Pensaba, hace dos días, dedicar esta columna completa a la increíble residencia de Björk en la Ciudad de México. La islandesa está presentando un espectáculo como ningún otro en una carpa gigantesca que se construyó para recibir su Cornucopia en el Parque Bicentenario. Me tocó ir el sábado pasado al primero de los cinco conciertos de su escala en la CDMX. El segundo fue el martes 20. Faltan tres: el 23, el 27 y el 30. Es una puesta en escena difícil de describir porque pienso que no ha habido algo similar antes. Tiene que ver con el teatro. Tiene que ver con la ópera. Tiene que ver con la alta costura y el mundo de la moda, y también con el arte conceptual. Tiene que ver con el cine (lo dirige la gran cineasta argentina Lucrecia Martel). Tiene que ver con la ecología, con la tecnología, con el matriarcado, con la música de vanguardia, pero también con lo más esencial del ser humano, con lo más básico: nuestra voz. No es un show que se pueda describir como amable: Björk no es particularmente entusiasta ante la idea de recalentar sus viejos éxitos a cambio de que el público se sienta cómodo. Aparecen algunos de sus sencillos emblemáticos, pero en versiones que no se parecen tanto a las de estudio. Ella prefiere interpretar lo más reciente de su catálogo. Música que desafía clasificaciones. Canciones donde los versos y los coros no aparecen cuando uno los espera y donde uno, quizá, los necesita. Pero no importa. No hay un segundo en el que ella y los músicos que la acompañan (siete flautas, un arpa, dos percusionistas/programadores y un coro gigantesco) no tengan al público con la quijada abierta. Un segundo en el que luces, sonido y multimedia no se conjuguen para crear algo que ronda lo perfecto.

Ante los precios desorbitados de los boletos, me han preguntado varias veces si vale la pena el show. No lo sé. Francamente es muy difícil ponerle precio a lo extraordinario y a lo irrepetible.

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Estaba a punto de enviar el correo con esta columna cuando empezó a circular información sobre la posible muerte del gran Celso Piña tras haber ingresado a un hospital regiomontano. Poco después se supo que desafortunadamente esa información era cierta: el “Rebelde del acordeón” había sufrido un infarto que terminó con su vida a los 66 años de edad. Yo, como probablemente muchos de ustedes, conocía a Celso gracias a su genial colaboración con Toy Selectah, Pato Machete y Blanquito Man llamada “Cumbia sobre el río”, una canción perfecta que no ha envejecido nada en las dos décadas que tiene de estar sonando. A partir de ese momento, Celso, que ya era un ídolo en Monterrey, se convirtió en un referente de la música de este país. Llevó su versión de la cumbia colombiana a lugares donde esta música jamás hubiera llegado. Repartió sabrosura. Nos dio lecciones de baile. A algunos nos enseñó a sacudir las penas moviendo el cuerpo. Que la cumbia es vida. Y, por si alguien lo dudaba, que es cultura. Se le va a echar de menos a un tipo que hizo lo que quiso, siempre bajo sus propios términos, incluso cuando la corriente estaba en su contra.

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