en las que hay un solo perito para toda la ciudad», reconoce, un número que juzga como «insuficiente», si consideramos que al día atienden entre 4 y 10 homicidios. Pese a lo oscuro de su profesión, Jorge es fiel al trabajo de campo: «Mi trabajo es lo máximo, mano… yo no cambio esto por nada», exclama cuando se le pregunta sobre lo que representa para él su puesto, aunque reconoce que la paga no es muy buena, sobre todo si se considera que ha solucionado 20 mil casos, «todos feos e innecesarios… aunque, tras repetir la misma rutina por 28 años (acordonar la escena del crimen, peinar el área, levantar el cuerpo e intervenir en la necropsia realizada en el Instituto de Ciencias Forenses), reconozco que después de los 3 mil, dejé de contar».

Le pasa lo mismo a Armando. En su oficina, en la colonia Doctores, hay una larga mesa de aluminio cubierta con un mantel azul. Encima: un labial, cepillos, crema correctora, maquillaje en polvo y líquido, rastrillos, un bote de Kola Loka y un brilloso equipo de disección. Ahí, en el anfiteatro del Semefo, Armando (de apellido Robles) se encarga de devolverle la vida (al menos estéticamente) a un difunto.

Trabajar con muertos… o maquillar a 3 mil al año

El tantopractólogo y maquillista, a su juicio, es una de las últimas personas que están en la vida de alguien; un eslabón que colabora con el duelo y el cierre de un ciclo en la vida de los familiares, al ofrecer la posibilidad de conservar la imagen de quien yace en su plancha.

Como aquella vez en la que las 60 puñaladas sobre el rostro de una mujer le llevaron varias horas de trabajo y una gran satisfacción, ya que, cuando la hija de la fallecida pasó a reconocer el cadáver y no vio rastro del ensañamiento del asaltante que se cobró la vida de su madre, pidió inmediatamente hablar con él. Armando entró por la puerta, ella lo abrazó y, entre lágrimas, le dijo: «Me regresaste a mi madre».

Exceptuando casos como éste, la labor de Armando es anónima, asegurándose de que los 25 cadáveres que maquilla en cada uno de los tres turnos que hace en 24 horas se vayan prácticamente intactos. Como en vida…

Vivir con ella… morir con ella

Pedro Jaramillo estudió biología. Su pasión era la vida, pero hoy vive de trabajar con muertos y le sienta bien. Tiene una mirada serena, es la tercera generación de una familia que inició en el negocio de fabricar ataúdes en los años 50, cuando, en la colonia 20 de Noviembre, su abuelo abrió una carpintería que abastecía de ataúdes la zona. Desde entonces, la moda ha dominado el mercado y ellos se adaptan. Por ejemplo, le vienen a la cabeza las telenovelas mexicanas, las que marcan tendencia, pues la gente imita el tipo de ataúdes en los que velan a personajes que fallecen en la trama.

«La gente empieza a migrar a lo que ve, la gente ve televisión y es un referente para elegir». Jaramillo ha visto pasar modas y, con ellas, ataúdes. De madera, barnizados y tapizados, estos últimos, fáciles de reconocer por las telas plateadas y tornasoles que los adornan, viven cerca de él y la prueba son todos los que están arrumbados en un rincón de su fábrica, en espera de que la moda los regrese a la vida.

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Foto: Wikipedia

El ataúd, señala, es la última morada del hombre y su única función es trasladarlo y exhibirlo. «La gente en la ciudad piensa que, como todos vamos a morir, éste es un buen negocio, pero es falso. El negocio está en los vivos, ahí es donde el dinero se moverá en esta industria».

Alza la voz para criticar el papel de las funerarias en la capital y para poner en la mesa el intento de éstas por acaparar la última tendencia de la industria de trabajar con muertos: los planes de prevención, una especie de seguro de muerte que, bajo una cuota anual, permite elegir cómo pasarás tus últimos momentos en la Tierra. Ahí es donde entra Miguel Lozano, quien hasta hoy lidera un negocio familiar, también herencia de un abuelo carpintero de la colonia Doctores que, además de fabricar ataúdes, inició con servicios funerarios bajo la misión de «honrar la vida de tus seres queridos» con la cual busca modos de diversificar.

Lozano creció entre muertos y lágrimas de familiares que lidiaban con sus pérdidas. Desde entonces, el manejo de cuerpos y los trámites para poderlos embalsamar, enterrar o cremar es su pan de cada día. Aun con ello, ha aprendido a no involucrarse sentimentalmente, para no poner en riesgo su eficiencia. Su primer contacto con el dolor llega cuando tiene que informar a la familia sobre los trámites a realizar.

El servicio funerario en la ciudad –afirma con base en su propia experiencia– es complicado por la burocracia y las familias no tienen energía para lidiar con todo eso. «Por ello, una vez que llegamos a un acuerdo económico, ya no se vuelve a hablar de dinero, eso pasa a segundo término, lo principal es que sientan tranquilidad», detalla, «aunque la tranquilidad en un lugar como la Ciudad de México es un gran tema. Aquí siempre hay prisa, la población es cada vez más desprendida y el tiempo para vivir el duelo no alcanza. Por ello, el negocio funerario necesita transformarse, según lo que dicte el mercado de la muerte y por ello hay que virar hacia los vivos», explica, apasionado, el funerario.

En este sentido, Lozano le apuesta al futuro y, según sus estadísticas, en aproximadamente 20 años, 80% de la población de la CDMX preverá su muerte. Hoy en día, el chilango todavía le teme; sólo 10% se atreve a vencer ese miedo e invertir en un plan de previsión. «Se trata de empezar a razonar el hecho de que los que estamos vivos, en 100 años estaremos muertos. Nos va a llegar y en estos temas lo único que podemos prever es lo económico», recalca con un peculiar brillo en los ojos.

Del cortejo al hoyo

Edwin va más lento que de costumbre y mantiene la cabeza fría; frena y reflexiona. Sus manos, pendientes del volante de un largo Cadillac DeVille color negro, tiemblan poco mientras cruza las puertas del panteón. El estrés no forma parte de su profesión; ha aprendido a respetar el ritmo innato que marca el acompañamiento fúnebre de un difunto, a quien familiares y amigos siguen detrás de un auto que no se usa más que para trasladar muertos a su última residencia.

La gran mayoría de los asistentes de este cortejo fúnebre comprará flores para honrar a su amigo, familiar o conocido. Un gran porcentaje las preferirá blancas, las más globales, pero «los colores dan señales», atestigua Jesús Balderas, vendedor lo mismo de rosas que de crisantemos en las puertas del Panteón Francés de la Piedad. Lo tiene muy claro, como mercadólogo del duelo: «Las rojas denotan amor; las rosas o las de colores reflejan amistad y cariño de hermanos; por el contrario, las amarillas, compradas usualmente con prisas, muestran desagrado o disgusto.

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Foto: Archivo Cuartoscuro

«Las flores son para recordar, una forma de demostrar el agradecimiento que sientes por alguien que ya no está; a veces también es culpa por lo que uno no hizo en vida. Para la muerte no hay una receta, todo varía según nuestra conciencia”, reflexiona Balderas, también apodado ‘El Chufa’, quien durante 45 años ha estado en el negocio y a quien la construcción del Metrobús en avenida Cuauhtémoc le representó un descenso en las ventas, pues menos coches se orillan para comprarle. Reconoce que en cuestión floral los diseños se han perfeccionado y los precios han aumentado a la par por cuestión de moda, pero que los crisantemos permanecen ligados al tema de la muerte.

Ahora, el cuerpo ha dejado el coche de Edwin. Limpia el parabrisas, le pasa una franela al cofre. Trata de salirse de la jugada conforme los asistentes lloran y comienzan su propio recorrido final. Las flores comienzan a aparecer a los pies del difunto y Edwin queda atrás, cediendo su estafeta a Moisés Martínez y Eduardo Hernández. Ellos mantienen la vista fija en el instrumento musical que tienen en una mano, mientras en la otra sujetan el caballito de tequila que les ofrecen los familiares; la receta ideal para combatir los nudos en la garganta que puedan eclipsar su voz ante la familia.

Si algo saben estos dos músicos es mantener la compostura. ¡Un, dos, tres y cuatro!… «El día que yo me muera / que me entierren con la banda / que no me anden con lutitos / que es pura propaganda», cantan los mariachis, dando paso al repertorio habitual de una banda especializada en funerales: «Amor eterno», de Juan Gabriel, «Cuatro cirios», de Javier Solís, «Le falta un clavo a mi cruz», de Chelo Silva o, lo más pedido últimamente, «La negra cruz», de Vicente Fernández.

Es por el peso de la experiencia que Moisés conoce a la perfección su función: dar el último adiós de la manera más agradable, lejos de ser pesada, y que de esta forma quede un buen recuerdo del ser que amas. «Estos muchachos nos hicieron un servicio y no te quedan mal», fue el de boca en boca que provocó que esta banda, habitual del turno matutino de la plaza Garibaldi, terminara tocando en panteones.

Relatos de un sepulturero

En los panteones reina el silencio. Por eso, cuando Juan Andrés está cansado, se acuesta sobre una tumba y descansa un rato los ojos. Su familiaridad con el ambiente no es casual, desde los nueve años acompañó a su papá al trabajo y se acostumbró a jugar entre muertos, a ver y sentir el dolor ajeno. Hoy, es sepulturero. «Me hipnotizaban las historias de mi padre. Nunca vi otros oficios, yo lo que quería ser era esto», acepta Juan Andrés. Lleva 20 años trabajando en el Panteón Civil de Dolores (combinando su labor con la lucha libre).

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Foto: Archivo Cuartoscuro

Cuando se siente pesado, se frota con ramas de romero porque siente que trae algo. «Los muertos se sienten, pero la muerte está fuera». Sabe poner la piel de gallina con sus relatos: «Una madre enterraba a su hijo de apenas cinco años, ella me pidió que hiciera la fosa más honda, sin importarle el nivel de profundidad con el que trabajamos, así que le di el gusto. Tras enterrar a la criatura, ella me pidió el teléfono para que en ocho días me pudiera llamar. Pensé que quería un trabajo de jardinería, pero ella, sin alterar ni un ápice el tono de voz, me dijo que en ocho días volvería para enterrar a su otro hijo que estaba en el hospital, el hermano gemelo de aquel niño. Y así, nos encontramos a los ocho días”.

Parece que la muerte ha quedado atrás

Al menos, el servicio funerario está en el pasado, pero queda una fase final ya que «nadie muere salvo que sea olvidado», tal y como sentencia Selene Balderas, la primera tanatóloga pública de la Ciudad de México, quien cada mañana averigua en una lista los servicios del día para detectar a los familiares del difunto y ofrecer sus servicios, que buscan no agregar más dolor a la pérdida y ayudar a entender la muerte. «Yo me ayudo ayudando, acompañando», y así la industria llega al silencio, su punto final. Es tiempo de descansar en paz.