Hoy, confieso, cometí un crimen. Uno indolente, sin víctimas, pero aún así, un grave atentado contra mi propia juventud y, tal vez, la de todos: quise ser viejo. Empecé —pues así se gesta cualquier crimen—, por añorar algo que nunca tuve: bailar los boleros o danzones que mi padre ponía en un supuesto tocadiscos que decoraba la sala de un pequeño departamento en el que nunca viví. Aprender a bailar ahí, entre tapices rojos con garigoleados dorados y mesas de café con detalles barrocos, y también a vestirme: a usar zapatos cubanos, sombreros con plumas largas y sentirme cómodo en un traje combinado, sin olvidar la joyería.

Esta añoranza lúcida de una infancia inexistente solo se puede permitir por proyección. Por ver la sutil elegancia de los pasos y analizar a toda la turba de personas trajeadas de pies a cabeza con todo el estilo, bailando el danzón en el Salón Los Ángeles. Pachucos que desfilaron las calles de la ciudad en algún momento con tanta relevancia para perturbar la pluma de Octavio Paz, y que siguen en la congregación de un martes por la tarde para motivar a la vida, moviendo los zapatos.

Martes de danzón en el Salón Los Ángeles

Entro al Salón Los Ángeles por la puerta de servicio donde usualmente descargan las bandas; no hay nadie esperando. Sin más, cruzo esquivando un par de tambores en sus respectivas cajas negras y al fondo del salón me recibe Alejandra, quien señala y camina hacia detrás del telón rojo del salón: los camerinos. Los espacios donde grupos legendarios de cumbia, merengue, salsa y, por supuesto, danzón, han preparado presentaciones que conforman el legado octagenario del Salón Los Ángeles. Es intimidante, pero también familiar, ¿será que el afamado slogan del salón no miente? “quien no conoce el Salón Los Ángeles no conoce México”, pues independientemente de haber estado aquí solo una vez antes, el sentimiento me arroja de nuevo al departamento donde nunca aprendí a bailar el danzón. Metido al fondo detrás del escenario se terminan de preparar Ricardo Zambrano, mejor conocido como Pachuco Forever, y Paola Tiburcio.

Lucen impecables: un vestido negro brillante combinado con un peinado hacia atrás y un collar de plata que brinda el conjunto de Paola al perfecto equilibrio. Ricardo, por su parte, trae un traje gris con cuadrículas negras combinado desde el saco hasta los zapatos, una camisa blanca, sombrero de pluma larga, así como anillos, aretes, un collar dorado con una “Z” gigante y un bigote cuidadosamente cortado con la mano de algún artista desconocido.

Inmediatamente después de conocerlos me di cuenta que, más que nada, deseaba parecerme a ellos, no en unos años, sino ahorita; sentir el móvil del danzón correr sobre mi sangre y tener sus 60 años, de los cuales 21 los han bailado juntos. Paola es la primera en responder ante mi crimen: “Mucha gente cree que esto es para mayores, pero no es así. El danzón es de todos, desde los niños de 3 años hasta los de 100 que no se cansan de bailar. Es mi favorito, la verdad, porque es donde más me luzco yo, ‘la dama’”.

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Ricardo “Pachuco Forever” y Paola

Ellos se conocieron en una clase de danzón que Ricardo impartía. Paola, con firmeza, me cuenta que ella sufrió un hechizo, pero no por parte del maestro, sino por el baile del danzón: “Es brujo, pues para que uno salga de esto una vez dentro es imposible, ya no hay vuelta atrás”.

Mientras platico con Paola en unas mesas cerca del escenario, es notorio que todo se está preparando para arrancar con el martes de danzón. Los músicos afinan sus instrumentos y cada vez se ven más vestidos despampanantes, pantalones bombachos y sombreros con plumas largas. El ambiente, en efecto, empieza a efectuar su hechizo. “Yo cuando voy a venir al salón”, dice Paola, “ya estoy pensando desde días antes cómo me vestiré, cómo voy a disfrutar lo más posible con nuestros compañeros de baile. Somos una familia, la familia danzonera”.

Como cualquier otra comunidad, sin embargo, la “familia danzonera” sufrió un golpe grave al ser privados de su pasión durante la pandemia. “El baile significa vivir, estar viva, significa una felicidad tan grande, entonces tenía muchísimo miedo de perderlo. 19 meses encerrados pensando cuánto faltaba para regresar al baile fue realmente deprimente. Que nos lo quitaran fue terrible, saber que venimos aquí es revivir como una flor. Se marchitó algo, pero ahora el salón nos hizo florecer de nuevo, así me siento, floreciendo”.

Paola no quita una sonrisa de su boca, Ricardo la ve enorgullecido por detrás, se sienta y cuenta cómo el ser Pachuco y el danzón, forman parte de su genética. “Yo vivo en Tepito pero soy de toda la vida de la colonia Guerrero. Soy bailarín desde que tuve consciencia de lo que es la música, en la secundaria. Iba para todos lados con los sonideros, bailaba cumbias, pero el danzón precisamente llegó a mí por una escuela de baile aquí muy cerca, era del ISSTE”, para ese momento Ricardo ya no era un adolescente, sino un adulto completo que la vida —como tiende a suceder—, le había dado unos buenos madrazos. Y la búsqueda por escapar una depresión profunda, lo llevó al danzón. “Ahí en esa escuela de baile tuve a un maestro, Toby, mi mentor. Llegué a bailar, no me enseñaron pues ya sabía, pero fue una necesidad para sacarlo todo”.

El baile y el porte como estilo de vida

Al poco tiempo Ricardo se convierte en un maestro en un centro cultural hasta que conoce a Paola. “Yo estaba dando clases, tenía unos 35 años. Ella llegó y, ¿qué te digo? Soy Afortunado ¿no? Fue una impresión grata, yo creo, porque le gustó y ya nunca se fue”, cuenta entre risas. La ropa, el porte y su extrema elegancia también se cocinaron a fuego lento como otra pasión, no secundaria sino paralela, de Ricardo. Es tajante al decir que no es fácil vestirse como el Pachuco Forever: el empeño para verse bien va sin mencionar.

“Todo se debe hacer con mucho cuidado, la tela, los zapatos, el sombrero. Hay que prevenir todo porque si no está la tela para todas las partes del conjunto pues no se puede y tienes que cambiarle”, Ricardo es ortodoxo y metódico para construir ese porte. Por supuesto, se nota. “Yo creo que soy el único de los pachucos que lo trae todo: sombrero, traje y zapatos de la misma tela”. 

La Z en el pecho de Ricardo simboliza su apellido.

“Ser Pachuco es algo, para mí, de toda la vida. Siempre me ha gustado traer zapato picudo o de tacón cubano. No me gusta decirlo, pero lo diré: Yo era intendente cuando era más joven y siempre me vestía con zapato cubano y pantalón bombacho y un día llega un muchacho para decirme ‘usted se viste mejor que los directores de aquí’. Yo le contesté que no era mejor, pero diferente porque a mi lo que me gusta no es el traje muy acá, sino el estilo del baile. Siempre me ha llamado la atención, desde la secundaria”. Su abuelo sembró la semilla cuando era jefe de seguridad en los centros nocturnos de la colonia Guerrero, luego su tío siempre vestía con el estilo con aretes, hace más de 50 años, con sus camisas hawaianas y zapatos cubanos. Ricardo viene de una línea de bailarines, personas que nacieron con o dentro de la cultura de baile.

Llega el momento del danzón

Hacia el final de nuestra entrevista, Ricardo por un momento, se torna serio. Él se contagió gravemente de COVID hace un año y el baile, dice, el sueño de volver a pulir el piso con sus movimientos, fue un motor para no permitir que terminara ahí su historia con Paola ni con el danzón.

“Es una forma de vida, para mí el baile me sacó del COVID. Por pensar en regresar al contacto con los salones, con las danzoneras, eso me motivó para salir adelante. Es más, en una ocasión que me sentía muy muy mal, agarré mi celular, y me puse a escuchar danzones. Eso me sacó adelante. También, sentirme afortunado por estar con Paola, es mi pareja, estamos juntos, es otro rollo; lo es todo”.

Paola y Ricardo hablan con emoción del danzón, pero todo toma sentido cuando, al fin, se paran a bailar. Saludan a su familia danzonera, posan en el centro de la pista y se toman de las manos. El ritual comienza y las palabras ya no importan. En ese momento me vuelvo a preguntar qué era lo que estaba envidiando. Si era su edad, su estilo o, plenamente, el fuego pasional que supuestamente se debe encontrar solamente en la más abocada juventud.

Mientras ellos bailaban, deslizando el pie a un compás de tres cuartos, yo caminaba alrededor del salón preguntándome cuál era el verdadero crimen que había cometido. Tal vez no era desear ser viejo o un Pachuco cuando crezca, simplemente podría ser que anhelo tener ese entusiasmo que Paola y Ricardo exhiben con tanta naturalidad, por algo, lo que sea, cuando llegue a los 60.


El Salón Los Ángeles se encuentra en Lerdo 206, Guerrero, Cuauhtémoc, 06300 Ciudad de México, CDMX. Puedes encontrar a Ricardo y Paola en los martes de danzón.