¿Adónde van las abuelas, los abuelos, les abueles con les hijes de sus hijes en esta ciudad inmensa? Más allá del transporte público y la salida de las escuela, de los ires y venires del trabajo en casa y fuera de ella, ¿qué espacios ofrece esta monstruosa Ciudad de México para que las distintas generaciones estén, sean y disfruten juntas?

Me quiero acordar de los lugares que visitaba con mi abuela y con mi abuelo cuando era niña. De esa Ciudad de México en los años noventa, que era la misma y a la vez tan distinta que hasta otro nombre tenía. Acordarme de los lugares que ya no son y de los que siguen siendo, de esos sitios a los que puedo ir para pensar en mis abuelos.

Relaciones utópicas

Todos los viernes, mi madre me recogía de la escuela y me traía de nuestra casa en el lejano Tepepan a la casa de mis abuelos en la colonia San Miguel Chapultepec, donde mi familia lleva cinco generaciones viviendo, donde ahora vivimos, todavía, en una especie de vecindad, en casas contiguas: mi madre, mis tías, mi primo, mi esposo, mi hijo y yo. Ahí (aquí, en esta casa donde ahora escribo) me quedaba hasta el domingo con mis abuelos, gozándolos, porque las relaciones entre nietos y abuelos son muchas veces utópicas (o deberían serlo, porque en esta sociedad capitalista las abuelas suelen encargarse de buena parte de las labores de cuidados y los adultos mayores suelen trabajar más allá de sus posibilidades): tienen lo mejor de la crianza, la parte más disfrutable, sin la pesada responsabilidad de poner límites.

Mi madre dice que esos fines de semana casi no salíamos porque a mis abuelos les daba miedo sacarnos.

–¿Miedo de qué? –le pregunto.

–De que les pasara algo, de la inseguridad, de que salieran corriendo y no pudieran alcanzarlos –dice.

Pero yo siento que no es cierto, que sí salíamos a veces. Trato de recordar cómo habitábamos la ciudad, qué espacios nos cobijaban y nos entretenían esos fines de semana en que mi horizonte se iba extendiendo más allá de mi escuela y mi casa. ¿Adónde íbamos? ¿Dónde jugaban les niñes con les abueles en el Distrito Federal?

El tiempo, los terremotos, las pandemias y las disputas familiares, entre otros mil posibles sucesos, han borrado del mapa varios de esos lugares a los que iba con mis abueles. Quedan a veces sus muros y sus fotografías, y a veces sólo su recuerdo, brumoso, maleable, nostálgico o feliz, vivo o muerto. Estos son algunos de los espacios de cuando era nieta que ya no existen:

En la colonia aledaña a la San Miguel Chapultepec estaba el restaurante Flor de Lis. No había que confundirlo con la tienda de tamales del mismo nombre en el local contiguo. No sabíamos bien por qué existía esa duplicación de nombres y funciones (los dos establecimientos vendían principalmente tamales), aunque se rumoraba que se debía a una disputa familiar. Para mi abuela estaba muy claro que los tamales buenos eran los del restaurante y no los del local de junto, que eran, para estándares de mi abuela, demasiado secos y de relleno escaso.

A mí me daba mucha ilusión ir a cenar al restaurante, porque mi madre odiaba comer fuera y casi nunca me llevaba. A mis abuelos tampoco les encantaba; mi abuela decía a menudo su famosa frase “El que no come aquí [en su casa] come caca”. Pocos lugares eran merecedores de su confianza y gusto. Me encantaba salir de noche con ellos, la iluminación del restaurante, el murmullo de los comensales, los pambazos y los tamales con champurrado. En la Flor de Lis comprábamos los tamales para la Candelaria y celebrábamos después de acontecimientos importantes. Ahí también llevábamos a mi abuela cuando mi abuelo ya había muerto y la demencia senil la tenía siempre angustiada. A veces, cuando no sabíamos qué hacer con ella y la notábamos inquieta y de mal humor, cuando empezaba a invocar fantasmas y a confundir a mi tío con mi abuelo, la llevábamos por tamales y un atole de fresa.

La última vez que fui, con mi madre y nuestro amigo David Huerta (años después de la muerte de mi abuela), la comida seguía siendo deliciosa pero lo demás era muy distinto: ya no había colas para entrar, éramos los únicos comensales, las luces neón parpadeaban y parecían a punto de apagarse. Al poco tiempo cerró. El local de junto, en cambio, el de los tamales malos, prosperó hasta convertirse en una cadena nacional donde yo nunca compro, por fidelidad a mi abuela.

A veces iba con mi abuelo a los mercados de pulgas, en particular a la Plaza del Ángel. Mi abuelo era acumulador; su diminuto cuarto estaba lleno de cajas adentro de otras cajas donde había todo lo que alguien pudiera necesitar. Yo a menudo necesitaba cosas para las manualidades que me daba por hacer y él siempre tenía el clavo, la cinta, la regla, la tachuela que hacían falta para el origami, la carpintería y los muñequitos de masa.

En la Plaza del Ángel mi abuelo compraba cualquier cosa: teléfonos, plumas, postales, lo que pudiera llegar a ser útil. Yo compraba miniaturas. Ahí vendían miniaturas antiguas, todas de distintas proporciones, que hacían que mi casa de muñecas pareciera habitada por seres de distintos tamaños. Cerca de la Plaza del Ángel había una tienda que vendía exclusivamente miniaturas de plomo. Soldaditos, cisnes, castillos, conejos, de esos que seguro daban cáncer (aunque no el cáncer del que murió mi abuelo, que fue a causa del contacto con asbesto), perfectamente hechos y pintados por una mano gigantesca y precisa.

Todavía tengo miniaturas, pero casi todas son las que uso en el altar de Día de Muertos. A mi abuelo le pongo una calavera miniatura que es arquitecta (como era él), un pan de dulce miniatura, una concha (que eran sus favoritas), un disco y un libro miniatura, porque le gustaban mucho la música y la literatura. La Plaza del Ángel sigue ahí; la visité por última vez hace algunos años. La tienda de miniaturas desapareció y ya no sabría encontrar el edificio en donde estaba.

Con mi abuela jugábamos en la noche a hacernos peinados chistosos. Sentadas en su cama, con sus pasadores, ligas y tubos, hacíamos cualquier tipo de disparates con nuestro cabello y luego acercábamos el espejo y nos moríamos de risa.

Cerca de avenida Insurgentes había una tienda de pelucas que nos quedaba de camino siempre que volvíamos del sur de la ciudad. Cuando pasábamos enfrente, fantaseábamos con tener una de esas cabelleras rubias, pelirrojas o moradas para disfrazarnos y hacernos peinados todavía más estrafalarios. Discutíamos qué peluca nos quedaría mejor y nos reíamos de solo imaginarlo. Hasta que un buen día, después de años de vitrinear, decidimos entrar en la tienda. Nos probamos un par y luego, instantes después, mi abuela me sacó de ahí con las manos vacías y muerta de risa. Ya afuera, y todavía entre carcajadas, me explicó lo caras que eran esas pelucas.

En ese mismo edificio, en un departamento de arriba, vivió un hombre del que me enamoré en un amor no correspondido. Eso fue en el tiempo de la demencia, cuando mi abuela ya casi no se reía ni se movía ni se peinaba sola. Yo pasaba cerca de ahí cada que podía, para ver si me encontraba al susodicho. Para entonces el local se había transformado en una pizzería. Pero yo todavía escuchaba la risa de mi abuela salir volando por la puerta cada vez que alguien la abría.

Muchos de esos lugares de mi infancia siguen existiendo, aunque, igual que las personas que sobrevivimos, no son los mismos. Algunos están casi idénticos; otros, irreconocibles. Todos son catalizadores de la memoria. Pero así como los espacios nos determinan, las personas también hacemos a los espacios: sin mis abuelos, para mí, estos sitios son otros.

Estos son algunos de los lugares de cuando era nieta que todavía existen:

Cada tanto íbamos con mi abuelo al Boliche AMF en la colonia Guadalupe Inn. Mi abuelo era corpulento (todos, hasta su esposa, le decían “el Gordo”), fuerte y tenía buen tino. Las pantallas celebraban sus chuzas con animaciones de bolos bailarines. A mí me daban un poco de asco los zapatos que desinfectaban con un spray apestoso y me daba miedo que se me cayera la bola y me rompiera un pie, pero me gustaba. Era una época en que mi primo y yo nos peleábamos mucho. Mis abuelos siempre eran mediadores, siempre abogaban por el perdón y la paciencia. Sufrían con nuestras peleas y pocas veces lograban contentarnos. Pero en el boliche no nos peleábamos, quizá porque los dos éramos igual de malos.

No tengo idea de cuándo fuimos todos juntos al boliche por última vez, sin saber que era la última. Hace muchos años que no vuelvo. Mi primo y yo ahora nos llevamos bien.

El ritual ineludible de mis abuelos para los domingos era ir a escuchar la orquesta de Minería o la Filarmónica de la UNAM (les gustaba más la Filarmónica que Minería) en la Sala Nezahualcóyotl. Si por algún motivo no podían ir, veían la transmisión en la tele. Casi cada domingo pasábamos a algún puesto de revistas a que mi abuelo comprara el periódico El País, porque ese día venía la revista semanal y ahí escribían sus autores favoritos, Antonio Gala y Rosa Montero. Luego nos juntábamos con mi tío Gabriel en el restaurante del CCU (el restaurante cerró en la pandemia, sigue cerrado y todavía hoy tiene un letrero que dice: “Abrirá en enero de 2022”).

A veces mi madre me recogía ahí antes del concierto, y a veces yo entraba con ellos. Ahí mismo habían hecho algunes amigues. Había, por ejemplo, una señora que siempre elogiaba los chales de mi abuela. Había también un pintor que pedía dinero en un alto cercano y rehusaba vender sus pinturas (según mi madre, que es pintora, eran muy buenas). Mi abuelo coleccionaba los programas de mano, que siempre tenían maravillosos ensayos sobre las piezas. Mi abuela estaba enamorada del director Ronald Zollman y perdió un poco el interés cuando se fue y lo reemplazó Zouhuang Chen.

Yo solía aburrirme; alguna vez hasta me puse a leer cerca de la primera fila y mi abuela me regañó, ella que casi nunca me regañaba. Me gustaban los típicos: Beethoven, Mozart y los conciertos de Navidad. No fue hasta la adolescencia cuando empecé a disfrutar de la música más contemporánea. Mi abuelo solía dormirse. Si roncaba fuerte lo despertábamos.

Cuando murió mi abuelo y luego mi abuela, fuimos como homenaje a acordarnos de ellos bajo la enorme lámpara de metal. No recuerdo qué tocaban, quizás alguna de las marchas que le gustaban a mi abuelo o algo de Tchaikovsky, que le gustaba a mi abuela (mi abuelo le decía a Tchaikovsky “el Disney de la música clásica”). Esa vez nos encontramos con la señora de los chales, que nos preguntó por mi abuela y lloró con nosotros cuando le dijimos que había muerto.

En la sala no aceptan niñes menores de ocho años, pero antes de la pandemia mi madre insistió en llevar a mi hijo, que tenía dos años en ese (ya lejano) entonces. Como no pudimos pasar, nos asomamos por un vidrio que hay en el último piso. Estaban tocando el Bolero de Ravel. Mi hijo lo bailó casi entero.

Los martes sigue poniéndose en la calle de Pachuca el mercado sobre ruedas al que iba con mi abuela. Nos paseábamos bajo las lonas rosa mexicano, visitábamos a nuestra marchanta, platicábamos con ella y escogíamos zapotes, plátanos, mangos y las mejores papayas (mi abuela tenía las plantas de las manos y los pies color naranja de tanto desayunar y cenar papaya). Yo iba feliz, porque mi abuela siempre me compraba alguna Barbie, de esas imitaciones de Barbie con rebaba en el contorno y los ojos pintados lejos de las cuencas.

El mercado se sigue poniendo; era uno de los paseos favoritos de mi hijo antes de la pandemia. Iba conmigo, con mi madre o con mi tío. El espectáculo de colores, formas y pregones lo hipnotizaba. Ya lo reconocían y hasta tenía algunos amigos entre los vendedores. Al mercado no he vuelto desde que llegó el covid. He pasado muchas veces cerca y su ruido y sus olores encienden un lugar atávico de mi cerebro. La marchanta de mi abuela desapareció hace mucho tiempo.

La primera comida sólida que probé, a los seis meses, fue el helado de mamey de la heladería Roxy de la calle Mazatlán. Así como había dos Flores de Lis, había también dos Roxys, uno en Alfonso Reyes y otro en Mazatlán, y los dueños tampoco eran los mismos (una pelea familiar era de nuevo la explicación que solían darme). Los dos locales nos quedaban casi a la misma distancia, los helados sabían exactamente igual, pero el nuestro era el de Mazatlán, quizá porque conservaba mucho de su mobiliario antiguo, con los bancos giratorios verdes y las pinturas de helados creativos en las paredes.

En tiempo de calor yo me pedía un tres marías: tres bolas de helado con chocolate derretido, nuez y mermelada de piña. Mi abuela pedía una Coca Cola con una bola de limón. Los meseros eran amigos de mis abuelos y siempre platicaban con nosotros. Si se me caía una bola del barquillo, me regalaban otra. Todavía quedan un par de esos meseros de hace treinta años y cuando voy con mi hijo me saludan. Varios otros (me cuentan) se pelearon cerca del momento en que Roxy se volvió una cadena nacional y decidieron abrir su propio negocio en una calle cercana.

En el hotel Park Villa, a un par de cuadras de casa de mis abuelos, estaba el restaurante El Jardín del Corregidor. Sigue estando ahí. Conserva todavía su jardín, una cascada artificial y la escultura que imita una cabeza olmeca. Pero antes tenía guacamayas libres (tan libres como pueden serlo si tienen las alas cortadas), urracas, cacatúas y tucanes enjaulados, y dos leones, que se llamaban Shana y Sebo. A veces, desde casa de mis abuelos se alcanzaba a oír el rugido de los felinos, que, según se dice, trataban de comunicarse con los leones del Zoológico de Chapultepec.

El restaurante estaba lleno de políticos de Los Pinos, que muchas veces comían ahí con sus amantes para luego hacer uso del hotel. Como era caro, no íbamos muy seguido. Sólo a veces, porque a mí de niña me encantaban sus animales. Poco a poco me fueron dando más tristeza que entusiasmo. A mi abuela alguna vez la llevamos en su andadera, porque era de los pocos lugares a los que todavía podía llegar caminando. Cuando ella murió dejé de ir, porque me deprimía.

Hace poco, sin embargo, regresamos con mi hijo. Ya no están los animales, pero sigue estando el jardín, que en tiempos de pandemia es un tesoro. En él, por primera vez, mi hijo decidió cuidar de una niña de dos años y la llevaba de la mano y la alejaba de la fuente para que no se fuera a caer. El jardinero del lugar nos contó que a los leones se los llevaron a Toluca, donde ojalá sean felices, o tan felices como puede serlo un león que vive lejos de la Sabana.

Vivo en el mismo barrio en que vivían mis bisabuelos y luego mis abuelos y lo he visto transformarse y resistir en igual medida a lo largo de 34 años. La mayoría de las vecinas que eran amigas o parientes de mi abuela ya murieron. Cerró la tienda de abarrotes de la esquina y en su lugar se abrió un estudio de yoga. Murió la mujer de la otra esquina, que coleccionaba perros callejeros; abrió una biblioteca de arte y cerró la biblioteca de arte. Pero la transformación más radical que he visto fue cuando llegó la pandemia, cuando las calles estaban vacías y había tanto silencio que casi lograba oír los rugidos de los leones del Zoológico de Chapultepec (como mi abuela juraba que hacía de niña).

Leo esta lista de los lugares a los que iba con mis abuelos y pienso en los lugares a los que hemos ido en estos últimos años con mi hijo y su abuela. En cuanto abrió, volvimos a Chapultepec, a visitar el tótem y los patos del lago. Cuando abrieron, muchos meses después, volvimos a los Viveros de Coyoacán, al Parque Loreto y Peña Pobre, al jardín botánico de Chapultepec y, hace poco, al jardín botánico de la UNAM.

La pandemia nos hizo entender el valor verdadero, más allá de la distancia social, de los lugares abiertos, el olor del pasto y la sombra de los ahuehuetes. Con mis abuelos nunca íbamos a los parques. Ahora me parece indispensable que los vínculos entre generaciones pasen por ahí, por la construcción de lazos con los seres no humanos que nos rodean, con el mundo más allá del asfalto. Nunca como ahora fue tan necesario que esta ciudad y todas se abran al aire y a las plantas, para todas las generaciones y para las generaciones juntas.

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