Los cajones de la memoria están colmados de experiencias sensoriales que, con base en la repetición, sellan permanentemente distintas etapas de la vida. Así, en un segundo, uno puede remontarse a la secundaria al escuchar aquella canción con la que empezaba el cassette que servía de regalo para la primera novia. También sucede con la vista, cuando, al regresar a los lugares que se solían frecuentar, cambia la percepción espacial y se confunden dimensiones que aparentaban ser mucho más grandes.

Pero quizás el sentido más poderoso para volver atrás al instante sea el olfato: el perfume de esa chica, el plástico de una mochila nueva, el pasto después de una noche de lluvia durante las vacaciones de verano o el inconfundible (y exclusivo) aroma de nuestras casas. Cada hogar olía a algo. El mío, por ejemplo, olía a frijoles negros.

Todas las tardes, casi noches, cuando el ritual de la cascarita callejera llegaba a su fin, entraba a mi casa con la certeza de lo que encontraría al cruzar la puerta: el sonido de la olla exprés y un profundo olor a frijoles en cocción. En mi casa no se utilizaban ollas de barro para cocinar frijoles. La alta demanda no lo hubiera permitido. Y uno de los grandes culpables era mi padre. Todas las noches, mi papá cenaba un plato hondo de frijoles negros caldosos, casi siempre acompañados por un poco de chile serrano picado, tal vez algo de queso fresco rebanado y una tortilla quemadita directo al fuego o unas cuantas rebanadas de pan blanco. Dentro de la olla, los frijoles que preparaba mi mamá (sublime cocinera) estaban sazonados con cebolla, sal y acaso algo de epazote. De esa tanda alcanzaría para desayunar huevos revueltos con frijoles, para comer arroz con frijoles encima o acompañar un cerdo con verdolagas y para tener frijoles refritos listos para ser untados en lo que fuera.

Culpa de esos antojos particulares de la autoría de mi padre, hoy es muy común para mí comer una concha de vainilla rellena con frijoles, probablemente la más feroz de sus tentaciones. Cuando no había conchas, se sustituía sin pena por una oreja, otra genialidad. El hojaldre barnizado de azúcar de una orejita en contraste con una buena capa de frijoles refritos es de esos pecados que hay que estar bien convencidos de cometer. Y mi favorita de todas, por si las nutriólogas y los cuates de provincia pensaban que ya era una aberración: una torta de tamal dulce (del rosita, con sus pasas bien incrustadas) con las dos partes del pan untadas de frijoles negros refritos. Eso también sucedía por las noches. Con bolillo recién salido, crujiente en la corteza y con el migajón todavía tibio, y un tamalito cuya hoja de maíz llegaba todavía sudando agüita dentro de la bolsa. ¡Qué momento, carajo!

Es canasta básica. Seguramente no seré el único que recuerde el olor del frijol en casa. Ni el de una tortilla quemada, una sopita de pasta o un arroz rojo, ni el sabor del primer trago de un agua de limón. De esos aromas y sabores están hechos los recuerdos.

Aunque así pareciera, estas líneas no están dedicadas a los frijoles, sino a mi jefe. Ya que por estas fechas se festeja el Día del Padre, bien vale la pena aprovechar la coyuntura para celebrar que en cada cucharada de esas mágicas habichuelas hay algo de él en mí. Mi mamá dice que mi papá no sabe comer, que sólo le interesan los tacos y las milanesas con puré, pero en lo que a mí respecta, mi jefe me enseñó a comer uno de los platillos que más me gustan. Y eso es un legado para siempre.

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