Oye Carlos, ¿por qué tuviste que salirte de la escuela esa mañana? Oye Carlos, ¿por qué tuviste que decirle que la amabas a Mariana? Suena irremediablemente en mi cabeza el estribillo de la canción de Café Tacvba mientras camino por Álvaro Obregón.

Mi tío Toño, el hermano más joven de mi mamá, me había iniciado en aquel grupo alguna vez que, a los ocho o nueve años, no lo recuerdo bien, lo acompañé a la facultad de arquitectura de la UAM Azcapotzalco donde estudiaba. Misma universidad en donde también estudió Kike Rangel, autor de la canción. Debo admitir que con los años Café Tacvba terminó por no gustarme nada a golpe de repetición o porque quizás he perdido una forma de estar en el mundo. Creo que tiene cada vez más sentido en mi vida el epígrafe del primer libro que leí de José Emilio Pacheco, El principio del placer: “En todo terreno ser, sólo permanece y dura el mudar; lo que hoy es dicha y placer, mañana será amargura y pesar.”

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Secreto y pertenencia

Paso por enfrente de La Roma Records, su letrero rojo neón y sus ventanas atiborradas de estampas me dan la sensación de que lo que ocurre en el interior no debe revelarse. Como si se tuvieran que guardar los vinilos y la música en secreto, un secreto que da una sensación de pertenencia. Las pasiones serían impotentes para distinguirse unas de otras si no existiera la música y la palabra, que las protegen de la erosión del tiempo.

Por alto que esté el cielo en el mundo. Por hondo que sea el mar profundo. No habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti. Tarareo un fragmento del bolero Obsesión del puertorriqueño Pedro Flores, que forma parte de la canción de los tacubos y que también es la inauguración en las pasiones de Carlos, personaje principal de la novela más famosa de José Emilio Pacheco, Las batallas en el desierto. Novela que apareció por primera vez publicada en el suplemento Sábado del periódico Unomásuno el siete de junio de 1980.

El primer bolero

Carlos escucha el bolero la primera vez que ve a Mariana, joven madre de su amigo Jim, de la que se enamora. Casi todos en los albores de la adolescencia nos enamoramos de alguna maestra en la escuela, o de la madre de algún amigo, pero no lo confesamos. Carlos confiesa en la obra que hasta ese momento la música había sido para él nada más el Himno Nacional, los cánticos de mayo en la iglesia, Cri Cri y sus canciones infantiles. El bolero que suena en una sinfonola es un signo de la aparición del deseo, una puerta de salida de la mirada infantil y una de entrada a un jardín lleno de significado. La infancia nos llena la cabeza de luciérnagas, escuché alguna vez.

Lo que conserva la música en su oleaje es un retorno al origen, una vuelta a una primavera que desfallece lentamente en la memoria. Me gusta pensar que la literatura es ese frasco en donde se quiere guardar a esos bichos luminosos para conservarlos intactos, pero al final se mueren y su carcasa se transforma en palabras. El cielo se está cerrando y un olor a comida condimentada mezclado con meados me golpea la nariz. Camino por la calle de Chihuahua donde viví hace bastante tiempo durmiendo en una colchoneta sucia en el número 121. La fachada roja con canceles negros permanece idéntica, como si nunca me hubiera ido del lugar. El vocho blanco modelo setenta del casero con la pintura carcomida por el sol sigue frente a la puerta como si fuera un monolito de piedra.

Esnobismo adolescente

La colonia Roma es un terreno de iniciaciones para muchos que viven o vivieron de medio camino entre el renacuajo y el pájaro, incluyéndome. Fue el primer lugar donde intenté vivir de lo que escribía y también el primer lugar donde di clases. Una colonia que ha sabido mantener en el aire y en su arquitectura un cierto esnobismo que es propio de la adolescencia y de los comienzos de aquellas cosas que no habían ocurrido. Un sitio en donde es posible creer que el mundo es joven porque nosotros somos jóvenes en el mundo.

José Emilio Pacheco vivió su propia infancia en la Roma, por eso Las batallas se siente tan cerca, se vuelve tan entrañable. No sólo porque conozca la colonia, sino porque se la apropió de manera estética, significativa. Contar tu propia aldea para ser universal, proponía Tolstoi. Una región del Mississippi le bastó a William Faulkner para inventar un condado novelístico. Los altos de Jalisco, a Juan Rulfo, para crear un universo y un lenguaje. El buen novelista se inventa un lenguaje, por lo tanto, pienso que también una forma de habitar su memoria. Toda sintaxis es una concepción del mundo. La realidad no es como la vemos, sino como la recordamos y como somos capaces de nombrarla.

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Otra heladería en la Roma


La Roma de Pacheco no es la misma que estoy pisando, y la Roma de su personaje tampoco es la misma que la de Pacheco. Avanzo por Chihuahua hasta el cruce con Orizaba intentando visitar La bella Italia que para mi sorpresa ya no existe, fue sustituida por otra heladería que vende gelatos con macarrones. Es verdad que el país de un escritor son justamente su idioma y su memoria. Tengo la intención de visitar un último lugar en este recorrido. Me encamino por la calle de Guanajuato pasando por el café Toscano, comienzo a sentir la humedad que anticipa la lluvia, decido apretar el paso. Las batallas en el desierto es una novela de aprendizaje o de iniciación. Y como en toda novela de iniciación, un personaje sucumbe frente a un deseo que lo va a transformar. Siempre es más difícil resistir el placer que comienza que contener la tristeza que nos invade.

Un momento intacto

Creo que la literatura pone en juego lo que se quiere conocer y lo que no se quiere perder. Pacheco necesita captar la fugacidad de aquel instante que sabe perdido, pero que es fundamental para darle sentido a su vida interior. Desea restituir lo que Rilke anunció: “Creedme que todo depende de esto: haber tenido, una vez en la vida, una primavera sagrada que colme el corazón de tanta luz que baste para transfigurar todos los días venideros”. Carlos lo murmura al inicio de la novela: “Miré la avenida Álvaro Obregón y me dije: Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual.”

Por fin he llegado al número 183 de la calle de Guanajuato, ahí nació José Emilio Pacheco, pero vivió en la calle de Zacatecas, como su personaje. Sobre la casa en la que nació han construido un edificio de departamentos que parece estar formado por cajas de acero negras. Entiendo entonces que nada se ha perdido si podemos volverlo a contar. Que el deseo es un intercambio de escondites. Comienza a llover, las gotas me refrescan el rostro como cuando era un adolescente. Me alejo cantando: Oye Carlos, ¿por qué tuviste que decirle que la amabas a Mariana?

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