Tiembla recopila 35 crónicas y ensayos sobre los terremotos de septiembre de 2017. Editada por Diego Fonseca y publicada por Editorial Almadía, Tiembla es un intento por convertir la lectura en una forma de ayuda. Todos los escritores participantes donaron su trabajo, así que 100 % de las regalías se destinará a la campaña Tejamos Oaxaca, para ayudar a reconstruir la vida cultural en comunidades de esa entidad.

En septiembre de 2016 mi vida estaba otra vez metida entre cajas.

De un costado al otro me escocía el navajazo de una separación amorosa inesperada y la renuncia a adoptar un niño. A mis articulaciones les pesaba la carga de esa nueva mudanza obligada. Pero el lugar estaba bien. La calle de Alfonso Reyes es uno de los pulmones de la colonia Condesa, así que por ella transita lo mejor y lo peor de su fauna.

Decir colonia Condesa en la Ciudad de México es atiborrar de disímbolos la tarjeta de presentación. Este barrio puede ser insoportable o encantador.

Yo lo encontré insoportable porque me refugié en un cinismo bien macerado durante cuarenta años. Una sabe cómo escapar de los otros y, sobre todo, aprender a escapar de sí misma.

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Editorial Almadía

De modo que desde el principio odié a mis vecinos. A los argentinos de al lado con su tonito imperativo y chillón, al solitario agrio de en frente, a la insufrible millenial de arriba, que pronuncia como tecnócrata la frase «al final del día» en cada conversación telefónica.

A lo largo de un año, mi diálogo con ellos se limitó al saludo en el elevador, ese santuario de la indiferencia. Por lo mismo –porque es gente Condesa–, cada vez que un comunicado en la recepción anunciaba una junta vecinal, yo huía. La última de mis motivaciones era sentarme a escuchar diatribas clasemedieras sobre conflictos de estilos de vida.

No soy como ellos, pensé tantas veces. No venimos del mismo lugar, yo nací en Nezahualcóyotl, por mi sangre corre la pobreza michoacana de mis padres y la violencia del Estado de México donde crecí. Un puñado de privilegiados no son mi carne ni mi sangre.

Con ese desprecio interior me atrincheré en mi departamento y en mi neurosis.

Poco a poco me acostumbré a los breves sonidos residenciales del día, a la estridencia de las noches. No dormía porque mi habitación balconea sobre la cortina de la taquería que cierra a las tres de la mañana y a unos metros de un escandaloso local de hamburguesas. Cada martes los del tianguis dan gritos de guerra como si ellos abrieran el alba. Los fines de semana no hay quien aguante esta colonia porque en cuanto se mete el sol por las calles circula más alcohol que gente.

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Tiembla, editorial Almadía

Mes y medio después, la madrugada de mi cumpleaños –en noviembre, junto con el ruido del trajín de las hamburguesas–, me despertó un impulso. A la nube gris de la angustia la había remplazado una nube blanca que enceguecía. Me llegó un mensaje que no podía dejar de repetirme a mí misma: mi padre va a morir y yo no lo conozco.

Y allí fui. Con tres hermanos y mi madre nos embarcamos a un viaje por las carreteras michoacanas hasta dar con mi padre. Era el 20 de diciembre de 2016. Por fortuna mi papá estaba con vida y bien plantado. Nos reconocimos. Memoricé su estatura, sus ojos, su energía marcial, su locura.

Volví a casa mejor conmigo. Pero seguí esquivando a los vecinos: sus minucias ridículas no derrumbarían la calma frágil que me había dado conocer a mi papá en Michoacán.

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Foto: Cuartoscuro

Septiembre de 2017. En el barrio los días seguían sonando a silencio doméstico. Las noches a parranda. Mi alma por fin encontraba sosiego pero todavía rumiaba los márgenes de la convivencia, siempre detrás de la línea.

El siete, a las 23:49, sonó la alerta sísmiica. Llamé a mi perro, le puse la correa y bajamos las escaleras justo cuando el edificio empezaba a sacudirse. Mis vecinos ya estaban en la calle. Esperamos a que pasara con las caras hacia el cielo. Todavía sumidos en la indiferencia, regresamos a nuestros departamentos. En ese instante pensé que a nuestra normalidad no podría conmoverla ni la Tierra abriéndose para atragantarse con todos nosotros.

Juchitán se había desplomado, supimos. Oaxaca estaba mal; Chiapas, también. Había víctimas y los chilangos de las redes sociales hicimos lo de siempre: buscar centros de acopio, cuentas de donación y reírnos con los memes que repartían bolillos para el susto y asociaban el eclipse solar de agosto con el sismo mientras consultaban a Chabelo –el oráculo de todos los tiempos– sobre el fin del mundo. Nos divertimos, porque para eso somos mexicanos, para reírnos de la muerte en su cara mientras, la muy cabrona, igual nos manda a la chingada. Nos desahogamos en la red, cada quien en su departamento y frente a su computadora, evocando el estribillo del Chico Che: dónde te agarró el temblor, preguntamos.

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Foto: Cuartoscuro

Y entonces, septiembre, 19.

«¿Dónde te agarró el temblor?»

No he dejado de pensar en esa frase de canción tropical. La repetimos a menudo y a todo el que se nos cruce. Es un código de identificación inmediata: todos hemos pasado por esto. El temblor fue nuestra guerra. Nuestra gran derrota. Nuestro gran derrumbe: el navajazo donde todos vivimos. Y no he dejado de pensar en esa frase porque, tiempo después del sismo, comprendí que la pregunta tiene todo el sentido: es necesaria para desahogarnos.

«¿Dónde te agarró el temblor?» ha ido tejiendo la narración colectiva en la que nos contamos unos a otros en qué lugar de la ciudad estábamos con el cuerpo, pero también en qué lugar nos encontró el alma. El lugar físico importa tanto como las coordenadas emocionales que cada uno habitábamos cuando esto, el temblor, vino a zarandearnos la vida.

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Tiembla, editorial Almadía

La mañana de ese martes, mientras molía el café, se me ocurrió que tenía gracia que un día 19 estuviera experimentando el sismo de 1985 y que justamente otro 19 de septiembre, pero de 1998, hubiera sobrevivido al trolebús que me atropelló. Pero perdía gracia no tener a quién contárselo. Ni en el edificio ni en la vida. La soledad podrá tener pinta de sofisticación posmoderna, pero las más de las veces es un disco rayado que agota.

Las 13:14 me encontraron trabajando en casa, sola. Mi mesa de madera, más pesada que diez lápidas, saltó de golpe. Se rompió el silencio doméstico. Las losetas del pasillo se levantaban mientras se amplificaba un sonido aterrador que me hacía sentir una muñeca diminuta en una caja de juguetes sacudida por un gigante. Todo se estrellaba contra todo, todo sonaba.

Con el corazón en un incendio bajé las escaleras; el perro no estaba conmigo. Las alarmas de los autos se dispararon, tronaron los cables de luz, nos inundó el hedor a gas, del edificio de en frente cayeron pedazos de mosaico.

Y se detuvo. La gente lloraba, algunos corrían por el camellón. La calle se llenó de ese olor a polvo industrial que conocí cuando el otro 19 de septiembre.

Caos. Taquicardia. En eso me encontré a una vecina con la que durante todo un año sólo crucé los buenos días. Nos miramos; por primera vez vi que tiene los ojos rasgados e inquietos, un punto orientales. «¿Estás bien?», «Sí, ¿tú?». El vigilante del condominio dijo que había una fuga en nuestro edificio. La vecina y yo subimos a la terraza y cerramos la llave de paso del gas. Desde ahí vimos elevarse estelas que parecían humo, pero era el polvillo de casas y edificios colapsados que aplastaban todo lo que tuvieran dentro, la carne y la materia. Instintivamente, nos dimos la mano.

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Foto: Cuartoscuro

¿Será que si sientes que el mundo se desarticula el cerebro activa una necesidad de contacto, un impulso para buscar espejo en el otro? El toque de aquella mano tibia y sudorosa en mi palma helada no fue reconfortante pero sí certero, contundente. Anticipamos que otros en la ciudad habrían muerto pero mi vecina y yo estábamos ahí, juntas, y vivas. Bajamos las escaleras desde la terraza sin soltarnos, como dos niñas pequeñas tan desprotegidas como temerarias.

Desde el 19 de septiembre, el puño en alto también significa vida

En algún momento, respiré. Tomé mucho aire, y respiré.

Los ruidos dejaron de ocupar toda mi cabeza y pude pensar. Podían haber pasado cuatro horas o veinte minutos. El tiempo era un asalto interior.

Ahí estaban los vendedores del tianguis. Uno de ellos prendió su radio de pilas y subió el volumen al cielo para que escucháramos los reportes. Apareció mi amigo Enrique, nos abrazamos. Iba a buscar a su hijo. Yo quería ir a casa de mi hermano en la colonia Roma. Tenía sed. Me acerqué a un vendedor del tianguis, me dio un jugo y fruta, quise pagar pero no aceptó el dinero.

Eché a caminar por la Avenida Mazatlán y llegué a Chapultepec. Encontré a mi sobrino: mi papá, dijo, está ayudando con los escombros del laboratorio de Puebla y Salamanca. Corrimos a buscar a mi hermano. Éramos muchos y de pronto me di cuenta de que en todas partes se repetía una escena: los mexicanos, adheridos por una membrana húmeda, sanguinolenta y pegajosa que se llama instinto de sobrevivencia, estaban metiendo sus manos entre los escombros, acarreando agua, improvisando camillas.

Regresé a mi edificio, ya lo habían revisado, pero esa noche nadie durmió. Al día siguiente tenía un vuelo a Huatulco para ver a mi sobrina y luego daría un taller de escritura en Oaxaca. Subí al avión con el vientre encogido y cuervos picoteando la garganta. En Huatulco me tocó otro sismo. En Oaxaca, uno más.

La mañana del sábado 23 de septiembre sonó la alerta sísmica, bajé corriendo de la habitación del hotel de Oaxaca. Sólo dos señoras mayores y yo salimos a la calle. El terror en la cara nos delataba como recién viajadas de la Ciudad de México. ¿Los oaxaqueños no salen cuando tiembla?, pregunté a la recepcionista del hotel. No mucho, me dijo, aquí las casas son de un piso o dos.

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Ahora entiendo por qué la pulsión vital de nuestra especie es tan poderosa. Estamos hechos para olvidar el miedo. Las nuevas generaciones no vivirían tranquilas si el recuerdo del pánico se transmitiera en los genes.

Regresé a la Ciudad de México la noche del domingo 24 y me encontré con episodios inauditos. Mis vecinos encabezados por la millenial y su compañero habían organizado un inmenso centro de acopio en el estacionamiento del edificio.

Pregunté cómo podía ayudar. Resulté oportuna, pues pronto sería lunes y ellos debían volver a sus oficinas. Los relevé en la atención del changarro y en los siguientes cinco días, junto con un agotamiento que fue desmoronándome, se me derrumbó también todo resquicio de indiferencia hacia mis vecinos. Su energía alimentaba, el compromiso para el trabajo colectivo contagiaba. Parecía posible conseguir cualquier cosa. Dormíamos poco. Convivíamos en jornadas extenuantes hasta la madrugada. Comíamos juntos cuando podíamos. Nadie ponía reparo en perder diez minutos en una ducha. Empacamos miles de cajas, reunimos más de cuarenta toneladas de acopio y llenamos tráileres de carga que salieron presurosos a Morelos, a Puebla, a Chiapas, a la Oaxaca de casas bajas.

De un cuerpo al otro, trasladamos en cartones arroz, zapatos, medicamentos, dulces, pañales, cobijas, sudores y palabras.

Ya nadie era desconocido.

El dueño del local de hamburguesas nos sirvió varias cenas, los del estacionamiento de la taquería cargaban nuestros camiones, los vendedores ambulantes nos animaban con conversación liviana. Un día llegó Diego, el niño oaxaqueño que vende mazapanes en la esquina de Nuevo León. Jamás había hablado con él; jamás –antes– le había prestado atención: como muchos, para mí –para miles–, Diego era un vendedor de chucherías que formaba parte del mobiliario urbano, tan indistinguible del entorno como un árbol o un poste de luz. Diego no quiso cenar nunca, mantenía su distancia. Sólo aceptaba llevar fruta para sus hermanas pequeñas. Tiene diez años, pero una cicatriz por una cirugía de corrección de labio leporino le arma un rostro de hombre prematuro. Con esa seriedad dibujada en la cara se excusaba sin dudar. Ya había comido, decía; debía correr para pescar el último metro de Chilpancingo a Pantitlán, decía.

Diez días después del sismo, el 29 de septiembre, entre las seis de la tarde y las cuatro de la mañana, llenamos el último camión que se fue a Oaxaca.

Ya la ciudad había empezado a tomar algún ritmo, a desordenarse otra vez de manera cotidiana. Pero allí en el estacionamiento de nuestro edificio de la calle de Alfonso Reyes insistíamos en que había que dejar todo limpio. Todos sabíamos que, en realidad, nadie quería irse.

Que costaba renunciar, que echarnos a la espalda un problema de todos y hacerlo propio nos había dado un pequeño propósito, nos había llenado un poco las soledades. Nadie quería hacerse a la idea de que ya no tendríamos ese refugio para estar todos con todos.

En esos días me hice amiga de Sergio y de Charly, la pareja gay que me habló del duro proceso para subrogar un vientre y criar a su hija Alondra que recién cumplía un año. Supe que Jahir, el flaquito de la clínica de faciales, tenía familia que había pasado los mil demonios en Morelos y que Mario –el del 401– se rehabilitaba de una cirugía en la rodilla. Aprendí a respetar a Óscar, el guardia de la recepción; hasta procuraba conseguirle un cigarro cuando lo veía a punto de colapsar de cansancio.

Me aprendí nombres y rostros, historias, amores, desengaños: comí y bebí sus vidas.

Una noche, Ana –así se llama la millenial de al final del día– me contó que su madre había muerto tres meses antes del sismo. Yo le conté que mi padre murió apenas dos meses y medio después de que fui a conocerlo a Michoacán. También Sonia, que vive en un departamento frente al mío, me contó al borde de las lágrimas que en ese septiembre se cumplía un año de la muerte de su hermano en un asalto. Ni Ana ni Sonia ni yo habríamos hablado de nuestros muertos si no fuese porque una muerte más voraz nos lanzó a todas con todas.

Esa última jornada nos abrazamos, cantamos, aplaudimos, reptamos a nuestras camas molidas de cansancio. Antes de dormir reparé en que justamente un año atrás me había pasado diez horas cargando cajas, pero esta vez por motivos muy diferentes a los del día que llegué a este lugar.

La otra noche me encontré a Diego vendiendo sus mazapanes. Corrió a saludarme con la alegría de sus diez años, ya sin hacerse el duro. Me abrazó. Dijo: «Los extraño».

Yo también nos extraño.

Todos intercambiamos teléfonos. Prometimos hablarnos. Nos saludamos en el elevador, ya con algo más de ánimo y calidez. ¿Con el tiempo abrazaremos otra vez la distancia con la que nos protegíamos de la cercanía? ¿Seremos estos o aquellos?

Somos otros, supongo. Cuando nos vemos hay una grieta interior que se ilumina y en la que, de momento, parece que el cinismo dejó filtrar algo distinto. No sé qué, pero mientras fuera el éxodo narra otra parte de la historia del barrio con incontables letreros de venta y renta, esa sensación informe me hace sentir orgullosa de seguir aquí, en la calle de Alfonso Reyes, número doscientos treinta y cinco, donde me agarró el temblor.