Distintos estudios coinciden en que este es el municipio más inseguro de México para sus habitantes. Es doblemente voraz cuando se trata de población femenina. Las mujeres son las principales víctimas en un entorno donde confluyen distintos tipos de violencia que han resultado en cifras alarmantes, y sin embargo, la vida continúa. Esta es la historia de los vecinos que buscan hacer de su entorno un lugar menos hostil

Los muchos tipos de violencia

Karina, de 19 años, caminaba de la mano con su hija Evelin, de tres años, por las calles de Santa Clara Coatitla, en el municipio de Ecatepec. De repente, un motociclista bajó la velocidad, pasó junto a ella y le dijo: “Cuida a tu hija”. Aceleró y se perdió en el tráfico.

Vine a La Cuesta —asentada en la zona de Santa Clara Coatitla, a unos metros del “Puente del Gallito”, en el kilómetro 16 de la autopista México-Pachuca—, a preguntarle a un grupo de mujeres qué significaba ser mujer en Ecatepec. Muchas comunidades de este municipio surgieron como La Cuesta: sobre territorio irregular, sin agua ni drenaje y con la constante amenaza de desalojo. Existe una cadena de violencia contra las mujeres en esta región del Estado de México, y algunos de sus eslabones son los siguientes:

La violencia en las calles. La semana anterior a mi visita, a unas cuadras de La Cuesta, un coche bajó la velocidad cuando pasaba junto a una mamá y su hija de 10 años. Le arrancó a la niña de las manos y no se ha sabido más de ella. A los pocos días, en el Callejón de San Andrés, una camioneta hizo lo mismo: bajó la velocidad junto a una mujer a la que trataron de subir al vehículo. Ella gritó, los vecinos la auxiliaron, hubo un forcejeo, ella consiguió soltarse sin que se la llevaran y los secuestradores huyeron.

La violencia política. Hace 19 años, líderes del PRI ofrecieron a familias que compraran terrenos en La Cuesta. El propietario fraccionó su parte de un ejido y les vendió lotes de 60 metros cuadrados, algunos un poco más grandes. Debajo, en el subsuelo, corrían —corren— ductos de Pemex, de gas natural y de agua. Y sobre la superficie se asientan torres de alta tensión: un territorio inhabitable, una bomba de tiempo, como le llaman sus vecinos. Aquellos lidercillos del PRI —de cuyo nombre nadie quiere acordarse— les prometieron gestionar una reubicación y durante algunos años les sacaron dinero, 50 pesos por familia al mes. Tiempo después los abandonaron. En las últimas elecciones otros líderes priístas llevaron tinacos de 10 mil litros con la advertencia de que si perdían las elecciones regresarían a recogerlos.

Debido a los ductos que corren en el subsuelo, en La Cuesta nunca habrá agua corriente, drenaje ni pavimentación. Las viviendas son de madera de tarima o triplay, muy pocas de block. Las mujeres de La Cuesta temen que cualquier día los desalojen. “Hay un rumor de que cuando entre el gobierno del cambio nos van a sacar”, me dice Noemí Vivanco, coordinadora del comedor comunitario.

Foto: Leonardo Pérez

La violencia económica. Los maridos de algunas mujeres con las que hablé trabajan de ayudantes de albañil por 1,200 pesos a la semana. Las mujeres viven encadenadas a deudas perpetuas: se endeudan con Compartamos —un banco de la orden religiosa de los Legionarios de Cristo enfocada a los pobres—, con pequeños préstamos de cuatro mil pesos y 100 por ciento de interés. Como nunca alcanza con sus ingresos, piden otro préstamo para pagar el anterior, y así transcurre su vida.

La violencia de las adicciones. Las mujeres me hablan de una epidemia de activo. Por las tardes algunos de los jóvenes —hombres y mujeres— se activan. Inhalan mamilas de solventes. Madres jóvenes llevan a sus hijos con las abuelas para que los cuiden mientras ellas se drogan. “Uno de ellos es mi hijo, no encuentro la manera de sacarlo”, me dice Clara Hernández, de 47 años, comerciante y trabajadora doméstica.

La violencia sexual. A Alicia Margarita, de 34 años, la violó su padre seis o siete veces hasta que pudo defenderse. Años después la violó su primer marido —drogado—, y su segunda pareja le propinó golpizas inolvidables. Los abusos sexuales continúan en el barrio. Me cuenta que un día los adultos de la comunidad salieron a bloquear la avenida Morelos en protesta por los robos de niños, y el vecino de esa casa, que está ahí enfrente —me señala la casa— aprovechó para violar a su hijastra.

Foto: Leonardo Pérez

La violencia penal. Silvia Santiago, de 48 años, gasta 600 pesos en mordidas cada que va a ver a su hijo al penal de Chiconautla, también en el municipio de Ecatepec. Hay que sumar 230 pesos a la semana para que lo dejen dormir sentado sobre la taza de baño, porque su celda está saturada. Silvia me dice que su hijo es inocente, que está en la cárcel de “pagador” (el encargado de purgar los delitos de alguien más).

Lo caro de ser pobre. El viaje más corto de las combis de la autopista México-Pachuca cuesta 10 pesos y eso solo para llegar al Metro Indios Verdes, en donde hay que volver a pagar para terminar el recorrido. El tambo de mil litros de agua sale en 80 pesos si lo manda el municipio, 160 si viene de pipas privadas, y quienes tienen hijos dicen que solo les dura un par de días. Alicia Margarita, en su mejor momento como obrera de una fábrica clandestina de ácidos y aceites industriales, ganaba 1,200 pesos a la semana. Pero se embarazó y la despidieron. Trató de abortar con hierba de zoapatle y no funcionó. Ahora espera a su quinto hijo.

Con uniforme de secundaria, Juana Iris, de 14 años, me cuenta que seguir con su vida y estar con su mamá la hace feliz. Sin embargo, existe un temor constante.

“Tengo miedo porque hay muchos feminicidios en las noticias”, dice. Miedo en el transporte público por los asaltos en la autopista México-Pachuca. Miedo, pero también ilusiones. Quiere hacer la preparatoria, pero no cerca de su casa, porque ninguna le gusta. No le importa viajar hasta el Bachilleres 6 en Bosques de Aragón, a una hora de camino, y luego estudiar Derecho y ser abogada. Sabe que esos sueños le costarán el doble de esfuerzo que hasta ahora.

—¿Y por qué quieres ser abogada? —pregunto.

—Para defender a los presos inocentes.

Foto: Leonardo Pérez

Golondrinas

María Salguero lleva un registro hemerográfico de feminicidios en el país desde 2016. Según sus cuentas, en Ecatepec hubo 50 feminicidios en 2016, 31 en 2017 y 29 en lo que va de 2018. Acaso dos de esos crímenes de género son los que me cuentan en la colonia Golondrinas. En los últimos cuatro meses aparecieron tres cuerpos, dos de mujeres. Uno flotaba en el Canal de Cartagena y la avenida Jesús Arriaga. La intersección con el Circuito Exterior Mexiquense, en la colonia Potrero del Rey, se ha convertido en un tiradero de escombro, desechos tóxicos y restos humanos. El otro cuerpo apareció en un terreno baldío en la “avenida” Condesa, justo sobre la línea que divide a Ecatepec de Coacalco. Los vecinos recuerdan ese hallazgo hace apenas dos meses. Lo que me llama la atención es que no hayan generado un escándalo en la comunidad.

Durante cuatro años he seguido la historia de un puñado de mujeres de Golondrinas. Cuando fundaron la colonia carecían de drenaje. Cavaron letrinas en sus casas y, cuando se llenaban, acudían a los terrenos baldíos a hacer sus necesidades. Esos terrenos eran una amenaza para su seguridad. Algunas, como Leticia Solorio, llevaban garrotes o paraguas para defenderse. Martha Cuevas persiguió a pedradas a un agresor escondido entre la hierba. La instalación del drenaje, en 2011, significó la liberación de ese riesgo para las mujeres.

“Soy papá de una adolescente y, como todos los padres de la zona, vivo con miedo de que puedan llevarse a mi hija”, me dijo Alberto de la Cruz, habitante de la colonia Abel Martínez. Los carteles con las fotos de mujeres desaparecidas y las leyendas “¿La has visto?” se convirtieron en parte del paisaje urbano. Las desapariciones de niñas y adolescentes coincidieron con el cobro de extorsiones a negocios, el secuestro de niños y el aumento del narcomenudeo. Los vecinos, que hablan del tema bajo anonimato, asumen que los fenómenos están relacionados. El crimen organizado invadió Ecatepec y otros municipios del Estado de México desde 2013 y las desapariciones de mujeres y la violencia extrema contra sus cuerpos conmovió a sus habitantes.

Foto: Leonardo Pérez

La búsqueda

“Se fue con el novio”. “Démosle tres meses y aparece”. Con esas frases despacharon a Leticia Mora Nieto en el Ministerio Público de Atizapán, cuando denunció la desaparición de su hija Ivonne Ramírez Mora, ocurrida el 30 de mayo de 2011. Luego vinieron las extorsiones. Si quería que los agentes buscaran a su hija tenía que invitarlos a comer a restaurantes finos y pagarles sus gastos. Por fin, un par de meses después, pudo hablar con el entonces alcalde de Atizapán, David Castañeda, quien prometió llevarle el caso al procurador del Estado de México, y le recibió el cartel con la foto de su hija.

Unos minutos después, Leticia encontró el cartel en la basura. De cualquier manera no habría servido de nada que el alcalde enterara al fiscal: el expediente de su hija estaba extraviado. En vueltas y vueltas al Ministerio Público Leticia conoció a otras madres con hijas desaparecidas y, con las primeras cinco, se organizó. Se fueron sumando otras madres de Tlalnepantla y Ecatepec hasta contar unas 100 mamás en la Red de Madres Buscando a sus Hijas. Hicieron alianzas con activistas como Rosy Orozco y Javier Sicilia, el poeta a quien acompañaron en la Caravana por la Paz en los Estados Unidos. En ese trajín apareció el cuerpo de Ivonne Ramírez Mora, en abril de 2013. La habían asesinado la misma noche de su desaparición y su cuerpo había sido arrojado en una nopalera cerca de Pachuca, Hidalgo. Las autoridades locales lo sepultaron en la fosa común.

Leticia Mora continuó en el movimiento de madres en busca de sus hijas desaparecidas.

“Creemos que hay una red de trata muy fuerte en la que personas del gobierno pudieran estar involucradas”, me dice. Ahora son unas cien mamás las que están organizadas en la Red. Para algunas de ellas las noticias son alentadoras: recuperan a sus hijas vivas; otras madres, después de meses de presión a las autoridades, logran que se identifiquen cuerpos y consiguen recibirlos. Pero otros casos —Leticia Mora calcula el 30 por ciento de las desapariciones— nunca aparecen: las niñas, jóvenes o adultas fueron absorbidas por redes de trata de mujeres. Leticia observa que, desde 2013, la violencia contra las mujeres desaparecidas —cuyos cuerpos se recuperaron— escaló en crueldad: a partir de entonces se volvió más común encontrar restos desmembrados y embolsados, o con huellas de tortura y violencia sexual.

Buscar a una hija desaparecida implica, me dice, un precio muy alto. Las madres tienen problemas con sus esposos que —ha ocurrido— las acusan de andar de putas con los policías. En cuatro casos registrados por la organización han recibido golpes de sus maridos. Además de buscadoras, se convierten en las madres sustitutas de sus nietos, en caso de que sus hijas hayan dejado niños. Esa búsqueda se da dentro de una ausencia generalizada de justicia. Los policías se quejan con las madres que deben pagar su gasolina y las reparaciones de las patrullas, sus chalecos antibalas están rasgados de tan viejos, y los agentes del Ministerio Público carecen de computadoras para elaborar documentos. “¿Cómo vamos a hacer justicia con esas carencias?”, se pregunta Leticia.

Foto: Leonardo Pérez

Tecámac un hoyo negro

A Bianca Barrón Cedillo, de 14 años, la asfixiaron con una sobredosis de pegamento, que le obligaron a inhalar. También con el mismo pegamento de PVC, sus asesinos limpiaron el semen y las huellas genéticas de los genitales de Bianca, para impedir que fueran reconocidos en pruebas de ADN. Después arrojaron su cuerpo en un terreno baldío en el kilómetro 48.5 de la carretera México-Pachuca, cerca de la base militar de Santa Lucía. El secuestro, el asesinato y el hallazgo de su cuerpo ocurrieron el 9 de mayo de 2012, aunque sus restos se identificaron casi un año después.

La periodista Lydiette Carrión publicó recientemente La fosa de agua (Debate, 2018), una profusa investigación sobre una decena de feminicidios ocurridos en las colonias donde confluyen los municipios de Ecatepec y Tecámac. En los casos que reconstruye Carrión —el de Bianca entre ellos— hay patrones que coinciden: violencia extrema contra las víctimas; los perpetradores son hombres jóvenes, a veces compañeros de escuela o amigos de las desaparecidas, que fueron reclutados por pandillas locales o por bandas más grandes. En todos los casos reportados por Carrión, las autoridades cometen errores elementales, como calcular 25 años a una adolescente de 14, o 40 a una de 19: si eso ocurre, los cuerpos se quedan sin identificar y se van a la fosa común.

“María de la Luz Estrada (directora del Observatorio Nacional Ciudadano contra el Feminicidio) cuenta que sobre los feminicidios y desapariciones de mujeres en Tecámac no hay nada estadístico: muchas mujeres de Ecatepec desaparecieron en Tecámac, o todo parece indicar que ahí las llevaron. Pero no hay investigación ni alerta de género. Otro aspecto del caso, inédito, es la mutilación (…) El descuartizamiento metódico es algo nuevo para el Observatorio. No aciertan a saber qué implicaciones criminológicas tiene y qué nivel de odio y misoginia significa deshacerse así de los cuerpos”, escribe Carrión en el epílogo.

Foto: Leonardo Pérez

La resistencia

A unas cuadras de La Cuesta, dos vecinas de Santa Clara Coatitla fundaron Casa Experimenta, un local en donde se combate la violencia contra las mujeres desde la educación y la cultura. Han impartido talleres de violencia de género en secundarias del barrio y, el 17 y 18 de noviembre, celebraron la segunda edición de “Morada”, un festival por el derecho de las mujeres a una vida sin violencia, compuesto de proyecciones de cine, obras de teatro, conversatorios, un mural comunitario y un encuentro de la Red de Feministas de Ecatepec.

Me piden que las identifique solo como Ale y Mariana de Casa Experimenta. No quieren protagonismo. Me hablan de la toma de conciencia de dinámicas violentas. En diversas familias hay experiencias de abuelos alcohólicos y violentadores, e historias de abusos sexuales contra niñas. La violencia contra las mujeres “nos envolvía como el aire”, dicen, y en sus talleres con adolescentes impulsaron la toma de conciencia de ello. Vieron cómo las estudiantes verbalizaron, quizá por primera vez, las veces que han sido acosadas por automovilistas, o que han contado de las desapariciones en sus colonias. Mariana recuerda que un estudiante preguntó: “¿entonces no es normal pegarles a las mujeres?”.

El habitante de la periferia, dicen Ale y Mariana, se enfrenta a múltiples violencias: viaja entre una y tres horas a la Ciudad de México en transportes caros, hacinados y propensos al acoso o al asalto. Acepta trabajos extenuantes y precarios, posiblemente como limpiador o guardia de seguridad, en alguna colonia residencial, por un sueldo de cinco mil pesos mensuales. Y para colmo enfrentará el estigma de ser de Ecatepec, de Neza, o de cualquier municipio periférico. El racismo y clasismo del chilango se aprovecha de su trabajo barato, pero lo acusa de traer violencia, tránsito y sobrepoblación a la capital. Aunque me cuentan que, hace unos días, cinco migrantes centroamericanos llegaron a la plaza del pueblo y pidieron ayuda, y no faltaron los vecinos que los acusaron de criminales. La conciencia, me dicen, también empieza en casa.

En Ecatepec, el 90 por ciento de la población se siente insegura (el nivel más alto del país en percepción de inseguridad), y la comunidad cultural ha respondido con un movimiento pujante, independiente y autogestivo. Hoy en día se abren locales culturales como Casa Experimenta, pero también sitios como el B.a.n.c.o., una ocupación de un Bancomer abandonado en la colonia San Agustín, en donde se celebran encuentros de artistas de Ecatepec, exposiciones y talleres. O Caracollab, un centro cultural en la colonia San Martín de Porres. “Hay una inconformidad porque no existen espacios para la recreación, y el contexto que nos rodea es violento. Caracollab es una propuesta para acercar e incluso generar esos públicos”, dice Fiska Sietetresdos, una de sus fundadoras. Tere Valencia Errante, artista gráfica, lo resume en una frase: “Somos emprendedores culturales que se resisten a irse”. Este movimiento cultural es la respuesta al vacío de las autoridades, y también un intento de aprovechar espacios oficiales, como la Casa de Morelos, en donde artistas independientes han ofrecido talleres.

Ecatepec se parece a Ciudad Juárez no solo en la presencia de feminicidios. Tere Valencia dice que Ecatepec es también una ciudad fronteriza, desde donde salen cientos de miles a emplearse a otra ciudad, la Ciudad de México. “El hecho de que ahora las mujeres no queramos representar algunos papeles (como víctimas) detona la violencia de ciertos hombres”, dice. Tere Valencia pinta postales oníricas basadas en los paisajes de Ecatepec, lo mismo grandes estacionamientos que las jardineras.

En 2008, Arnulfo Reyes era coordinador de la Casa Hogar del DIF de Ecatepec. Le alarmó que 12 niños de La Cuesta fueran usuarios de esa casa. Si La Cuesta tenía 120 viviendas, significaba que una de cada 10 expulsaba a un niño. Acudió con el colectivo C.a.m.i.o.n. (Centro de Atención Móvil Integral de Orientación a la Niñez) y, con el paso de los años, participó en la fundación de un comedor comunitario, edificado sobre los ductos de gas. La idea era garantizar que los niños tuvieran condiciones para ir a la escuela: un lugar para comer para las madres y sus hijos, y un espacio que impulsara la organización comunitaria. Han dado talleres de Circo Social y recabado mochilas y útiles escolares. El comedor es un espacio vivo de encuentro de niños y mujeres en la comunidad. Karina, la joven de 19 años a quien un motociclista advirtió que cuidara a su hija, pasó algunos años en una casa-hogar de Cuajimalpa, durante su infancia. Mientras platico con ella, en el comedor comunitario, Silvia Santiago abraza a su hija Evelin y a Erandi, una sobrina a la que también atiende. A pesar de todas sus contradicciones, La Cuesta le ofrece ahora una comunidad para la crianza de su hija, un lugar donde otras madres pueden quererla, acogerla y cuidarla de los peligros de Ecatepec.

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