El viernes, por fin, cuelgan el dictamen de Protección Civil. Según éste, el edificio de Telvista de Bolívar 38, en donde trabajas como telefonista, está en condiciones seguras. Ahora deberías sentirte más tranquilo. Pero no: a ti y a tus colegas los hicieron regresar a las oficinas desde el miércoles. Durante dos días trabajaron dentro de este edificio sin la certeza de que no se vendría abajo.
Te lo dijeron el mismo martes en l anoche: que se iba a operar de manera normal. Así: sin ninguna explicación. Apenas habían pasado unas ocho horas del temblor y uno de tus gerentes les informaba que Protección Civil había dado luz verde a la empresa. Los daños —todo aquel derrumbe de plafones y muros que había aterrorizado a todos— eran superficiales. Había que presentarse puntuales al día siguiente.

Cuando llegaste al trabajo, notaste las dos estructuras que componen el edificio separadas entre sí. Además de las grietas que partían varios muros. Los gerentes de este call center te repetían que no había daños estructurales. ¿Cómo podías tú estar seguro? Sobre todo después de que se enfadaran con ustedes los del personal administrativo. Algunos de ustedes habían subido algunas fotos de las instalaciones a las redes sociales. Les pidieron borrarlas. Ustedes sólo hablan por hablar, les dijeron enfadados. No saben nada. Los que se quejan son porque están ardidos.
Derechos violados
Un mundo de trabajadores en la cuerda floja. Desde la enfermera del hospital público al joven telefonista del call center, pasando por la empleada de limpieza que trabaja en edificios gubernamentales por cuenta de una empresa privada, hasta la investigadora de alguna institución pública. El temblor reveló algo más que la solidaridad civil o la corrupción inmobiliaria: las sistemáticas violaciones a los derechos laborales que padecen miles de chilangos.
Dos días después del sismo, ante la constante alarma de personas que eran llamados a sus sitios de trabajo sin que se les diera certeza de que el inmueble era seguro, un grupo de estudiantes de licenciatura y posgrado de la UNAM y la UAM, integrada también por académicos y profesionistas, creó la “Red de Solidaridad con Trabajadorxs en Riesgo-México” y comenzó a elaborar un mapa de los centros laborales señalados como inseguros.
A través de un cuestionario digital anónimo, la Red recabó —hasta el domingo 1 de octubre— 2,266 denuncias, correspondientes a 1261 distintos centros de trabajo en la Ciudad de México, Puebla, Estado de México y Morelos. Para verificar la información recabada, los integrantes de la Red se organizaron en brigadas y acudieron directamente a los sitios denunciados para hablar con los trabajadores.
«Tenían muchas ganas de contarnos lo que pasó —cuenta Eduardo Vargas Escobar, estudiante del posgrado en Estudios Laborales de la Universidad Autónoma Metropolitana de Iztapalapa e integrante de la Red—. En los días siguientes al sismo fue un tema muy presente: se mostró un enorme desprecio por la vida de las trabajadoras y trabajadores».
Según los datos arrojados por la investigación de la Red, este desprecio no se concretó solo en represalias económicas. Muchos trabajadores vieron cómo se resanaban grietas sin que se les mostrara ningún peritaje oficial. En muchas ocasiones, los dictámenes presentados eran elaborados a modo por particulares contratados por los dirigentes, lo cual, informa la Red, es una violación a los derechos humanos.
«Es importante notar —remata Vargas— es que esto le tocó tanto a quienes trabajan en empresas privadas como a trabajadores de instalaciones públicas: escuelas, hospitales o la Secretaria de Seguridad Pública. Fue general eso de darte cuenta que a tu patrón lo primero que le importó fue regresar a las actividades, antes que tu seguridad».
Una falta de respeto
El jefe te espera el lunes al mediodía en la oficina. Ese fue el mensaje que te llegó por facebook la madrugada del domingo. Ahora entras en el edificio de Río Pánuco 55. Te presentas con tu jefe. Estás despedido, te dice. Sientes la boca amarga, tu lengua enredada. Todo pasa tan rápido que no tienes tiempo de reclamar. Te extienden un fajo de billetes, lo tomas mientras encaras las razones:
—Tus tuits fueron una falta de respecto —te dice tu jefe, sin darle mucha vuelta al asunto—. Una falta de respeto para la empresa y para tus compañeros. Te vas.
Te vas. Pasmado. Con los pensamientos que todavía se te arremolinan en la cabeza. Sales de las oficinas de J’Fest, esta empresa para la cual trabajaste como diseñador unos ocho meses. Piensas en la publicidad que dibujaste para los eventos, en los impresos que elaboraste con las imágenes de los ídolos del mundo manga. «¡Acababa de pasar un temblor! ¡Cómo podían pensar nada más en eso!», te preguntas, atónito. También te preguntas cómo es posible que la empresa se haya enterado de lo que escribiste si nadie de tus colegas te sigue en Twitter.
Uno, dos, tres, cuatro. Repasas mentalmente tus tuits y te parecen legítimos. No te parecía justo que tus colegas trabajaran en un lugar que sentías frágil. ¿Era tan difícil de entender?
Más allá del sismo
Despidos injustificados, miedo a trabajar en lugares que presentan evidentes daños estructurales y descuentos salariales por los días de ausencia tras el temblor, son algunas de las inquietudes más comunes registradas por parte de la Procuraduría Federal de la Defensa del Trabajo (PROFEDET). Entre el 21 y el 29 de septiembre, proporcionó 1348 servicios gratuitos de orientación y asesoría sobre derechos laborales, según informa en un boletín emitido el 2 de octubre.
Estas cifras, no obstante, son sólo la punta del iceberg de una situación mucho más difusa y grave. Con salarios en caída libre desde hace más de cuatro décadas, además de la falta de prestaciones y contratos regulares, los trabajadores chilangos se enfrentan a un panorama hostil.
Los salarios mínimos por ejemplo fueron implementados en los años 70, para contener la inflación. Pero, de acuerdo al Informe Oxfam Desigualdad extrema en México, publicado en 2015, estos no tiene ya razón de ser. El salario mínimo mexicano —caso único en toda América Latina—, se encuentra por debajo de los umbrales aceptados de pobreza y no garantiza un nivel de vida digno a quien lo percibe.
A esto se suma toda una serie de reformas laborales que han perjudicado a los trabajadores. En el 2012, por ejemplo, se legalizó el outsourcing, o régimen de subcontratación, una situación laboral que actualmente paceden casi 5 millones de trabajadores mexicanos. En su análisis de 2016 sobre los cambios introducidos por dicha reforma, el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública observa como el 46.4% de los trabajadores subcontratados no tienen acceso a ninguno de los servicios de seguridad social de los cuales tendrían que contemplar. El 14.5% de estos trabajadores no cuentan siquiera con un contrato. Por eso no es raro que fueran ellos —las trabajadoras de limpieza fueron el caso más extremo— quienes fueran obligados a trabajar en edificios en riesgo, incluso por parte de oficinas gubernamentales.
Esta situación se perpetua, según cuenta el mismo Eduardo Vargas, a partir de las condiciones en que trabajan los mismos Inspectores Federales del Trabajo: el panorama laboral de la Ciudad de México los rebasa y tienen que hacerse cargo por un salario que ronda los 10 mil pesos mensuales. Así, quienes tendrían que garantizar el cumplimiento de los derechos laborales, se encuentran sumergidos en su propia precaridad, lo cual crea el caldo de cultivo perfecto para la corrupción.
Sólo una estadística
Los primeros días los trajeron como locos. A ti y a tus colegas. Primero que sí tenían que regresar a trabajar, luego que no. Después les indicaron: que entre quien quiera entrar. Ahí sí te preocupaste.

Si no entrabas, podían contarte el día como una falta. Quizás descontarlo de tu salario. O peor: serías acusado de abandono de servicio o incumplimiento de una orden. Podías quedar con una mancha en tu expediente, ser tachado como un mal elemento. ¿Arriesgarías tus años de servicio en la Secretaría de Seguridad Pública de esa manera?
No eras el único. Tú y otro centenar de colegas cargaban con las mismas dudas. Los altos mandos, los directores, los de las estructuras grandes, ellos no. Ellos ya estaban lejos, operando desde otros edificios. Con toda probabilidad lugares más seguros que este viejo inmueble de Liverpool 136, que —lo leíste en esa nota del periódico que circuló de mano en mano y por los grupos de chat—requiere de mantenimiento desde hace años.

A ti y a tus colegas los obligaron a entrar pese a las dudas. Los pisos estaban vacíos, muchos departamentos habían decidido no arriesgar a nadie. Pero a ustedes no sólo los mandaron dentro, también les pidieron levantar los mosaicos y el cascajo tirado, los objetos caídos, barrer el plafón triturado de los pasillos. Todo esto sin enseñarles siquiera un peritaje o algo que les diera certeza.
Preocupados decidieron escribir una petición en change.org y dirigirla al jefe de gobierno de la CDMX y al Secretario de Seguridad Pública. «Para los mandos sólo somos una estadística», escribieron al final de su reclamo.
Muertes no reportadas
Lo que reveló el sismo pasado es mucho más complicado de lo que parece. A partir de una nota publicada en los días posteriores en Chilango, sobre trabajadores laborando dentro de edificios en riesgo, esta editorial recibió más de 50 reportes de situaciones similares.
A esto se han sumado las dos personas que murieron en Galerías Coapa durante, mismas que no fueron mencionadas por la comunicación de la empresa. Lo mismo ocurrió en Walmart de Avenida Acoxpa, en la delegación Tlalpan, donde murieron tres personas. En la tienda Soriana Hiper Tlalpan, en la colonia Campestre Churubusco, murió un menor de edad. Mientras tanto en El Palacio de Hierro de la calle Durango, en la Colonia Roma, dos personas fallecieron durante el sismo. Ninguna de estas tiendas departamentales emitió un comunicado, ni a sus trabajadores, ni a la prensa, ni al público. Al contrario, se apresuraron a informar que sus instalaciones se encontraban en buenas condiciones o que ya se trabajaba con Protección Civil. En el caso de Palacio de Hierro, incluso se obligó a los trabajadores a presentarse al otro día, a a revisar si existían afectaciones del edificio, pese al miedo expresado por estos.
Del riesgo al acoso
Agobiada, llegas al Cinemex del Centro Nacional de las Artes donde trabajas como taquillera. Entre dientes maldices al imbécil ese de tu colega que ayer te quitó la gorra roja de tu uniforme. Lo primero que haces es ir con tu gerente y explicarle que no, que no es tu culpa si hoy no traes tu uniforme completo. Rezas para que no pase como la otra vez, cuando vinieron a revisarte y notaron que tus calcetines no llegaban arriba de tu tobillo. Tuviste que pagar, ¿cuánto?, ¿unos treinta pesos?, por el par nuevo que la gerente salió a comprar. Te pasó dos veces. Hoy no quieres perder el día. Quieres explicárselo pero ella no te invita a retirarte. No tiene las llaves del almacén, dice, y además es una falta de disciplina y si los gerentes de mayor grado se enteran se lo van a cobrar a ella y, a ver, ¿luego qué?
Jadeas hasta el segundo piso para buscar a otra gerente. Justo cuando acercas tus nudillos a la puerta de la oficina, el piso empieza a moverse. Entonces das marcha atrás y entras de volada a las escaleras de servicio. Empiezas a bajar lo más rápido que puedes pero se va la luz y sientes el temblor apoderarse de tus piernas. Te sientes en la boca del lobo. Un cuerpo te cae encima, tumbándote. “Aquí se cae todo”, repites frenéticamente, “se cae todo”. Pero sólo es un compañero de la dulcería que se aventó de los escalones porque, igual que tú, busca la ruta de escape más cercana.

Por fin, encuentran la puerta y salen disparados a la luz. La tierra da sus últimas sacudidas y se vuelve a calmar. Tu corazón no se quedará quieto por días. Cuando el sismo acaba, la gerente te recuerda: sin tu gorra roja hoy no puedes trabajar. Insiste en que te retires. Además, por el temblor el cine debe cerrar.
Recuerdas que hoy, en Cinemex, no hicieron el simulacro del 19 de septiembre. Caes en cuenta de que tampoco cuentan con un protocolo de seguridad, ni alerta sísmica. Esa noche, a ti y a tus colegas, les avisan por whats app que el cine abrirá puertas al día siguiente. Les piden puntualidad. El estacionamiento permanecerá cerrado debido a los daños.
Regresas con tu uniforme completo, el jueves. Te acompaña tu madre. Llevan una carta que escribieron la noche anterior. En la hoja cuadriculada, escrita a mano, explican que tú y otro trabajador no se van a presentar hasta contar con el peritaje estructural. Exigen el respeto de sus derechos: que no les sea aplicado ningún descuento económico u otra represalia laboral. Es sólo un amparo casero, lo hiciste porque tenías temor. Piensas en las veces que la gerente te midió hasta el largo de tus calcetines.
Los gerentes firman la carta pero, a partir de entonces, las miradas se vuelven pesadas en los pasillos del cine. “La que tiene miedo aquí solo eres tú”, te dicen; “estás distrayendo a los demás trabajadores”, te advierten; “necesitas de tu mami para hacer las cosas” escuchas; “incitas el terror en los otros miembros del staff”; “si te sientes insegura, ¿porque no te vas a tu casa?”. Te sientes agredida. Levantas la voz —ojo, es una falta de disciplina, te van a quitar puntos—, estás al borde de las lágrimas —pero si sólo exigías que se respetarán tus derechos— y ya no puedes con eso —y los derechos de tus compañeros—. Sales del cine y decides no volver a trabajar ahí nunca más. Al día siguiente presentas tu renuncia.

































