“¡Oh, hijos míos, que ha llegado vuestra destrucción!”.  “¡Ay, mis hijos; ay, hijos míos!”. Son los lamentos que La Llorona, ya consumada la conquista, a medios del siglo XVI, arrojaba en la calles de la Ciudad de México.

Según narra el libro Las calles de México, de Luis González Obregón, los antiguos capitalinos se recogían en sus casas a la hora de la tocada. Esta era anunciada por las campanas de la primera catedral, justo a la medianoche, y principalmente cuando había luna llena. Los exdefeños despertaban espantados al oír en la calle los tristes y prolongados gemidos, lanzados por una mujer a quien le afligía sin la pena moral o un intenso dolor físico.

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En la lectura se narra que las primeras noches los vecinos recomendaban persignarse o santiguarse para librarse de escuchar aquellos espantosos gemidos. Según recogen cronistas de la Nueva España, los lamentos eran de un ánima del otro mundo. Fueron de tantos y repetidos, y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y despreocupados quisieron cerciorarse con sus propios ojos de qué era aquello.

Las apariciones

Primero desde las puertas entornadas de las ventanas o balcones. Luego, atreviéndose a salir por las calles, lograron ver a la dama que en el silencio de las oscuras noches y cubierta con una la luz pálida y transparente velo, lanzaba agudos y tristísimos gemidos.

La mujer, dicen, vestía de traje blanco y espeso velo, mismo que cubría su rostro. Con lentos y callados pasos hacía el recorrido por la Plaza Mayor y las calles del Centro, dirigiendo su macabro andar hacia el Oriente de la capital. Se hundía finalmente entre los restos de aquel lago que alguna vez fue Texcoco.

Las calles de Bolívar, Moneda, Madero, el Eje Central, la calzada de Tlalpan y Aculco, así como los barrios de Iztacalco, Tláhuac e Iztapalapa, eran los lugares que incluía el recorrido.

Los más animosos apenas se atrevían a seguir a la primera Llorona en la distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer llegando al lago de Texcoco. Como si se sumergiera entre las aguas. No se sabía, y sigue ignorándose, quién era, de dónde venía y a dónde iba. Así fue como se le dio el nombre de la Llorona.

Durante más de 300 días quedó grabada en la memoria de los habitantes de la Ciudad de México este relato. Mismo que ha ido desapareciedo a medida que nuestras costumbres han ido perdiéndose. La historia de la primera Llorona es antiquísima y se generalizó en muchos lugares de nuestro país, transformada o asociándola a crímenes pasionales.

A la blanca sombra de una mujer que parecía gozar del don de ubicuidad se le dotó de misticismo. El fantasma femenino que se hundía en las aguas de los lagos se perdía en esquinas o callejones de barrios. También lograba subir a la cima de los cerros donde antes se encontraban cruces, para llorar al pie de ellas.

El origen de la primera Llorona

La tradición de la Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicanos. Según narra Sahagún en el libro Historia, capítulo cuatro, la diosa Cihuacoatl se aparecía muchas veces como una señora que de noche voceaba y bramaba lamentos al aire. La antigua deidad lamentaba la caída del imperio y gritaba “¡Oh, hijos míos, que ha llegado vuestra destrucción!”,  “¡ay, mis hijos; aym hijos míos!”.

Años después, ya tomada la ciudad azteca por los españoles y muerta Doña Marina -o sea La Malinche- se contaba que ella era la primera Llorona. La cual venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros.

También se cuenta en el libro Las calles de México que José María Roa Bárcena describía a la Llorona como una joven enamorada que había muerto en vísperas de casarse y traía al novio la corona de rosas blancas que no llegó a darle. Otras veces era el fantasma de la viuda que venía a llorar a sus tiernos huérfanos.

En ocasiones el mito pasaba a la esposa muerta, que en ausencia del marido lamentaba su agonía y la pérdida de sus hijos. Una leyenda más dice que la primera Llorona era una desgraciada mujer: vilmente asesinada por el celoso cónyuge.

Finalmente, a través de los años, la vieja tradición de la Llorona ha ido borrándose del recuerdo popular. Ahora solo queda la memoria de la mitología azteca y los relatos en las páginas de antiguas crónicas en pueblecillos lejanos. O las leyendas de tradición oral de las abuelitas que intentan asustar a sus inocentes nietos con estas historias.

“Ahí viene la Llorona, ya duérmete”, pero la Llorona se va, porque a los niños de hoy no se les inquieta con fantasmas del pasado. Es más aterrador hablar del presente.