por Ana Paula Tovar

Una mesa cubierta con un mantel plastificado, una canasta de pan dulce, unas ollas grandes, un termo con café soluble y una bolsa repleta de teleras. Así son los puestos que gobiernan las esquinas de la Ciudad de México todas las mañanas. Venden tortas de tamal o de chilaquiles, o de muchas otras cosas, porque para los chilangos no existe un límite de ingredientes entre dos panes.

En todas las gastronomías se comen las proteínas con un carbohidrato: los indios acompañan el curry con naan, los tailandeses rellenan los baos de cerdo y los mexicanos metemos cualquier alimento a una tortilla, pero también comemos muchísimas tortas, manjar que refleja la esencia mestiza de nuestra cocina.

El trigo y la levadura llegaron a México en la conquista. Las primeras panaderías hacían pan español. Luego vinieron las influencias francesa, austriaca y norteamericana y creció la oferta: hojaldres, bizcochos, panqués, pan de caja, bolillo… En el siglo XX el pan ya era popular entre todas las clases sociales y en la Ciudad de México había grandes panaderías, de las que algunas, como Ideal, Vasconia, Lecaroz o El Globo, subsisten.

La teoría de la torta

Las torterías se multiplicaron como las teleras –inspiradas en un pan consumido por los obreros andaluces– debido a la necesidad de los citadinos por conseguir una comida completa y transportable a cambio de pocos pesos en una ciudad que comenzaba a acelerarse.

Aunque pensar en tortas chilangas remite en automático a la de tamal, las tortas puramente chilangas son las “compuestas” y las inventó Armando Martínez Centurión en 1892. Éstas combinan varios ingredientes que aparentemente no combinan, y como en el imaginario mexicano todo cabe, este invento desató un universo de opciones.

La tortería de Armando, ubicada originalmente en Motolinía, era tan famosa que Salvador Novo le dedicó un capítulo en su libro Cocina mexicana o Historia gastronómica de la Ciudad de México:

Era un placer grande el comer estas tortas magníficas, pero el gusto comenzaba desde ver a Armando prepararlas con habilidosa velocidad. […] En la puerta se aglomeraba saboreándose el gentío, y solo se escuchaba en aquel amplio silencio, como esotérico, la voz que decía: Armando, una de lomo; Armando, una de jamón; Armando, tres de pollo, para llevar; Armando, dos tostadas; y así el pedir y el complacer era interminable.

Salvador Novo.

Tortas Armando aún tiene una sucursal en la colonia Cuauhtémoc. Mónica Martínez, nieta de Armando, está a cargo. Todavía sirve las tortas envueltas en papel y utiliza la misma telera de hace décadas, porque dice que “el pan es mi prioridad: lo compro en Panadería del Camino. Ellos tienen un proceso casi único con hornos antiguos, que marcan la diferencia”.

Foto: Tortería Armando / Cortesía

Las teleras como ingrediente básico

Panadería del Camino, ubicada en el Centro Histórico desde 1957, hornea 4,000 teleras al día y las reparte en decenas de torterías. Laura Zamora labora ahí desde hace 24 años. Ella empaca, cobra, contesta el teléfono y le grita los mensajes al encargado. “Nunca cerramos –confirma–:llueve, truene o relampaguee”, dicho que tiene sentido en una ciudad donde llueve constantemente. 

Detrás del mostrador hay una puerta que lleva a un amplio cuarto en penumbra. Hay ahí varias mezcladoras y una vieja mesa enorme salpicada de harina. Juan Antonio Hernández, panadero jefe, y tres ayudantes amasan kilos de harina mezclada con levadura, agua, azúcar y sal: están haciendo teleras. Dividen la masa en trozos iguales, les dan forma alargada y los acomodan en charolas; los ponen media hora en la cámara de fermentación; sacan los panes, les hacen dos marcas en la costra con un palo de madera y los hornean 25 minutos. Las teleras están listas para irse, así como Juan, que comenzó su jornada a las 9 p. m. y 12 horas después por fin termina su turno.

Las teleras y bolillos salen temprano hacía las torterías, pues los hambrientos no tardan en formarse en las banquetas. Una de las filas más grandes se hace alrededor de La Esquina Del Chilaquil, ubicada en el cruce de Alfonso Reyes y Tamaulipas, en la colonia Condesa, que vende cientos de tortas de chilaquiles diariamente.

Perla Flores Millán, o la Güera, como todos la conocen, es la jefa en esa esquina. Cobra con un manicure perfecto mientras bromea con los clientes y a la par dirige a un grupo de ayudantes. Está despierta desde la madrugada. Ya cocinó los chilaquiles, frio decenas de milanesas y sazonó la cochinita pibil. Si es una buena jornada se va antes de mediodía; si no, un poco más tarde, pero nunca la verás ahí a las 2 p. m.

A pesar de ser muy popular, no quiere tener un local ni abrir sucursales. Hace 70 años su abuela fundó ese puesto, su mamá lo continúo y ahora ella está a cargo. “Mira, mana, yo estoy muy feliz aquí y aquí me voy a quedar”, me dice para enseguida voltearse con el próximo cliente: “¿Verde, roja o campechana?”.


Este contenido es parte de “A MORDIDAS: comer a toda hora en la CDMX”, la edición de noviembre de Chilango. ¿Qué se te antoja? Te invitamos a buscar tu Chilango de noviembre en Starbucks, Sanborns, puestos de revistas y en el aeropuerto. O lee nuestros especiales online aquí.