El mole madre de Pujol es una maldita maravilla. Me quito el sombrero ante Enrique Olvera porque qué otro chef —sobre todo en este nivel de lujoso fine dining— se atreve a servir un plato que solo contiene dos salsas y tortillas. ¡Qué cojones! Ni siquiera hay cubiertos, se cucharea con la tortilla. ¡Qué preciosidad!

Si reducimos su concepto al mínimo tenemos el taco de salsa más caro de todos los tiempos, una tomada de pelo. Sin embargo, la mayoría de críticos, comensales y medios lo alaban. ¿De plano está tan rico? No es tanto por su sabor —que sí, qué bruto—, sino porque la idea es redonda y su desarrollo conceptual es una genialidad.

El mole madre de Pujol es pulcro y discreto. Un plato blanco con dos círculos de mole: afuera el mole viejo (cercano a cumplir los 1500 días al fuego), de color café oscuro casi negro; adentro el mole nuevo, café claro como de color ladrillo. Nada más. Para comerlo hay tortillas —no muy grandes, no muy pequeñas— hechas de un extraordinario y sápido maíz azul y una aromática hoja santa. Nada más. Parece humilde pero es todo lo contrario. El mole es un lujo —quizá el altísimo de los lujos culinarios en México— y aquí hay dos. Digamos, el ying y el yang de la cocina mexicana —moderna.

El mole madre de Pujol es un plato festivo. El mole siempre es en un contexto de celebración —de bodas, bautizos, aniversarios del santo patrono del pueblo…—. El mole en México es tradición, pero aquí también es innovación.

En general la cocina de Pujol es un constante pull the rope: de un lado el pasado, del otro el futuro. En el mole madre está bien claro ese juego de fuerza de oposiciones. Es sobrio a la vista pero excesivo en sabor. Es barroco pero austero (en tres bocados se esfuma). Es viejo y es joven. Es certeza y sorpresa. Encierra dulce, ácido y picante, el puro y fino perfil de la cocina mexicana.

El mole madre de Pujol es un plato histórico y ya un clásico de la Ciudad de México.

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