Un chavo de 13 años (ajá), asfixiado en su propio hogar porque la pubertad (ay no) y porque su madre llevó a vivir a su casita de Infonavit a su novio (cómo eso, Joakin)

El personaje se llama como el director. En una entrevista al final de la transmisión de Blanco de verano, en el marco del FICUNAM11, Rodrigo Ruiz Patterson dice que luego del primer guion de esta su ópera prima, en el que exploró la autobiografía, decidió junto a Sebastián Quintanilla “ficcionar la historia original en pos de tener un buen drama”.

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Así, ese niño, Rodrigo, se convierte en el protagonista, y como espectadores lo acompañamos en su incursión a la adolescencia y las formas que encuentra para sobrellevar la vida en una casa pequeñita –de las que se construyen en serie, en las periferias– donde una joven madre soltera y su hijo viven su vida diaria, normal, hasta qué ella abre las puertas de su casa (y su corazón) a un hombre que pinta para estar dispuesto a aprender a ser padre.

La película, dice Ruiz Patterson, “es sobre el final de la infancia y la imposibilidad de hablar, de expresar emociones complejas que nos afectan por primera vez. Y si no hablas, cómo se expresan esas emociones.

¿A dónde escapamos?”, se cuestiona el director mexicano. Esta imposibilidad de hablar, de vivir en un espacio tan reducido, con una persona más, que además se coge a tu mamá, es lo que a Rodrigo termina por reventarle el hígado.

Pero no de inmediato, el niño encuentra un lugar en donde desahogar sus frustraciones y construir poco a poco un espacio para sí, es decir, trabaja en su independencia.

Pero nada es fácil, claro está, y una nueva intromisión de la figura paterna, invasiva, se combina con la actitud de una mamá que pasa por alto los arranques de su hijo adolescente y que al final, lleva a tomar decisiones que ayudan a reforzar lazos, pero cuando se corta por lo más débil.

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Egos en disputa

Fernando entra a la familia de Valeria y Rodrigo y todo eso lo capta una cámara en subjetivo, que sigue todo el tiempo al niño y que nos lleva por los espacios donde libera su claustrofobia.

Literalmente, el morro se asfixia y no sabe gritarlo. Para lograr esa desesperación en el espectador, la foto de Sarasvati Herrera y el trabajo de un equipo mínimo en una locación de 45 mt2 para reforzar la frustración de perder tu intimidad cuando comienzas a descubrirla. El dolor de sentirse desplazado es inevitable.

Pero ojo, no es la típica historia del padrastro maldito o de la madre sumisa o del chavo problemático.

Posteriormente, vamos con Rodrigo a un desgüesadero donde parece que logra canalizar todas esas energías golpeando los parabrisas de los autos destartalados y luego, reconstruyendo un remolque, hasta que…

“Es una película de relaciones, no queríamos tener buenos o malos, héroes y villanos. Quisimos explorar la complejidad de las relaciones humanas. A menos que seas un sociópata, los seres humanos tratamos de hacer lo mejor que podemos, por eso los personajes, desde su punto de vista, cada uno puede tener la razón”.

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¿Dónde verla?

Si por alguna razón no logras verla en el FICUNAM 11 Blanco de verano de Rodrigo Ruiz Patterson estará próximamente en carteleras comerciales.

Para consultar todo el programa del festival que termina el próximo 28 de marzo, visita la página de FICUNAM.

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