Letras Calientes es una selección de textos por plumas reconocidas de México, Argentina y España les suben la temperatura a las páginas de Chilango. Abajo, puedes leer la experiencia de Tamara Tenenbaum cuando pidió algo de comer con una pareja sexual y catalizó una reflexión sobre el deseo.

En colaboración con elHay Festival, cinco escritorxs y pensadorxs contemporánexs comparten conChilangosus ideas y fantasías sobre el sexo, el deseo y los vínculos.El Hay festival se presentará del 1 al 5 de septiembre en una modalidad híbrida: conjugará actividades presenciales (con aforos reducidos y medidas biosanitarias) y brindará un sinfín de actividades en sus plataformas digitales. Y contará, entre otras cosas, con la presencia de cuatro premios Nobel (dos de economía y dos de literatura) ¿Quieres saber más? ¡Descúbrelo ensus redes!

Ojo acá: Las lenguas se tocan antes que los labios | Alejandro Morellón


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Por Tamara Tenenbaum

Una vez, cuando tenía 20 o 21 años, subí a eso de las 10 de la noche a la casa de un tipo con el que cogía cada tanto; no esperaba velas, ni siquiera un plato y cubiertos, pero le pregunté si no tenía algo en la heladera para picar, porque venía directo de la facultad y no había cenado. “No te traje acá para comer”, soltó molesto. Primero pensé que era un chiste pero, en efecto, no me ofreció nada. Yo solo sonreí y me tiré en su cama. Ni siquiera después de coger me invitó a pasar a la cocina. De su casa, en la que vivía con un amigo, yo solo conocía la cocina (porque se entraba por ahí), el pasillo y la habitación. No circulaba por el departamento ni siquiera para ver cómo era el living o para ir hasta la radio a elegir algo de música: eso le habría parecido una invasión absoluta y habría significado una confianza que –presumía él, presumen muchos tipos con los que he estado– podía conducir a que mi cabecita de mujer se hiciera “ideas raras” sobre el futuro del vínculo que sosteníamos. Yo lo entendía y lo aceptaba. Como no quería que pensara que me iba a enamorar de él y que era una pesada total que tendría que sacarse de encima, jamás cuestionaba esos límites. En general la pasábamos bien, pero ¿era necesario todo ese circo? ¿Un pedazo de queso y unas galletitas de agua implicaban demasiado compromiso? Por supuesto, reconozco también la parte que me toca: ¿por qué no dije nada? ¿Por qué no insistí en que tenía hambre en serio? ¿Por qué no me reí y me fui directo a la heladera?

Gillian Flynn describe muy bien esto en su novela  Perdida, en un monólogo que todas mis amigas compartieron en Facebook cuando salió la película: “Ser una Chica Cool significa que soy una chica sexy, inteligente y divertida que adora el fútbol, el póker, los chistes verdes y los eructos, que juega videojuegos, toma cerveza, ama los tríos y el sexo anal y se mete panchos y hamburguesas en la boca como si estuviera haciéndose un gang bang pero de alguna manera extraña sigue manteniendo un talle 36, porque las Chicas Cool son sobre todo sexies. Sexies y comprensivas. Las Chicas Cool no se enojan; sonríen y dejan que los hombres les hagan lo que quieran. Cágame tranquilo, a mí no me molesta, soy la Chica Cool.”*

La descripción de Flynn tiene muchas particularidades culturales que varían según el contexto, pero rescata un cambio clave en la dinámica de la soltería heterosexual de los últimos años que me interesa resaltar: las mujeres que tienen sexo ya no molestan, aunque el deseo femenino todavía es algo para lo que socialmente no existe lugar. Ser una “mina fácil” ya no es un tema; ni siquiera lo era cuando yo era chica. Al contrario, todas queremos esa imagen: ser fáciles significa no dar problemas, llegar al orgasmo por penetración y siempre en el momento justo. Pero el deseo no funciona así: el deseo no puede ser perfectamente simétrico todas las veces, y casi diría que no lo es ninguna vez. Es una fuerza de choque, un desencuentro permanente; por eso los chispazos en los que aparece ese encuentro con el otro son tan explosivos, porque son escasos, porque faltan, porque son siempre insuficientes. En esa insuficiencia radica la potencia de una búsqueda que nunca se acaba. Si nosotras nos limitamos a amoldarnos a lo que ellos parecen querer, tratando de adivinar su deseo y espejarlo, nuestro deseo queda sepultado en el olvido y, en algún sentido, el de ellos también. Sin una resistencia, sin una demanda del otro lado, sin un sujeto con su propia entidad, coger es masturbarse con una muñeca inflable. No me sorprende que existan muchísimas mujeres que pasan años teniendo sexo sin alcanzar un orgasmo; mujeres a las que nunca, jamás, un hombre les ha hecho un cunnilingus y que jamás han pensado en pedirlo. Aprendemos a derivar nuestro placer del hecho de complacer a otro. Es una parte del sexo importantísima (la mitad, quizás), pero no puede serlo todo. En ese intento de no hacer nada raro, de no pedir, de no molestar, tu cuerpo se va volviendo una herramienta, no solo para otros sino para vos misma: algo que te sirve, que usás, pero que no vivís. Te vas separando de él, te vas disociando. Pero mejor eso que ser una chica difícil. Una chica demandante, que se enoja, que dice esto sí, esto no, esto me duele, esto me gusta. Y no se trata solo de sexo porque, por supuesto, el deseo no se trata solo de sexo.

Fragmento del capítulo 4 de El fin del amor. Querer y coger en el siglo XXI (pp. 149-153), Buenos Aires, Ariel, 2019.


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Este contenido es parte de “Letras calientes”, una selección de textos de plumas de México, Argentina y España que le entran de lleno al sexo, al deseo y las relaciones. ¿Quieres subirle la temperatura a tu pantalla? Te invitamos a leer la Chilango de agosto. ¿No la tienes aún?! Encuentrala en Starbucks, Sanborns, Puestos de Revistas y Aeropuerto. O lee nuestros especiales online aquí.