Memorias de mis putas baratas

Caricias por dinero

 

                                                                    Quiero pecar contigo. No me importa pecar, si pecas tú conmigo…

                                                                                             Hazme que olvide penas, no me importa el lugar.

                                                                                                   PAQUITA LA DEL BARRIO, “Invítame a pecar”

Texto: Mauricio Guerrero

«Parecen perros», dice Giovanna, los párpados con brillantina, las mejillas encendidas, los labios rosas. Destella su maquillaje bajo la iluminación púrpura del teatro mientras observa a unas de sus compañeras pasear desnuda sobre la pasarela entre un frenesí de manos que le agarran las nalgas, los senos, la entrepierna, que la envuelven como una segunda piel.

Hay poca gente para ser sábado en el Teatro Garibaldi —en eje central, a un costado de la plaza—. Dos o tres muchachas paradas sin platicar con nadie y, de las 70 butacas, sólo unas 25 ocupadas, todas a un lado de la pasarela. Es la particularidad del burlesque: acariciar cuanto se pueda mientras se pueda, siempre y cuando camine por las pasarelas que se extienden sobre las gradas. Para los muy animados, el burlesque también implica un sutil pero constante desplazamiento sobre las butacas.

Un tipo en la primera fila, acompañado por dos amigos un poco menos ebrios que él, acaricia a Giovanna, morena, con cuerpo de madre y una cicatriz de cesárea, mientras está en el escenario. Con corte de pelo militar y chamarra con parche del US Air Force, se mueve de lugar apenas se desplaza ella por la pasarela. La observa atento dar toda la vuelta, la espera, sus dedos como marabunta.

 

200 pesos por noche

El Teatro Garibaldi es el único lugar en la ciudad donde se encuentra este espectáculo. Es una reliquia. Hasta hace un año, sobre el Eje Central, funcionaba también el Teatro Colonial, pero se quemó en 25 minutos un sábado por la noche, los clientes y las bailarinas semidesnudas saliendo despavoridos hacia la calle, sin consecuencias fatales.

Del Colonial ahora queda el recuerdo y una casa chamuscada. «Ya no les interesó a los dueños levantarlo, con qué dinero, es muy caro acondicionar un teatro así», opina René Salazar, de movimientos suaves y voz calmosa, encargado del Garibaldi.

Dentro, en el teatro, Giovanna no resulta buena presa. Apenas se detiene mientras hace su recorrido y agarra las manos de quienes la tocan. A un tipo con facha de universitario, desesperado, que salta entre las butacas para seguirla y que logra pellizcarle un pezón, le tira los lentes de un manazo. Él no reclama, conoce las reglas: ellas, arriba de la pasarela, ponen límites. Encuentra el armazón roto, pero no uno de sus lentes, que cayó debajo de un tipo con gorra blanca que dormita.

Al final de las tres canciones que le corresponden, Alejandra Guzmán, Mecano y una techno chunda, Giovanna sólo cuenta con un seguidor de pie: el de la chamarra. Es comprensible. Giovanna no tiene fuerza para parecer alegre, no arriba del escenario, entre las luces, las miradas, los contactos.

Lleva cinco meses de trabajar en el burlesque, el tiempo que su marido ha purgado en reclusorio norte esperando sentencia, acusado de homicidio en primer grado. Giovanna, que se mudó con sus tres hijos a la casa de su madre, en la colonia Guerrero, no cree que su marido sea culpable. «Yo lo conozco, es malo, pero no para matar a otra persona», dice sin perder su sonrisa, el estilo del lugar.

Los clientes, luego de pagar $70 por entrada, no están obligados a consumir ninguna bebida. Si lo hacen —sólo hay cerveza— pagan a $20 la botella y a $40 una caguama. Platicar con las muchachas sólo puede suceder con una cerveza ultra rebajada para ellas (apenas hace espuma ), que cuesta 100 pesos. El del micrófono anuncia a Irazul. Es morena y delgada, usa unos hots pants y un top que dice Pussy. Es notable su soltura en la pasarela. El tipo de la chamarra cruza butacas para tocarla y ella consciente, risueña.

Giovanna regresa a la butaca. Cuenta que a su familia dice que trabaja como mesera en uno de los restaurantes del mercado de Garibaldi mientras ahorra todo lo que puede —los 200 o 600 pesos que saca por noche— para poner un negocio de comida. «Cuánto tiempo más me puede durar el cuerpo. Dos o tres años. Además ya mis hijos son unos jovencitos. No tardan en darse cuenta de lo que hago», dice. Esta noche, aún le queda salir al escenario y recorrer la pasarela un par de veces más. Si le va bien pude que alguien más le invite otra cerveza o que le compre un baile de 120 pesos para acariciarla en uno de los oscuros sofás del fondo del teatro.

Giovanna se despide. Mientras tanto, al borrachín lo sacan sus dos amigos de los hombros. Y el tipo de la gorra que estaba dormido despierta: chifla, aplaude, despide a Irazul: «Un aplauso, cómo no».