La Lagunilla, mi barrio… gentrificado

En La Lagu siempre parece que nada ha cambiado, y sin embargo no ha dejado de transformarse. La última vez que estuve ahí pude sacar fotos tranquilamente (algo ahora impensable). Muchos puestos han cambiado de giro y el tianguis mismo parece ser más punto de reunión para el brunch de señoras y para curarse la cruda que para ir a chacharear o a pensar cosas. Los precios son de barrio gentrificado. Como la ropa de paca ya está seleccionada, no es tan conveniente para el bolsillo, pero sí rifa para lograr un look instagrameable y distintivo.

Abundan prendas Ralph Lauren y sus imitaciones. Ropa para el Godínez moderno cuelga junto a atuendos para todo tipo de subculturas y aesthetics, que es como la chaviza ahora llama al estilo personal. Todo se mezcla: al lado de un puesto con prendas digamos más formales hay uno gótico, seguido de uno repleto de playeras de Joy Division, New Order, Sonic Youth y The Cramps, para seguir con otro de inspiración queer y antipatriarcal. Todo ello se combina con maquillaje, cuarzos, joyería, bolsos de lona estampados con las cartas del tarot y jabones artesanales con propiedades extraordinarias y hasta con salones de belleza en los que toda clase de personas se dan una manita de gato.

Lo que no cambia son los largos pasillos en que toda clase de vejestorios buscan una nueva vida, otra oportunidad para ser amados; esa sigue siendo la parte más interesante y la que conserva la esencia de La Lagunilla: se juntan aquí retablos de todo tipo, floreros de porcelana con forma de botas, largos abrigos de distintas pieles no aptos para el clima desquiciado de la ciudad, collares, armazones, fotografías, afiches de películas y mucho más.

Esa parte del tianguis es el cuarto de cachivaches de la ciudad: aquí están a la venta las preciadas posesiones y los recuerdos de otrxs, como fotografías personales, joyería y prendas, al igual que ceniceros, pisapapeles, lámparas, bolsos y numerosa memorabilia de Coca-Cola que ni los más entusiastas de la cháchara se llevan.

El Chopo ya no es lo que era

Al Chopo la pandemia le pegó más duro que cualquier punketo en el slam. No solo dejó de ser un clásico de los sábados (ahora se pone los domingos). El tianguis luce más pequeño, apagado y con productos no muy rockeros ni muy culturales; a eso se le suman las bajas ventas y los fallecimientos de varios puesteros debido “al bicho”.

Atrás quedó la pasarela de diferentes estilos y subculturas, también esas largas filas de vendedores improvisados que llevaban tablas de patineta, tenis y ropa que ya se habían cansado de usar y revendían bara, bara.

Pese a todo, la palabra resistencia sigue siendo clave en este lugar. Ahora en la entrada hay colectivos feministas que venden todo tipo de mercancías, hacen carteles, preparan bocadillos veganos y conversan tranquilamente. El tianguis no solo ha resistido los madrazos del tiempo, los económicos, los de las reubicaciones y las quejas vecinales: es de los pocos lugares donde puedes encontrar prendas alternativas, como chalecos hechos a mano con detalles de cebra o leopardo combinados con tachuelas y estoperoles, donde hay arneses y ropa “tipo bondash”, algo de estilo gótico y donde encuentras discos de bandas con nombres como Boikot, Desorden o Cascarrabias.

El día de nuestra visita recién volvían las tocadas. Jamás averigüé el nombre de la banda; la batería se mezclaba con unos gritos distorsionados que seguramente acabaron con las cuerdas vocales de la cantante. La multitud no estaba muy prendida pero sí alegre de escuchar música en vivo. El ruido estridente se combinaba con el olor a mota y con el tímido slam que también ahí se forma.

Contracultura en 2022

Esta es la esencia del tianguis: la marginalidad, la contracultura. Aquí los punketos vienen de Nezayork o de Arabronx; llegan cubiertos de estoperoles, con los pantalones bien ajustados, la greña suelta o los pelos bien parados. Algunos parecen un recuerdo de otros tiempos, un vestigio de la cultura alternativa que hace mucho fue superada por el reguetón, el BTS y las tendencias de TikTok. Todos mantienen la pose desafiante hasta que ven a sus amistades o cuando uno se decide a hacer un comentario sobre tu playera o preguntarte si te gusta el punk. Es al fondo del Chopo donde todavía hay vida, donde aún se intercambia música; antes eran discos compactos pero ahora los vinilos son las estrellas: unas manos masculinas repasan los discos de uno de los vendedores. Al final no se lleva ninguno, pero Los Beatles, que otra vez están de moda gracias a Netflix, se venden seguro, o eso se dice a sí mismo un don mientras carga sus vinilos. “No hay pedo, ahorita sale algo”, y sigue zopiloteando en espera de curiosos y posibles compradores.

El slam sigue aguado; la banda solo escucha y mira. Nada queda de los días en que el tianguis del Chopo nos recibía con los amigos, con las bodegas abiertas llenas de tenis para skatos, ropa rasta y camisas hawaianas por todos lados, además de un local, que entonces me parecía enorme, similar a los de Camden High Street, lleno de ropa negrísima y rojísima para darketos, sin olvidar a Juan Heladio y su mítico puesto.

Curiosamente, la que sigue intacta, bien conservada y hasta con una manita de gato es la lonchería, en la que aún suena la música a todo volumen, se platica a gritos y deja fumigado con chela y caguamón hasta al más rudo de los punks.

Algunas personas, sitios y lugares lucen mejor en el recuerdo. El Chopo ya no es el mismo, ¿quién podría serlo después de 40 años? Y sin embargo permanece y la banda vuelve; esperemos que cuando termine la pandemia recupere la identidad transgresora que alguna vez nos conquistó.


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