¿Qué pasaba realmente en el edificio de Chimalpopoca y Bolívar?

Los rumores de explotación laboral en ese edificio cobraron fuerza en cuanto colapsó

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Foto: Archivo Cuartoscuro

Después de su colapso, durante semanas no se supo nada de lo que ocurría en el edificio de Chimalpopoca y Bolívar. Los rumores sobre explotación laboral se esparcieron pronto, pero no era el único caso: el 19S reveló lo que miles de trabajadoras y trabajadores enfrentan a diario en nuestra ciudad.

El miércoles 20 de septiembre —apenas un día después del sismo—, entre la montaña de escombros que quedó del edificio ubicado en Chimalpopoca y Bolívar, colonia Obrera, un cuerpo fue recuperado en extrañas circunstancias. Un reportero de TV Azteca lo dijo frente a la cámara: «un grupo privado de rescatistas» había entrado a las ruinas y se lo había llevado.

El cuerpo en cuestión pertenecía a un hombre, lo que alguna vez fue un hombre, de 76 años. De origen argentino, judío observante. No era casualidad que fuera uno de los primeros en ser rescatados: para la comunidad judía, al menos para la más religiosa, el cuerpo es mucho más que cartílagos y huesos. El recipiente material del alma, el lugar habitado alguna vez por la chispa de lo divino: eso es la carne.

Por ello, después del deceso, todo cuerpo debe ser acompañado, lavado y purificado por una hermandad santa —una Jevrá Kadishá—. Tanto las cremaciones como las autopsias están prohibidas y el entierro debe realizarse en las primeras 24 horas posteriores a la muerte. ¿Qué pasa entonces cuando el cuerpo está debajo de piedras rotas, de cascajo y polvo? «En la medida de lo posible —explica Irving Gatell, teólogo y especialista en la cultura hebrea—, la recuperación del cuerpo tiene que ser hecha por judíos religiosos para hacerlo conforme a todas las normas tradicionales».

Las leyes judías en esta materia son estrictas, pero la noche del miércoles 20 de septiembre iniciaban las fiestas del Rosh Hashaná, el año nuevo judío. Cualquier actividad, incluidos los entierros o la preparación y limpieza de un cuerpo, quedaría prohibida durante las siguientes cuatro noches y tres días. Había que darse prisa.

Jaime Askenazi fue extraído del derrumbe por la representación mexicana de la Unidad ZAKA de Rescate Internacional de Israel, liderada por el brigadista Marcos Caín. «El deceso fue confirmado al Consulado General argentino en la capital mexicana por la Cancillería —publicaría el diario argentino El Clarín—, a partir de la verificación de identidad que efectuara el Instituto de Ciencias Forenses de la Ciudad de México el 20 de septiembre».

En el primer piso

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Ilustración: Alejandro Canela

El martes 19 de septiembre, a las 11:00, la Ciudad de México realizaría un simulacro para conmemorar el terremoto de 1985. A esa hora, los altavoces de la capital emitirían el sonido de la alerta sísmica. Todos los inmuebles debían ser evacuados según el protocolo de seguridad. Pero en el edificio de Chimalpopoca y Bolívar, el ejercicio no se realizó.

«No sé si en los demás pisos salieron, pero nosotros no», dice Fernando Chávez, empleado de la compañía Línea Moda Joven, donde se diseñaba ropa para Foley’s, Shasa y New Fashion. Días después, durante las actividades de rescate, los brigadistas encontrarían muchos papeles con diseños de diversas prendas. Chávez, de 23 años, se desempeñaba como cobrador y vendedor.

De acuerdo con un informe de la Secretaría del Trabajo y Fomento al Empleo, presentado dos semanas después del sismo, en esta empresa trabajaban 33 personas; el 19S, sólo 22 estaban en el edificio. Ninguno ganaba más de mil 600 pesos semanales.

Dos horas y 14 minutos después del simulacro todos interrumpieron la jornada laboral. Un sismo de 7.1 grados hizo crujir la tierra. «Mi jefe gritó: “¡Vámonos! Édgar y Goyo, ¡vámonos!”, cuenta Chávez. «Salimos corriendo pero nos atoramos».

El personal de las cinco empresas que operaban en el edificio se encontró en el primer piso. Todos querían ir a la planta baja donde, además de la salida, se encontraba un estacionamiento con capacidad para cinco vehículos, una bodega para telas y una tienda de ropa. Querían salir, a como diera lugar. Salvarse.

«Nos empezamos a empujar», admite el vendedor. «Una chica del cuarto piso se cayó. Yo me salí corriendo, ella también alcanzó a salir». Muchos no lo lograron. Seis segundos después, calcula Chávez, la torre se desvaneció y una nube de polvo blanco cubrió la calle entera. Del inmueble donde laboraban alrededor de 70 personas —49 estaban dentro ese día— quedó sólo una montaña de cemento hecho trizas, desgajado.

Los rescates

Conjuntivitis, calambres, esguinces. Han pasado 48 horas desde que el edificio de Chimalpopoca y Bolívar se vino abajo. Jorge David López llega por casualidad. Viene con su prima, Andrea Angulo, traductora de chino, a quien convocaron para que descifrara lo que gritan aquellos hombres desconsolados al pie de los escombros. Jorge viste una bata blanca, es médico en la Cruz Roja de Valle de Bravo, así que resulta inevitable integrar su figura a la escena.

Hay una coreografía de personas en movimiento constante, cubetas de rocas que pasan de mano en mano, decenas de puños que se levantan uno tras otro, exigiendo silencio; después, otra vez gritos, murmullos de radios localizadores, mazos y martillos que allá, sobre la montaña de escombro, golpean metal, golpean piedra, golpean y, sin quererlo, marcan un ritmo. Han sido dos días de trance. La adrenalina ha transformado el cuerpo de los rescatistas, su respiración es profunda y ensancha sus músculos, sus pupilas se dilatan al máximo.

El tiempo ya hace estragos. Los deshidratados se cuentan por decenas y hacen falta médicos, incluso psicólogos que atiendan no sólo a los familiares de las víctimas, sino a los propios brigadistas. En algún punto de Bolívar se instalan mesas de masajes para deshacer los nudos en los músculos. Pero el conflicto escala: el polvo, el óxido, los trozos de losa afilada hacen que los voluntarios sean propensos al tétanos, así que los médicos buscan vacunarlos, pero ellos no quieren detenerse. Su prioridad es escarbar, rascar entre las piedras. Quién necesita vacunarse, dicen, cuando hay gente allá abajo, todavía atrapada.

Mientras Jorge remueve escombros y carga piedras, se entera de que los binomios caninos han detectado a tres personas entre las ruinas. Aún no se sabe si vivas o muertas. La maquinaria pesada accede a la zona para remover una losa gigante y de ese modo llegar a ellos. Por medio de un radiolocalizador, Jorge y otro grupo de paramédicos reciben una indicación urgente: «Va en camino un 5 con TCE». Un herido con traumatismo craneoencefálico grave. Se prepara la camilla, los médicos esperan, pasan los minutos, las horas. Los cuerpos son extraídos, finalmente, sin vida.

Cuerpos de trabajo

Una grieta enorme recorre la construcción. No hay más de 300 metros de distancia entre el edificio de Chimalpopoca y el Tribunal Superior de Justicia de la calle Isabel La Católica. «Mire, está por caerse —dice con preocupación una mujer que viste uniforme de limpieza—. Si usted lo mira de este lado, el edificio está partido a la mitad».

La mujer pide no publicar su nombre porque tiene miedo. Ayer, 19 de septiembre por la noche, a ella y a una decena de empleadas de la empresa de limpieza Micmar les llegó una notificación de la Unidad de Intendencia del Tribunal: tenían que presentarse a trabajar el miércoles. Y, como están subcontratadas, no hubo sindicato que pudiera defenderlas cuando la empresa amenazó con descontarles la quincena si no ingresaban al edificio. Apenas una cuadra más adelante, casi en la esquina de Isabel La Católica con Lucas Alamán, la Agencia Proceso señaló que una decena de empleadas de la diseñadora Sarah Bustani continuaba trabajando dentro de un edificio clausurado por Protección Civil, debido a las condiciones inseguras del mismo.

También ocurrió esto en Telvista, un call center ubicado igualmente en Bolívar. Horas después del sismo, uno de los supervisores envió un audio a los empleados pidiéndoles puntualidad el miércoles. Arguyó que las revisiones pertinentes se habían realizado, pero los trabajadores pudieron ver el dictamen de Protección Civil hasta el viernes.

De pronto, los centros de trabajo se convirtieron en trampas mortales. La Red en Solidaridad con los Trabajadorxs en Riesgo, formada en los días posteriores al sismo por estudiantes de la Universidad Autónoma Metropolitana, registró más de 1,200 casos en la ciudad donde los empleados fueron obligados a asistir a edificios, sin la certeza de que éstos no colapsarían encima de ellos. Tan sólo en las inmediaciones de las colonias Obrera, Tránsito y Doctores —alrededor del edificio de Chimalpopoca y Bolívar— se contaron más de 50 casos.

De las 228 personas que fallecieron a consecuencia del sismo, 122 eran mujeres, 78 hombres, 16 niñas y 12 niños. Según explica en un estudio la revista Nexos, esta diferencia se debe a que, estadísticamente, existen más mujeres que hombres en la ciudad. Además, a la hora en que sucedió el sismo, una buena parte de la población femenina se encontraba en el hogar: la mitad de las víctimas fallecieron en espacios habitacionales. Sumado a este contexto, los centros de trabajo también resultaron relevantes y el caso de Bolívar y Chimalpopoca es ejemplar: los únicos hombres que ahí fallecieron fueron los empleadores. La gran mayoría de la nómina era del sexo femenino, muchas de ellas sin derechos laborales mínimos.

En el segundo piso

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Ilustración: Alejandro Canela

«Fue el portero quien abrió la puerta para que todos salieran. Si él no lo hubiera hecho, nadie hubiera salido», asegura Iván Vázquez, amigo de Amy Huang, quien trabajaba en el segundo piso del edificio de Chimalpopoca y Bolívar. A Iván lo llamaron por teléfono el miércoles temprano. Su nombre y su número telefónico estaban escritos en una libreta que rescataron de entre los escombros. Los brigadistas pensaron que él podría aportar algo de información sobre las personas que habían quedado bajo tierra.

Pero Iván sabía poco, él no trabajaba ahí. Salvo que Amy Huang Hsien Yu, de 23 años, era la propietaria de la empresa ABC Toys Company S.A. de C.V., junto con su familia. La compañía se dedicaba a importar productos de China, como carros de juguete, pistolas de agua o paraguas. Amy era de origen taiwanés y estaba naturalizada mexicana desde hacía varios años. Estudió en la Escuela Bancaria y Comercial. Fue allí donde Iván la conoció.

Altura, peso, complexión. Lunares y cicatrices. El anillo o el collar que nunca se quitaba. El color de sus ojos o la mancha con forma de estrella o de L en su espalda. Rasgos de identidad, cualquier detalle que sirviera para devolverle el nombre a un cuerpo. Hasta el jueves 22 de septiembre, el Instituto Nacional de Ciencias Forenses reportaba tres cuerpos sin identificar, posiblemente de origen asiático, mujeres.

Helen Pei Ju Chin —su cuerpo, lo que alguna vez fue su cuerpo— fue trasladada a Funerales Ermita. Su hijo Jack Huang, amigos y familiares esperaron su arribo en lo que más bien parecía una casa adaptada para el negocio de la velación, abarrotado de sillas vacías. Un silencio extraño colmaba la noche. Amy Huang, hija de Helen,
seguía desaparecida. Aquella noche, y todas las sucesivas, pocos quisieron hablar de los difuntos.

«Compréndanos, en nuestra cultura no hablamos demasiado de nuestros seres queridos cuando mueren», se disculpó uno de los familiares, días después, cuando Chilango lo contactó para buscar explicaciones sobre
lo que ocurría al interior de Chimalpopoca y Bolívar.

Sobre la logística y distribución de los productos de ABC Toys poco se sabe. Según la Secretaría del Trabajo, 26 personas trabajaban ahí. Además de Amy y Helen, murieron otras tres mujeres de este piso: Wang Chia Yu —35 años, taiwanesa, sin seguro social—, Lai Ying Chin —25 años, taiwanesa, indocumentada, sin seguro social— y Silvia Migueles Quintanar —61 años, mexicana—. Dos monjes budistas volaron desde Los Ángeles para una ceremonia funeraria tradicional que se realizó hasta el lunes, cuando los taiwaneses creen que el alma de los difuntos pasa a mejor vida. Los cuerpos fueron cremados.

Cuerpos mercantiles

La producción tenía que continuar, pese al polvo y el miedo enquistado en los huesos. No importaban las manos aún temblando, los ataques de pánico, las grietas en las paredes o los plafones caídos. Como soldados enviados a tierra de nadie, muchos entendieron que, para esta ciudad, sólo importaban en su dimensión productiva y mercantil.

Despidos injustificados, miedo a trabajar en lugares que presentan daños estructurales y descuentos salariales por los días de ausencia tras el temblor fueron las inquietudes más comunes registradas ante la Procuraduría Federal de la Defensa del Trabajo (Profedet). Entre el 21 y el 29 de septiembre esta dependencia proporcionó 1,348 servicios gratuitos de orientación y asesoría sobre derechos laborales.

Estas cifras, no obstante, son sólo un atisbo de una situación aún más difusa y grave. Los salarios mínimos, por mencionar un ejemplo, fueron implementados en los años 70 para contener la inflación. De acuerdo con el Informe Oxfam Desigualdad Extrema en México, publicado en 2015, éstos ya no tienen razón de ser: el salario mínimo mexicano es un caso único en toda América Latina, porque no logra garantizar los elementos básicos para una vida digna.

A esto se suman reformas laborales, como la aprobada en 2012, cuando se legalizó el outsourcing, o régimen de subcontratación, una situación laboral en la que actualmente laboran casi 5 millones de mexicanos. En su análisis de 2016 sobre los cambios introducidos por dicha reforma, el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública señala que 46.4% de los trabajadores subcontratados no tiene acceso a ninguno de los servicios de seguridad social.

El 14.5% de estos empleados no cuenta siquiera con un contrato. No extraña que fueran trabajadoras de limpieza, trabajadores de call centers o costureras a quienes obligaran a laborar dentro de edificios en riesgo, incluso por parte de oficinas gubernamentales.

En el tercer y cuarto piso

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Ilustración: Alejandro Canela

El martes 19 de septiembre, Fernando Chávez inició su jornada laboral a las 9:00 en la empresa textil New Fashion, que operaba desde 2012 en el cuarto piso de Chimalpopoca y Bolívar. Ese día, la encomienda que le dio su jefe —Jaime Asquenazi, también dueño de Línea Moda Joven, en el primer piso— fue almacenar telas en cajas que serían distribuidas por la tarde. Sin embargo, no logró cumplir la tarea asignada.

Durante los días posteriores al derrumbe se esparcieron varios rumores. Se dijo que este edificio albergaba una enorme fábrica textil y que cientos de costureras trabajaban dentro en condiciones ínfimas. Lo cierto es que aquí difícilmente se manufacturaban prendas a gran escala. Salvo un par de máquinas de coser, jamás se encontró maquinaria entre los escombros. Fernando Chávez ganaba alrededor de 900 pesos semanales, lo mismo que sus tres compañeros. Ninguno estaba afiliado al Seguro Social.

Los rumores siguieron, pese a todo. La empresa que tenía más empleados en el inmueble de Chimalpopoca y Bolívar era SEO Young International, con alrededor de 20, según un colaborador de la firma que se negó a
compartir su nombre, hasta que se resuelva si la empresa seguirá operando. Su principal actividad era producir bisutería para vestidos que eran comercializados en tiendas independientes. Aquí murieron seis personas: Ana Ramos Gutiérrez, Sonia Rico, María Teresa Lira, Maricruz Rosas, Elena Sánchez y Kyong Jea Lee, el ejecutivo de la empresa, coreano.

En el cuarto piso también tenía su sede la empresa Dashcam System, dedicada a vender e instalar cámaras de seguridad en vehículos. Propiedad de José Lin Chia Ching, también de origen taiwanés y naturalizado paraguayo, Dashcam ofrecía total discreción: los conductores no se enterarían jamás de que eran monitoreados. Un servicio de interés principalmente para compañías dedicadas al transporte de mercancías.

El 20 de septiembre por la noche, un grupo de paraguayos de origen taiwanés llegó al Instituto Nacional de Ciencias Forenses. Según reportó el diario La Jornada, unas horas antes uno de ellos recibió una llamada desde el número celular de su hermano, quien trabajaba en el cuarto piso de Chimalpopoca y Bolívar. Uno de los brigadistas había recuperado la tarjeta SIM del celular destruido dentro de las ropas de un hombre.

«¿Pueden venir a ver si se trata de su hermano?», le preguntaron a Moisés Lin, quien hacía apenas unas horas había aterrizado en México, alarmado por la noticia de la desaparición de su hermano durante el sismo.

Cuerpo arquitectónico

Un edificio es también un cuerpo. Así como nuestro esqueleto sostiene y protege nuestros órganos internos, la estructura de toda construcción debe cumplir ese papel: mantener en pie sus muros y a salvo a sus ocupantes, pero ningún cuerpo soporta tanto.

El edificio de Chimalpopoca y Bolívar había sido evaluado en 2004 por el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred). Ese año, la Subdirección de Estructuras, como parte de una serie de actividades de apoyo al Sistema Nacional de Protección Civil, visitó varias «zonas de riesgo para evaluar las causas y factores que contribuyen a desencadenar desastres». Entre esas zonas se contaba el edificio de Bolívar 168, en la colonia Obrera, entonces ocupado por la Procuraduría Agraria.

Óscar López Bátiz, uno de los encargados de dicha revisión, contó a Chilango que el Cenapred suele hacer evaluaciones técnicas sobre la vulnerabilidad de ciertos edificios que, aunque no pertenecen al gobierno, son rentados por el mismo. De acuerdo con el informe sobre las condiciones de seguridad estructural del inmueble que entonces ocupaba la Procuraduría Agraria, el edificio está ubicado en una zona sísmica III, de suelo blando y lago, por lo que las ondas sísmicas se amplifican y la duración del sismo se prolonga.

Esto importa porque, desde hace 13 años, el edificio ya presentaba daños y deficiencias de diseño, según consta en dicho informe: «De las trabes que se pudieron inspeccionar en el cuarto entrepiso, entre 30 % y 40 % de ellas
presenta agrietamiento por tensión diagonal en la vecindad de la unión viga-columna. En la mayoría de los casos, el ancho de las grietas es del orden de 0.2 mm, valor que no se considera representativo de reducción en la resistencia del elemento ante cortante, pero la presencia de este tipo de grietas —aunado a la ausencia de grietas por flexión (verticales, perpendiculares al eje longitudinal del elemento, y generalmente localizadas en la sección de unión trabe-columna)— es un indicador de una probable deficiencia en el diseño y dimensión de estos elementos».

Por si fuera poco, en el techo del edificio fue instalada una estructura de antenas telefónicas que representó un peso adicional de alrededor de 40 toneladas. A la fecha, nadie sabe quién fue el responsable de colocar estas estructuras. De acuerdo con Rodrigo Sánchez Loyo, especialista en sistemas de telecomunicaciones, estos equipos se utilizan para telefonía celular o geolocalización y pesan entre seis y ocho toneladas: «Estamos hablando de rentas de entre $25 mil y $30 mil y son contratos por dos o cuatro años mínimo». Dinero que recibía el dueño del inmueble.

A este tonelaje hay que agregar el peso de las losas. El edificio de Chimalpopoca y Bolívar tenía una dimensión de más de 600 metros cuadrados. Según arquitectos consultados por Chilango, si se dejó un área libre del 20%, el peso sería de mil 226 toneladas por losa. A ello deben sumarse muros, columnas, gente y, claro, las antenas de 42 toneladas.

Réplicas

Karen Aguilar es talla 7/9 de cintura. Chica o extrachica para blusas. Es por esto, por las medidas de su cuerpo, que trabaja desde hace seis meses como modelo-maniquí en otro taller de ropa ubicado a tres cuadras de la esquina de Chimalpopoca y Bolívar. El taller es también de propietarios judíos.

Lo primero que hace al llegar es cambiarse los zapatos por unos tacones altos. Después se prueba faldas, pantalones, vestidos… hasta 70 prendas, una tras otra, durante tres horas, sin descanso. Gana 400 pesos por sesión. La rutina es siempre la misma: los dueños y la patronista evalúan los cortes y hacen modificaciones en el largo y ancho de las prendas que después venderán a diferentes marcas.

«Es que ella es caderona», «tiene poca espalda», «sus brazos son muy flacos», son la clase de comentarios que Karen escucha mientras mira a la patronista, también de 29 años, anotar medidas y pincharse los dedos con agujas y alfileres.

El día del sismo, recuerda Karen, ese taller tampoco participó en el simulacro. Durante el temblor los dejaron salir, pero sólo varios segundos después de iniciado: «Sí está fuerte, ¡vámonos!», dijo el dueño. Unos pasos más adelante del taller, hoy todavía esperan cubetas con cascajo. Pero, además, se pueden ver flores, ropa de mujer, peluches y una corona fúnebre tapizada de margaritas y rosas blancas.

«Sólo quedan restos», dice Fernando Chávez, vendedor y cobrador de la compañía de ropa Línea Moda Joven. El sismo de 7.1 grados del 19 de septiembre no sólo terminó con su lugar de trabajo, también resquebrajó sus ánimos. «Al lunes siguiente del temblor no sabía ni qué iba a hacer —dice—. Fui al lugar a ver qué nos resolvían, si seguían las operaciones de la empresa o no».

Después de un sismo como este, no sólo se fractura la rutina, algo en el interior de Fernando quedó allá adentro, sepultado bajo los escombros. El estrés postraumático, la culpa del sobreviviente, saber que detrás de él quedaron sus compañeros, que se salvó por azar, son pensamientos que no lo dejan dormir. La imagen de su jefe, Jaime
Asquenazi, abriendo la puerta para saludarlo no se borra de su cabeza. «No sé ni qué hacer. Saber que todas esas personas, con quienes tenía cierta amistad, quedaron allí, atrás de mí, es un dolor terrible», dice.

No es el único que sufre las réplicas. Una y otra vez, Roberto le pidió a su madre que ya no trabajara. «Le decía que no me gustaba que anduviera metida en ese lugar», dice. Ella también era empleada de Línea Moda Joven, desde hace seis meses. Su cuerpo fue uno de los últimos en ser rescatado de entre los escombros. Tenía 56 años. Roberto sabía poco de la actividad que su madre desarrollaba en la empresa. A veces le contaba que revisaba facturas, otras que colocaba etiquetas en las prendas.

Cualquiera que fuera la tarea del día le dejaba el cuerpo agotado, sobre todo los dedos. En total se contaron 15 cuerpos entre los escombros —el gobierno de la Ciudad de México había informado en un principio de 21—. Dos personas fueron rescatadas con vida: el velador y su esposa que, al momento del temblor, se encontraban en la azotea.

En algún momento del jueves posterior al sismo, una brigada feminista llegó al lugar. Y, aunque la presencia de un movimiento militante no fue bien recibida por varios, entre las muchas consignas que expresó la brigada esos días —en megáfonos o en pancartas—, una resulta pertinente: «Nuestros cuerpos no son desecho». La consigna
respondía a la posibilidad de que, en pocas horas, entrara maquinaria pesada a remover el restante de los escombros. Sin una lista de trabajadores, sin el plano arquitectónico del inmueble, no existía certeza de que ya no hubiera más personas, más mujeres, más cuerpos entre las ruinas.

Con información de Jesús Pacheco, Ami Chez, Caterina Morbiato y Carlos Acuña