9. El inquilino

La Niña Inquieta

La niña inquieta

[Nota del editor: Lo aquí publicado está basado en hechos reales, pero algunos nombres y situaciones han sido cambiados para proteger la privacidad de terceros. Los puntos de vista aquí expresados no necesariamente reflejan la opinión de Chilango o de Grupo Expansión.]

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Mi casa, Condesa, 7:50 PM

Siempre he pensado que es muy mala idea cogerse a la gente con la que uno vive. Independientemente del género y de las preferencias sexuales, creo que es una gran invitación al drama.

Probablemente haya sido una buena decisión vivir con un chico gay que no parece gay, quién, durante más de dos años, ha sido algo así como mi esposo disfuncional.

El caso es que dos amigos suyos planeaban mudarse a la CDMX para lanzar una start-up. Mientras terminaban su maestría, se quedarían en casa, yendo y viniendo de su universidad en Estados Unidos durante un par de meses. `Me parece perfecto´, le dije. Así que llegaron.

Convivimos poco tiempo y creo que por eso fuimos muy felices; cenábamos todos juntos, jugábamos cartas, veíamos películas, salíamos de fiesta y hasta les comparaba naranjas las raras veces que iba al súper, que era lo único que les gustaba desayunar.

No sé si ellos me veían como a una hermanita, pero a mi ambos me parecían bastante atractivos –principalmente el español. Tenía apenas un par de años más que yo pero ya tenía toda la pinta de un señor; era el típico perfil del alumno de MBA, ultracompetitivo, algo ansioso y masculino.

No voy a mentir, durante las semanas que estuvieron en casa usaba mis pijamas más minimalistas y coqueteaba con ambos, encaramándome en banquitos para alcanzar algún objeto innecesario, exhibiendo mis nalgas en primer plano mientras ellos trabajaban en el comedor.

Y parece que funcionó.

Una noche regresé algo tarde de la oficina. Estaba cansada y de mal humor. Ellos tres veían una película en la sala, cada uno instalado en un sofá diferente; tenían vino tinto y palomitas. Me invitaron a unirme al plan, `acaba de empezar´, aseguraron. Tiré mi bolsa y mis zapatos en el piso y escogí sentarme estratégicamente junto al español –aunque obviamente no era el lugar más cómodo ni el más espacioso ni el que tenía mejor vista a la pantalla.

Uno a uno, fuimos perdiendo a la audiencia –no recuerdo qué película veíamos pero aparentemente era bastante mala– hasta quedarnos solos.

De la nada, agarró mi muslo con su mano confiada en un movimiento algo brusco.

Yo fingía estar adormilada aunque por dentro me quemaba de las ganas. `Aquí fue´, pensé. Impávida, dejé que sus dedos recorrieran mi ingle temblorosa hasta tocar mis labios vaginales a través de mis calzones empapados de excitación. Hacía lo posible por quedarme quieta y parecer inmune a sus movimientos –no sé por qué pero era parte del juego y lo estaba disfrutando muchísimo. Hasta que cedí. Me quebré. Lo besé arañándole la espalda y jalándole el pelo… y lo invité a mi cama.

Fue exactamente como me lo esperaba, como el primer movimiento de su mano. Era como un toro que me dominaba… y yo me dejaba hacer todo lo que él quería.

Al venirse, tuvo una metamorfosis rarísima: pasó de ser el adulto ultraconfiado a un niño vulnerable y sensible. Me inspiró algo de ternura –sin darme asco, que es lo que me suele suceder en esos casos.

Testigo de mi promiscuidad, sabía que rara vez dejaba que mis compañeros sexuales amanecieran en la cama. Me preguntó si podía dormir ahí. Sonreí y le di la espalda. Y ahí amaneció, con su mano en mi cintura.

Por alguna razón nunca repetimos el acto y jamás se habló del tema.

EL PRÓXIMO JUEVES les contaré de un reencuentro que resultó… catastrófico. Acá los espero.

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