Por: Víctor Serrano Lira 

El lunes 7 de junio de 1999, poco después de las 12:00, al sur de la ciudad, el sonido sordo de un arma de fuego escupiendo una ráfaga de balas cimbró a la sociedad mexicana. Se había cometido un crimen. La víctima: Paco Stanley.

Hace 21 años, Francisco Stanley Albaitero (Ciudad de México, 1942) gozaba de una gran fama y era una de las figuras más emblemáticas de la farándula nacional. Todo parecía perfecto en su vida. Sarcástico, fanfarrón, ingenioso, poseedor de una agilidad verbal excepcional, el conductor era amo y señor de la televisión mexicana. Seis meses atrás, había conseguido un contrato estelar por parte de TV Azteca, después de casi tres décadas de trabajo en las filas de Televisa.

En el Everest de su carrera, Paco Stanley conducía un par de shows con altos niveles de audiencia: Una tras otra y, desde mayo, el prime time nocturno Sí hay… y bien. Por si fuera poco, el carismático comunicador también amenizaba el programa Un poco de Paco, en Radio 13.

Inagotable y trabajador, entusiasta declamador y dueño de un sentido del humor sexista, en tiempos donde el Me too no era más que una utopía, la corpulenta humanidad de Stanley formaba parte de la cotidianidad de los mexicanos. Hasta esa tarde aciaga. En una época libre de redes sociales, sin la presencia ubicua de Twitter ni sus trending topics, la noticia de su muerte se difundió rápidamente y no dejó a nadie indiferente, mucho menos cuando los escandalosos detalles de su deceso fueron conociéndose a lo largo de la jornada.

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El último charcazo

Con tantos años de por medio, esos mismos detalles se han convertido en una especie de leyenda urbana que recordamos más o menos de memoria: después de grabar un nuevo episodio de Una tras otra, el conductor propone echarse un ‘charcazo’ a sus acompañantes, Mario Bezares, Jorge Gil, un chofer y dos escoltas desarmados, en El charco de las ranas (el restaurante del Pedregal, tristemente asociado al crimen).

Después de haber despachado un guisado de bistec en chile pasilla, chilaquiles y agua de tamarindo, servidos en la mesa 10 del local marcado con el número 2772 de Periférico, Paco y sus colaboradores abordaron una camioneta Lincoln negra, modelo 1998. Mientras el grupo aguardaba a Bezares, quien se había disculpado para ir al baño, un sicario con una misión contundente se acercó como una sombra al vehículo, con frialdad abrió fuego contra Stanley, que se encontraba sentado en el asiento del copiloto, y lo abatió con cuatro disparos de bala calibre .40, que impactaron el lado derecho de su rostro. A los 56 años de edad, Paco murió al instante. Eran las 12:08 del 7 de junio.

En total se contaron 26 tiros en la Lincoln. Jorge Gil resultó herido en la pierna y el pie, mientras que el chofer y los escoltas salieron ilesos. Las balas perdidas mataron por la espalda a Juan Manuel Núñez, un agente de seguros, e hirieron a su esposa y a un joven acomodador de autos que trabajaba en el lugar. Mario Bezares, aún dentro del establecimiento, escuchó los disparos al salir del baño, y se refugió de nuevo en los servicios, alertado por uno de los meseros. Minutos más tarde, desatado el caos, pero fuera de peligro, el comediante abandonó el restaurante sin imaginar que su vida había cambiado por completo y para siempre. En las semanas siguientes, primero como testigo y después como principal sospechoso, se sumergió en una larga pesadilla que lo arrastró a la cárcel, donde enfrentó un duro proceso judicial del que, después de dos años, fue exonerado.

Cobertura especial sin precedentes

El primero en informar el asesinato de Paco Stanley fue el reportero de Televisa Eduardo Salazar, quien se enlazaba habitualmente con el programa Hoy desde un helicóptero. Más tarde, las riendas de la transmisión fueron tomadas por el ya retirado Jacobo Zabludovsky, quién continuó a lo largo del día informando los pormenores del caso. En TV Azteca el impacto fue de tal magnitud, que el mismo dueño de la televisora, Ricardo Salinas Pliego, coordinó el flujo de información, involucrando prácticamente a todos los programas de la cadena, desde noticieros hasta shows de variedades, dando voz a una misma opinión acusatoria, señalando particularmente al entonces jefe de gobierno del DF, Cuauhtémoc Cárdenas, y a Samuel del Villar, procurador de justicia capitalino, como principales responsables de la tragedia.

Detalles turbios en la muerte de Paco Stanley

Aunque los altos índices de inseguridad ya azotaban sin piedad a la Ciudad de México, desde el primer momento se supo que la de Paco fue una ejecución coordinada en la que participaron al menos tres sicarios, y nada tenía que ver con el crimen común y corriente, sino que llevaba la firma del más puro estilo narco. En las horas siguientes y los días por venir, un alud de datos siniestros involucraron a Stanley en turbias relaciones y negocios fuera de la ley. En las primeras pesquisas forenses, en el bolsillo derecho de su pantalón se encontró un sobre con medio gramo de cocaína, así como un pequeño molino de acero para triturar piedras del alcaloide. Además, se reveló que el conductor contaba con una identificación de la Subsecretaria de Seguridad Pública, emitida por la Secretaría de Gobernación (cuyo titular en ese entonces era Francisco Labastida), que otorgaba un permiso especial de portación de arma de fuego.

Después de la autopsia realizada en el Semefo (donde se confirmó la adicción de Stanley a la cocaína, por medio de exámenes toxicológicos y el hallazgo de una lesión característica en el tabique nasal), la noche del 7 de junio el cuerpo de Paco fue velado en Gayosso de Félix Cuevas, donde se encontraron familiares, amigos y colegas del conductor, así como un mar de gente, entre reporteros, auténticos fans y sobre todo curiosos que desbordaron la agencia funeraria y sus alrededores, exigiendo acompañar al difunto en la capilla ardiente, argumentando que él era ‘uno de los suyos’, un hombre común, del pueblo. Así de cercano lo sentían.

Aunque no se considera cerrado, el pesado legajo del caso Stanley está prácticamente olvidado. Las investigaciones no prosperaron; inocentes fueron tratados como culpables y tanto los autores intelectuales como materiales del homicidio continúan libres. La verdad sobre quién cometió el crimen y por qué, extraviada en un oscuro laberinto de hipótesis y callejones sin salida, quizá nunca vea la luz.

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La despedida

Al día siguiente de su fallecimiento, los restos de Francisco Stanley fueron llevados al Panteón Español, en la colonia Argentina, donde reposarían junto a los de otros ilustres difuntos como Mario Moreno “Cantinflas”, Sara García y los hermanos Ricardo y Pedro Rodríguez. La mañana del 8 de junio, la adusta capilla de la familia Stanley abrió sus puertas blancas y fue insuficiente para albergar a las cerca de 8 mil personas que acudieron en masa al camposanto. El último refugio del comediante lució abarrotado, literalmente, hasta el techo, donde un enjambre de reporteros gráficos se trepó sin respeto para obtener las imágenes más impactantes del cortejo fúnebre.

Veintiún años más tarde, hoy, no se espera una multitud clamando justicia en el cementerio de la calzada México-Tacuba, pero sí los recuerdos de millones de mexicanos que, cada uno a su manera, sostienen en la memoria colectiva la sonrisa socarrona de Paco Stanley, apagada ese fatídico día del verano de 1999.