En “Los juegos del hambre”, Pedro Reyes escribe sobre comida en la Ciudad de México. Puedes leer su columna quincenal acá. En esta entrega: la manera mexicana de beber y de comer en las cantinas.

Hace unos días conocí a Paola. Apenas unos minutos de plática bastaron para que me cayera rebién, porque de verdad solo fueron unos minutos. Pero lo más lindo de aquel encuentro fue que, además de ser encantadora persona –ella y César, su novio–, Paola resultó ser parte de la familia que es propietaria de una cantina que ya tiene unos buenos años en la Narvarte. Se trata de Los Cuates, lugar con el que, por cierto, tengo una deuda grande, pues aún no la conozco y parece ser de esos sitios que me gustan y mucho.

En la mitad de la plática, ya cuando estaba yo prensado de la descripción del lugar y de las cosas que suceden ahí dentro, Paola mencionó que, desde siempre, la carta de alimentos de Los Cuates ofrece 100 platillos diariamente. ¡Cien putos platillos! Me sentí abrumado, también sorprendido, pero, sobre todo, me sentí satisfecho: muy orgulloso de nuestra forma de comer y, claro, de la forma en que comemos cuando bebemos. Vale la pena decir que los 100 platillos de Los Cuates son gratis mientras se empine el vaso con ritmo y en paralelo.

Beber en una cantina es la manera mexicana de beber. Otros lugares en el mundo tienen la suya. La nuestra es dentro de las cantinas. Las de antes, las de antes de antes y las de hoy. Con rocola, mariachi o grupo en vivo. O sin música. La forma más clásica de hacerlo es por tiempos: uno tiene acceso a diferentes platos conforme se vayan pidiendo bebidas. ¿Es comida en función del trago o es al revés? No sé. En efecto, los menús suelen ser longevos en la mayoría de los casos. Asombra y complace pensar que, dentro de esas cocinas, el trabajo ha de ser durísimo, pero es eficiente. En las cantinas se come bien. Porque esta ciudad no admitiría otra cosa.

Conforme uno frecuenta estos sagrados sitios, se va haciendo de sus platos favoritos, los consentidos. Así, no importa cuan extensas sean las cartas, uno ya sabe qué hay que pedir en cada cantina. En el Bar El Sella, por ejemplo, se come uno de los chamorros más notables de la ciudad. Y los doctores del Centro Médico, lo saben, lo saben. Se sabe también que los tacos cachondos de cochinita no pueden faltar en una visita a La Montejo. Las tortas de milanesa son famosas en el Covadonga, aunque yo no puedo dejar de pensar que tienen las mejores croquetas de jamón de la ciudad. Para mí son esas y la tortilla española (la pido tierna y con mostaza a un lado). Hablando de tortas, la de pulpo del Salón Corona –que también solía ser obligada en la extinta Cervecería Pierrot de la San Pedro de los Pinos– y la de bacalao en La Jalisciense, en Tlalpan. Es mítico el suadero en salsa de chile de árbol de La Mascota como míticos son los caracoles y los machitos de El León de Oro, en la Escandón. Obligada la carne tártara del Salón Luz, en el Centro, y obligado el Tribilín de El Mirador: una suerte de ceviche de camarones, puntas de filete y cubos de pescado.

Como esos, varios más. La siguiente parada es en Los Cuates. Se dice que hay muy buena comida de mar: caldito de camarón, pulpos al ajillo y trucha salmonada. Pero también el chamorro. Toca hacerme de mi favorito. De ésta y de muchas cantinas más.

Échate otras columnas de Pedro Reyes:

A pata por la Juárez

Todos tuvimos un suadero

Lo que se come en Netflix

Saquen el orégano