Desde hace ocho años, Gabriela Hernández no sabe qué es la soledad. Vivió el fallecimiento de su esposo y una enfermedad, pero nunca se quedó sola. Han estado a su alrededor cientos, quizá miles de personas que se han quedado a vivir temporalmente en el albergue que coordina: Casa Tochan, abierto en la Ciudad de México para alojar a migrantes, solicitantes de refugio y víctimas de violencia en sus países de origen.

Ella se asume como soñadora y rebelde, y sus argumentos son sólidos. Desde adolescente se interesó por el activismo social: agarró las maletas y se fue como voluntaria a la guerra civil de El Salvador en 1980, hizo labor al lado de los Zapatistas en Chiapas y dio acompañamiento a las víctimas de San Salvador Atenco en 2006; en ese proceso algo la impactó: los pies destrozados de los migrantes que se quedaban a descansar en el albergue de Lechería en Tultitlán, Estado de México.

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Las ampollas y el cansancio de quienes llevaban semanas huyendo a pie de la violencia en Centroamérica y las historias de secuestros en territorio mexicano la llevaron a ser parte de un proyecto que reunió a una decena de organizaciones sociales, como Sin Fronteras y el Comité Monseñor Romero (al que ella pertenecía), que consistía en un albergue en el que los migrantes pudieran recobrar fuerzas para seguir su camino hacia la frontera con Estados Unidos o esperar a que las autoridades mexicanas resolvieran sus solicitudes de refugio.

En el primer año de Casa Tochan hubo dos dirigentes; Gabriela fue la tercera y se ha mantenido al frente desde 2011. El secreto es que ha aprendido a formar equipos y a crear grupos de voluntarios, que son el respaldo de ese hogar ubicado en la zona de Observatorio, buscando que la Ciudad de México sea un lugar más amable para los migrantes y puedan sentirse más seguros.

Tochan es una casa de difícil acceso, llena de escaleras y construida de forma tan angosta y alargada que la gente sólo puede avanzar caminando una atrás de otra. Aun así, cada tanto se convierte en el único techo que tienen entre 30 y 40 migrantes y solicitantes de refugio. Sus paredes azules están repletas de murales que reflejan la unión entre naciones. Hay banderas, flores que crecen, frases de lucha y brazos que se toman de las manos.

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También hay árboles, muchos, porque para Gabriela eso es Casa Tochan: un árbol que da sombra a quienes llegan desorientados, cansados, poco politizados y heridos por la violencia. Es el follaje que cubre a todo el equipo que hace voluntariado, la oportunidad de crear personas más conscientes, sembrar cambio social y generar una comunidad que trascienda la estancia en diferentes países.

“Nos gustaría que Tochan no existiera porque eso significaría que migramos como debemos migrar los seres humanos: en libertad. Pero mientras no ocurra estaremos ahí, trabajando y buscando las formas de cambiar, de hacer que ellos tampoco se sientan solos”, declara.