Una selección de textos por plumas reconocidas le suben la temperatura a nuestras páginas. Checa un par aquí:

PUNTO DE APOYO por Ana Negri

Giró la llave y entró con prisa sin evitar que se azotara la puerta detrás de ella, pues ya tenía una mano en otra cerradura. Entró al baño y prendió la luz. Con más calma, dejó la bolsa junto al lavabo y buscó el celular. Sus ojos, que por unos segundos permanecieron fijos, expectantes, se deslizaron del teléfono hacia el espejo. En esa posición, con la cabeza gacha y la mirada al frente, Verónica midió la complicidad con que la imagen la observaba. ¿Te parece que estás en condiciones de juzgarme? La boca se torció un poco hacia un costado, en un gesto que bien pudo ser una sonrisa o un reproche. El teléfono vibró en su mano y volvieron los ojos a la pantalla. Una nueva mueca, esta vez más claramente una sonrisa, se dibujó en la imagen reflejada en la superficie de vidrio, aunque entonces Verónica no le prestaba atención. Tampoco vio cómo la imagen se mordía el labio inferior, ni la coloración gradual que pintó sus mejillas. Los dedos hicieron algunos trazos sobre la superficie táctil y Verónica guardó de nuevo el aparato en la bolsa. Un momento de suspensión, la respiración contenida y la bolsa aferrada entre las manos. Con una exhalación profunda, el cuerpo se le venció contra el mueble, y así, contra ese borde templado de madera restregó el abdomen un par de veces para arriba y para abajo, hasta encontrarse de nuevo con la imagen, esta vez tan cerca que casi se golpean las frentes. ¿Qué te pasa? ¿Qué haces frotándote así, no te da pena? Verónica apartó los ojos por un momento, pero estos, traicioneros, se buscaron de nuevo en el reflejo. Entonces sonrió plenamente y el placer ocupó su cuerpo desde los pies hasta los hombros, adonde acudieron las manos para esparcir con ternura la sensación hacia el cuello, la nuca, las mandíbulas y el cuero cabelludo. La sonrisa seguía grande en el espejo, con la cabeza echada un poco hacia atrás y la barbilla elevada. Verónica se detuvo de nuevo para mirar, esta vez con atención, la imagen frente a ella. La piel no parecía dar cuenta de nada; el pelo, como siempre bajo la luz de ese baño, parecía un poco más cobrizo de lo que era, pero fuera de eso, tampoco lucía distinto. A cada lado de los ojos, desde las comisuras que funcionaban como puntos de fuga, corrían algunas arrugas que desde hacía tiempo intentaba suavizar con cremas y mascarillas. Esta vez le parecieron lindas, marcas de una sonrisa continuada. No había nada distinto y, sin embargo, una modificación inminente se empezaba a generar en algún lado imperceptible de ella, de la imagen o de vaya a saber qué Verónica. Era un cambio sutil, algo así como un cambio en el punto de apoyo, pero quien alguna vez haya intentado bailar casi cualquier cosa sabe que ese traslado invisible del peso hace la diferencia entre un giro y un sentón.

La bolsa vibró y Verónica la abrió ansiosa. Sacó el teléfono y antes de que pudiera tocar la pantalla la sorprendieron un par de golpes en la puerta.

—Amor, ¿cenaste o cenas con las niñas y conmigo?

De frente al espejo, Verónica se mira una vez más.

—Ya cené, pero los acompaño.

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LA RUBIA DEL VESTIDO ROJO por Eduardo Rabasa

Por lo general la ciencia ficción resuelve el tema del sexo y el libre albedrío, ya sea descontándolo como algo humanizado (caso de Blade Runner) o adentrándonos en el dilema ético del maker, como hace Ted Chiang en su novela breve El ciclo de vida de los elementos de software, donde la pareja protagonista discute según posturas éticas contrapuestas: programar o no programar a las criaturas digitales para que puedan experimentar algo que se entendiera como placer sexual, con la correspondiente carga moral asociada a las dos posibilidades (por cierto, la hipótesis según la cual Deckard es también un replicante resolvería en Blade Runner las posibles implicaciones morales del coito entre humano y replicante).

En cambio Matrix hasta en eso se distingue. Comúnmente pasa inadvertida una escena (que hoy seguramente las ahora hermanas Wachowski pensarían dos veces antes de incluirla), cuando Neo está recién desembarcado en el Nabucodonosor y lo están desprogramando de su existencia anterior de batería para las máquinas, recibiendo el entrenamiento virtual para convertirse en The One y salvar a la raza humana. Un día, mientras desayunan su engrudo proteínico, el joven Mouse le pregunta qué le pareció la mujer del vestido rojo que usan para enseñarle a Neo la lección de que mejor no se distraiga o puede acabar con un agente de negro volándole los sesos. Ante la perplejidad de Neo, Mouse le ofrece un encuentro íntimo con la rubia. Switch, su compañera de rebelión, se burla de él llamándolo “padrote digital”; Mouse se ofende y los tilda de hipócritas, para después pronunciar una frase que me marcaría a sangre y fuego: “Negar nuestros impulsos es negar aquello que nos hace humanos”.

Y pues luego viene lo que ya sabemos: Neo y Trinity se enamoran y obviamente Neo prefiere a la diosa vestida de cuero negro, con lo que la rubia del vestido rojo queda en el olvido, pues además no puede ofrecerle ni final feliz ni moraleja incluida.

Pero bien dicen por ahí que cada quien sus perversiones. Yo desde que vi Matrix por primera vez (y luego vendrían mil más) quedé a) encandilado con la rubia y b) envidioso de que Neo pudiera permitirse desecharla por andar de virtuoso y luego todavía verse recompensado con la Trinity. En cambio yo no le hecho el feo a la rubia y hemos gozado juntos incontables fantasías. Y como la Matrix de todos modos es pura virtualidad, siento que más o menos andamos todos en lo mismo.

Antes de proseguir, debo confesar brevemente que soy alcohólico en recuperación. Alguna vez tuve una prometedora carrera bookeando bandas de rock emergentes para un bar cuyo nombre omitiré para no hacerles promoción a los ojéis que me corrieron de una patada en el trasero. Admito que los gajes del oficio y la envidia que me producían las bandas que yo mismo bookeaba, más la prerrogativa laboral de la barra libre, me llevaron a ocasionar un buen número de zafarranchos, hasta que el gerente me llamó para decirme que ya estaba bueno, que vaciara mi casillero y no me apareciera por ahí nunca más. Pero ya me desvié. El caso es que hoy paso mis días atendiendo llamadas en un call-center, fantaseando alternativamente con que la vida me dé otra oportunidad o dándome mis escapadas con la rubia de vestido rojo. Hasta que todo se me reveló como parte del mismo plan ¿divino?

No utilizo el término a la ligera. Si bien Neo es the one-one, o el mero mero, creo que todos somos a nuestra forma elegidos para algo. Y luego es como dicen en ese documental de la cienciología, que una de las principales razones por las que le entran celebridades como Tom Cruise o John Travolta es porque es muy pero muy eficaz para tratar las adicciones. Y uno que ha batallado con el trago, pues se queda pensando al respecto.

Lo cierto es que la rubia del vestido rojo es mi escape, mi musa y mi cienciología personal. Cierro los ojos y ahí está sobre la cama matrimonial esperándome. Sus labios siempre del mismo rojo intenso del vestido. El escote que me vuelve loco. La mirada y el gesto que me derriten. El látigo en la cama por si se ofrece que me dé un par de zarandeadas. Las esposas de rigor. La muy perversa siempre me tiene en el buró junto a la cama mi botella de Bacardí, con sus cocas y sus hielos. Pero ay de mí si se me ocurre darle siquiera un solo trago. En ese momento se esfuma sin dejar rastro, y de la melancolía que me produce he terminado por ponerme una pedota, pero esa sí en la vida real. Así que mejor no le hago al vivo. Me voy directo y sin escalas a los brazos de mi rubia. Y ya todo lo que hacemos después me lo guardo para nuestro ámbito privado. A diferencia de lo que pasa con el sexo, el honor es invariablemente sagrado para la ciencia ficción. Y no seré yo quien venga a traicionar el código: ¡Hasta la vista, babies!

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Encuentra más textos para prender el boiler en nuestra edición de agosto, #CDMXX: lugares para co*er en la ciudad.