La lógica de los Sexbots (sexo con robots) se construye históricamente desde las estatuas de mármol, pasando por la silicona y de la caverna a la sex shop; con la deshumanización de la sexualidad se convierte en una industria en la que los robots son la nueva carne del deseo.

Por Naief Yehya

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Foto: Cortesía GettyImages

La primera reproducción en mármol de una figura femenina desnuda de tamaño natural exhibida en una plaza pública fue la estatua de Afrodita de Cnido, la obra maestra de Praxíteles, realizada en el siglo IV a. C. Plinio cuenta que esta escultura creó controversia, pues tenía una belleza tan extraordinaria que los jóvenes de esa isla se ocultaban en la oscuridad de la noche para masturbarse frotándose contra ella. El historiador hace referencia a las manchas seminales dejadas en el trasero de la estatua para enfatizar la naturaleza del deseo que provocaba la diosa del placer, la pasión, el amor, la procreación y, por supuesto, la belleza. Que una fría escultura inerte se convirtiera en dispositivo masturbatorio puede entenderse como la acción desesperada de unos púberes rijosos, pero también señala la inmortal fascinación que desatan las representaciones femeninas y la sexualización de los objetos.

Dos mil cuatrocientos años más tarde los hombres no han dejado de sentir la atracción por lo artificial y novedoso; por el sexo con robots: para eso han desarrollado tecnologías capaces de generar más y mejores objetos, evocaciones, reproducciones, figuraciones e interpretaciones corporales con fines de estímulo erótico. Hoy, que la digitalización nos conduce hacia una creciente robotización de la sociedad y que algoritmos de inteligencia artificial invaden todos los dominios de la cultura, la promesa de construir un mejor sexo parece acecharnos continuamente. Si algo caracteriza a la era digital es un público que exige estímulos constantes y gratificación instantánea, como si el modelo del consumo pornográfico se aplicara a todos los ámbitos de lo humano. No sorprende que docenas de películas, series, documentales y artículos se centren con entusiasmo o pánico en los robots sexuales como un inminente e inevitable complemento del ecosistema erótico humano. En buena medida se trata de explotar el pánico moral pero también de promover el sueño del sexo perfecto con robots.

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Desde Pigmalión, quien deseaba una mujer perfecta que tan sólo encontró en la estatua de Galatea (a la cual dio vida la propia Afrodita) hasta la astuta y bellísima Ava (Alicia Vikander) de la película ExMaquina, de Alex Garland (2014), la ilusión de construir una compañera extraordinariamente atractiva ha empujado nuestras fantasías. Las razones por las que los hombres han querido manufacturar mujeres tienen históricamente una constante de deseo, pero la obsesión por reproducir y poseer la belleza (y de esa manera descifrar o por lo menos acercarse al misterio seductor de la feminidad) va más allá de lo puramente sexual y es una de las motivaciones del arte.

Crear un(a) compañero(a) sexual capaz de reaccionar a estímulos, participar activamente en actos genitales o por lo menos interactuar de cualquier manera creíble es de una dificultad apabullante; por tanto, no sorprende que desde el Neolítico se haya intentado ir —literalmente—por partes. Numerosas culturas han creado un auténtico arsenal de dispositivos para el placer, comenzando por objetos de piedra con inconfundible forma fálica hechos hace unos treinta mil años. La historia del deseo, el sexo con robots, materializado en piezas tocables, insertables, penetrables, frotables o contemplables, que llega hasta los sex toys contemporáneos, es un recorrido por el ingenio, los oficios, las obsesiones y los temores de los pueblos. Estos conforman un catálogo de las ideas sobre el placer, el orgasmo y los roles sexuales que dibujan la transición en el campo del amor corporal de lo sacro a lo comercial y de los misterios del organismo a las certezas biológicas. Independientemente del uso original que estos objetos pudieran tener, ya sea religioso, decorativo o ritual, y de que fueran usados clandestina o públicamente, podemos intuir que por lo menos algunos eran usados simplemente para obtener autosatisfacción.

El sueño inquietante de las divas sintéticas

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Foto: Cortesía película Metropolis

En su novela La Eva futura (1885-1886), Auguste Villiers de L’Isle-Adam cuenta que un prodigioso inventor, a quien llama Thomas A. Edison, ofrece a su amigo el aristócrata Celian Ewald fabricarle una réplica de su amada, la hermosa pero frívola Alicia Clary. Edison crea un androide electromagnético con características femeninas y promete que será “más idéntica a Alicia que ella misma”. Esta novela influyó poderosamente en Fritz Lang para crear a María en Metrópolis (1927) y en otros realizadores que poblaron la imaginación popular con féminas artificiales fantásticas en la literatura, el cine, el cómic y los juegos de video, como Rachel, la replicante Nexus 6 que desconoce su propia naturaleza en Blade Runner (Scott, 1982), Major Motoko Kusanagi de Ghost in the Shell (1995-2017) y Alita, de Battle Angel Alita (1990-2018). La era digital ha dado a luz incontables ginoides inmateriales, como las sensuales divas pop artificiales al estilo de Hatsune Miku, las modelos generadas por computadora y las influencers virtuales, como Lil Miquela, que amenazan con sustituir a sus competidoras humanas en un futuro cercano. Algunas de estas mujeres pixeladas tienen millones de admiradores, supuestamente cantan e incluso ofrecen establecer relaciones platónicas por suscripción.

Las sexdolls, muñecas de tamaño natural inertes o semiinertes, son un eco de esas fantasías y pueden ser un maniquí, generalmente de tamaño natural, provisto de cavidades, que puede usarse para resolver impulsos sexuales de manera simple, eficiente y pragmática. El sexo con robots, en cambio, puede ser un sofisticado androide equipado con numerosas partes móviles, servomotores, múltiples sensores y capacidades de procesamiento de información. Pero crear androides y ginoides sexuales que en verdad tomen el lugar de los humanos en la cama, independientemente de los problemas mecánicos, hidráulicos, electrónicos y computacionales involucrados, se requeriría que pudieran imitar los gestos, movimientos, respiración y patrones de conducta. No es fácil reproducir la aparente simpleza de un cuerpo palpitante que respira y tiene sangre circulando por las venas, pero es mucho más complicado esperar satisfacción de una máquina que intente complacer, adular, confrontar, estimular el ego y a la larga hacer redundante la compañía humana. Lo que se exige a una máquina de placer es extremadamente delicado, ya que se trata de la relación más íntima, personal e intensamente emocional del repertorio humano.

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Estamos cableados para sentir empatía por las personas, los animales e incluso los objetos que muestran algún atisbo de emociones o gracia. Nos pueden gustar las representaciones humanas más burdas y esta afinidad aumenta si se incrementa su realismo, pero cuando alcanzan un umbral donde la percepción se confunde por la contradicción que crea entre el realismo del parecido humano y la naturaleza inhumana del objeto, la simulación provoca rechazo.

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Foto: Cortesía GettyImages

Este efecto fue denominado el valle inquietante (uncanny valley) por Masahiro Mori, ingeniero en robótica japonés, en 1970. Es en esencia un reconocimiento de las contradicciones perceptuales entre lo vivo o real y lo extremadamente realista. De acuerdo con la psicóloga Stephanie Lay, este efecto puede encontrarse en el punto en que lo artificial da un giro súbito para volverse verosímilmente humano y tiene lugar cuando un robot con semejanza humana produce la ilusión de consciencia o entendimiento. Otra causa puede ser la discordancia entre la expresión de los ojos y de la boca, así como entre el tono de la voz y los gestos al expresar determinado estado de ánimo. Hasta las más ligeras discrepancias con lo que el cerebro entiende como naturalmente humano pueden provocar el efecto del valle inquietante. Esta percepción varía de una persona a otra y es una manifestación de la automatonofobia, o miedo a las representaciones de humanos, como figuras de cera, estatuas y robots.

Si aceptamos que somos un collage de complejos algoritmos que rigen nuestras necesidades, comportamientos y deseos, podemos imaginar que en un futuro no muy distante estos mecanismos neuronales, biológicos y químicos puedan ser descifrados y copiados de tal manera que, en varios ámbitos, nos será imposible diferenciar entre el sexo con robots (androide) y hombre. Esto que ahora parece poco probable pero no imposible podría dar lugar a un mundo de seres aislados, obsesionados con sus compañeros artificiales, a un planeta de egoísmos autistas y autoindulgencia sin límites. Una visión de esto la ofrece Blade Runner 2049 (Villeneuve, 2017), donde la corporación Wallace produce juguetes sexuales, desde replicantes (seres artificiales genéticamente diseñados) hasta compañeras holográficas como Joi, que crean dependencia en el consumidor para que invierta en accesorios, extensiones y modificaciones.

Desde hace décadas se usan robots en la industria, la guerra, los servicios de rescate, la construcción y otros terrenos, ahora también se usan para ofrecer confort, seguridad y compañía en forma de cuidadores de ancianos, enfermos y niños. Al lado de estas máquinas el sexo con robots puede imaginarse como una frivolidad, una preocupación absurda e incluso obscena, pero no es nada disparatado que se use la tecnología para resolver los problemas emocionales de la humanidad, para recrear el amor (por lo menos carnal) o para combatir la soledad, la frustración y la tristeza. Anhelamos ser racionales, pero somos incapaces de liberarnos de nuestra animalidad, siempre deseosa y vergonzante. Somos descorazonados manufactureros de realidades y seres artificiales. Esto podrá ser el motor de una revolución tecnosexual.

Muñecas de trapo y ginoides inteligentes

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En un tiempo en que los géneros sexuales se vuelven cada día más fluidos y la geografía genital coincide cada vez menos con estereotipos y paradigmas del deseo, es muy probable que lleguemos a pensar que las diferencias sexuales entre humanos y androides son equivalentes a la diversidad de orientación, de sexualidad y de cultura, postula David Levy, el autor del libro seminal Love+Sex With Robots (2007), como si un androide fuera simplemente una variante de la idea básica de humano, como un nuevo sabor en el catálogo erótico. Si algo es evidente es que las máquinas están ya reinventando el imaginario, el orden, los registros, la sintaxis y el panorama de la sexualidad al introducir nuevas posibilidades de placer y excitación. Basta considerar la manera en que la parafernalia sexual se ha multiplicado y enriquecido.

El origen de las sexdolls está en esas almohadas largas que aún hoy son inmensamente populares y que en Japón se llaman dakimakuras (cojines abrazables) o waifus (de la palabra inglesa wives: esposas). Estos objetos mullidos con impresos de personajes sexis del ánime son parte de la identidad otaku. Hay una larga tradición de muñecas que siguen ese ejemplo, inflables o rellenas de algodón o aserrín. Así como podemos imaginar que estos productos son la respuesta a la soledad, también pueden entenderse como fetiches irremplazables y como un estilo de vida. El ejemplo más inquietante de un cambio hacia la masificación de los sexbots también viene de Japón, donde se estima que la tercera parte de los jóvenes no sólo rechazan el matrimonio, las relaciones de pareja, los compromisos y las aventuras ocasionales, sino el concepto mismo del sexo. Esto es una rebelión en contra de cualquier compromiso emocional y erótico, un rechazo a establecer vínculos con otros y un abandono de las fantasías sexuales que han dado lugar al arte y permitido la preservación de la especie humana. Nada más conveniente para estos inconformes que recurrir a muñecas sexuales sin exigencias. Esta tendencia, así como el manga, el J-Horror y Godzilla, seguramente conquistará al mundo y será más que una moda pasajera.

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El mercado de los juguetes sexuales está un momento de crecimiento notable: además de que se ha logrado sacudir parte de su estigma,  pasó de ser un nicho especializado a rebasar los 21 mil millones de dólares anuales en la actualidad. Podemos especular que las sexdolls se abaratarán, popularizarán y multiplicarán. Por ahora una Real doll, uno de los modelos más famosos y populares, es una inversión exorbitante y descomunal: puede costar entre 6 mil y 50 mil dólares, dependiendo de las opciones. Podemos preguntarnos si ese tipo de gastos se volverá tan común como lo es ahora comprar un teléfono inteligente. Recordemos que, hasta hace no mucho, para la mayoría de la humanidad era inconcebible gastar cientos de miles de pesos por un aparato de comunicación y entretenimiento portátil. Real Doll de Abyss Creations, cuya muñeca estrella es Harmony, vende un promedio de 30 al mes. Estas muñecas realistas de silicona para practicar el sexo con robots se convierten en una Real Doll X al incorporarles una cabeza computarizada, con un costo extra de unos 8 mil dólares, y de esa manera deja de ser un juguete totalmente inerte, ya que puede mover los ojos y la boca y tener gestos. Pueden comunicarse con acentos diversos, tener tonos de voz diferentes, recordar nombres, hablar de muchos temas, aprender y mostrar una personalidad que puede ser determinada por el usuario (intelectual, agresiva, tímida o temperamental), además de contar con una conexión vía bluetooth a una app. También manufacturan sexbots otras empresas, como TrueCompanion, que fabrica el modelo Roxxxy, mientras que Synthea Amatus produce el modelo Samantha.  Algunas de ellas tienen wifi y pueden enviar emails a su dueño. También ha habido intentos de servicios de renta de robots e incluso burdeles (fallidos) de muñecas en ciudades como Barcelona y Moscú.

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Foto: Cortesía GettyImages

Independientemente de las consideraciones filosóficas y morales, hay serios obstáculos físicos que complican tener y usar estas muñecas; por ejemplo el peso: algunas alcanzan los 50 kilos. Se trata de aparatos ominosos, oprobiosos y difíciles de esconder. La proporción humana las vuelve criaturas grotescas e inválidas que se transportan en cajas tamaño ataúd: sarcófagos del sexo automático. La percepción popular está cambiando, pero estos objetos todavía convierten a su dueño en un enajenado, un misántropo y, sobre todo, en un fracasado. Aunque los fabricantes aseguren lo contrario, hasta ahora sólo 10% de los clientes son mujeres y parejas. Por el momento el único robot masculino para practicar el sexo con robots en el mercado es Henry, de RealBotix y Abyss.

Es innegable que estos artefactos sumisos, dóciles e inertes dan lugar a interacciones reales y crean sensación de seguridad y confiabilidad, aunque es de suponer que también pueden provocar vergüenza y aburrimiento. No hay duda de que estos dispositivos cargan ideología misógina y visiones patriarcales. Incluso el sexo con robots más avanzado ha sido ideado y diseñado por hombres. Cuando esto se escribe no hay mujeres en los equipos de desarrollo de estas muñecas en ninguna de las principales empresas del ramo.

Estas muñecas Barbie de tamaño natural con proporciones corporales de imposible perfección pueden demoler la confianza, seguridad y amor propio de las mujeres al establecerse como una especie de competencia desleal e imponer ideales físicos inalcanzables, así como burlar la edad (mientras la silicona no entre en decadencia). La masificación del sexo con robots puede producir los robots antropomórficos sexuales, de suceder, podría ser liberadora y funcionar como válvula de escape o, por el contrario, reforzar actitudes antisociales. Hay quienes señalan que el sexo con robots cumple y estimula las fantasías de violación.

Sexo con robots: de Afrodita a Narciso

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Foto: Cortesía de la pel{icula Ghost in the shell

Nuestros dispositivos de comunicación son portales a la intimidad, vínculos con los deseos y la satisfacción, ya sea en soledad mediante la pornografía o en compañía potencial con apps como Tinder y en las omnipresentes redes sociales. Dejamos de ser vírgenes en el mundo de las interacciones ciborgianas hace mucho tiempo. Ahora bien, la sexdoll es también una especie de enemigo de la preservación de la especie, del gen egoísta, de la reproducción y, por tanto, de la humanidad como un todo. Y esto tendrá un peso notable en la cultura. Los defensores del sexo con robots entrarán en conflicto con los enemigos de las muñecas sexuales, como podemos ver en las campañas que tienen lugar en muchos países y en línea.

Por otro lado, es preocupante introducir al espacio más íntimo un dispositivo capaz de grabar, almacenar y transmitir secretamente información personal de su propietario, desde gustos sexuales hasta perfiles médicos, pasando por cuentas de banco, empleo y demás. Imaginemos que estos bots para realizar el sexo con robots puedan ser hackeados o simplemente usados por sus fabricantes para vigilar, espiar y recopilar datos, como hacen ya la mayoría de nuestras apps, pero con un acceso mayor, ya que una de las principales funciones de estas muñecas es seducir y ganarse la confianza de su propietario.

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Mandar pedir una sexdoll para practicar el sexo con robots es tratar de satisfacer hasta los más mínimos y más excéntricos detalles y gustos. Cada pedido es especial y ofrece un menú en el que pechos, traseros, genitales, pezones, rostro, labios y ojos son elegidos de un inmenso catálogo de opciones. La persona del deseo fabricada es infinitamente moldeable para ser una fantasía en silicona o TPE (elastómero termoplástico). Es inminente que en un futuro cuenten con más sensores, que imiten la respuesta a los estímulos y tengan una piel que se caliente y sistemas de autolubricación, autolimpieza, caderas móviles y a la larga autonomía. Con todo, la carrera por el realismo no es la única vía para el placer, como demuestran algunos consumidores con un apetito por lo no humano y lo extraño. Varios fabricantes elaboran sexdolls con ojos demasiado grandes (como personajes de Anime o Manga), orejas de duende, piel azul, cuernos y una variedad de características fantásticas. Pero entre todas estas opciones lo que en realidad parece ser el objetivo final es satisfacer el narcisismo más puro del consumidor. Como apunta la autora del libro The Secret Life of Puppets, Victoria Nelson, lo que se busca es “la proyección objetificada de la propia alma”. La sexualidad perfecta sería la ilusión de enamorarse del propio reflejo o bien del lado femenino y oculto de uno mismo.

El sexo con robots es una muestra de la nueva carne del deseo, pues construye seres que prometen sustituir el temor de lo impredecible con la certeza de lo instantáneo, lo mecánico, lo reparable y lo controlable. Las féminas mecánicas, electrónicas o virtuales, a pesar de aparecer a menudo en la ciencia ficción como amazonas voluntariosas, liberadas y glamorosas, son a menudo fantasías masculinas complacientes. Como escribe la autora Allison P. Davis, el sexo con robots a través de los sexbots los vuelven artefactos más o menos novedosos, pero también son una ventana a nuestros deseos. Recurrir a un robot personalizado para satisfacer deseos sexuales es una manera de evadir la realidad y buscar resolver lo que el sexo quiere decir para nosotros: ya sea estrictamente un acto de ficción o un ejercicio de fricción; mecánica y plomería genital o un esfuerzo sublime que requiere una inversión emocional. También significa descifrar lo que esperamos de una pareja sexual. El sexo con robots puede ser querido, sin duda, como un objeto, una mascota o una pareja. Estas máquinas para realizar el sexo con robots están en su infancia: es muy probable que en pocos años las real dolls actuales sean vistas con el morbo que pueden producir los dildos de marfil medievales. Pero quizás también nos preguntemos cómo era posible que dudáramos que la respuesta a la miseria emocional radicaba en la piel de silicona y los chips de silicio. En muchos sentidos seguimos siendo los muchachos que se esconden en las sombras para frotarse con la estatua de Afrodita, confundidos por la belleza, excitados por el artificio y desesperados por encontrar un sustituto al contacto humano.

Este  reportaje fue publicado en la edición 189 de la revista Chilango