*ESTE REPORTAJE FORMA PARTE DEL ESTUDIO ROSTROS DE LA DESIGUALDAD, REALIZADO POR CHILANGO EN COLABORACIÓN CON OXFAM MÉXICO, PERIODISMOCIDE Y KING’S COLLEGE LONDRES.

Tres de cada cinco mexicanos son de clase baja, y en la Ciudad de México, un 34.4% gana menos de lo que cuesta tener cubiertas necesidades básicas de salud, vivienda, transporte y educación. Muchos de ellos pagan más que el resto de la población para tener acceso a servicios básicos, como electricidad, agua o drenaje. Este es un retrato de una clase social que sufre para tener lo indispensable.

Por: Pablo Zulaica y Carla Colomé

En una ladera imposible, ante su cabaña de madera, Rosa Gómez deja ver que nunca tuvo tanto: un incendio arrasó la colonia en la que rentaba y del lugar al que se fue la sacaron acusándola de expolio a punta de pistola. La familia de Álvaro Carmona compró un lote y levantó su casa, pero sigue sin drenaje, con agujeros en el techo, y la luz les llega por un cable desde la delegación vecina. Tras cercenarse dos dedos en un torno, Juan Carlos Vázquez esperó 19 horas a que un cirujano se los amputara, luego lo llamaron “obsoleto” en su trabajo, le redujeron la jornada y del seguro no vio un peso. Cuando a María de Jesús Mendoza se le voló el techo de su casa, sus vecinos tuvieron que ayudarla a ponerlo de nuevo. Y a pesar de oír tiros cada tanto, Mireya Medina se siente a salvo en su casa, pero cuando sale, se asusta por los muchos carteles de mujeres desaparecidas que encuentra de camino al metro. Todos ellos forman parte de la mayoría en México, aquel 59% que conforma la clase baja del país y para quienes lo básico sale más caro.

“Los pobres están doblemente castigados. El acceso a servicios públicos muchas veces es menor y de menor calidad para la población de bajos recursos porque están en zonas más aisladas. En general, hay barreras importantes de acceso a la educación y a la salud, así como en términos de seguridad pública y justicia”, dice el economista John Scott, del Centro de Investigación y Docencia Económicas de México (CIDE).

En una investigación realizada por Chilango sobre desigualdad en la Ciudad de México, en colaboración con Oxfam, King’s College de Londres y el Programa de Periodismo del Centro de Investigación y Docencia Económica (PeriodismoCIDE), entrevistamos a 20 personas de barrios donde vive el 40% de la población más pobre por ingresos, lo que los expertos llaman quintiles 1 y 2, o deciles 1 al 4. Son personas que ganan entre 1,534 y 4,041 pesos al mes, que regularmente cruzan la ciudad para llegar a trabajos informales, batallan por lograr servicios básicos o logran, tras años de esfuerzo, comprar un terreno irregular.

Cuatro de cada 10 mexicanos consideran que los pobres no se esfuerzan en salir de su pobreza, según la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (Enadis 2017). Otro 40% piensa también que la pobreza de las personas indígenas se debe a su cultura. Y hasta un 4% considera mal que su hija o hijo se case con una persona pobre.

Solo 2.1% de los pobres en México llegará a ser rico, de acuerdo con el estudio “Desigualdades en México 2018”, del Colegio de México. Pero en una ciudad de guetos donde un tercio de la población vive con menos de la canasta básica —según datos de Coneval— ser parte de estos deciles implica que, si acaso aparece una opción de prosperar, uno llegará con mucho esfuerzo, cansado y probablemente con peor preparación.

Todo por un pedazo de tierra

Foto: Elías Martín del Campo y Uriel del Río Prianti

Si Rosa Gómez buscaba estabilidad, la barranca a la que llegó con la intención de tener su propio techo, justo debajo de un camino rural en Milpa Alta, parecería una mala broma: tiene tal pendiente que luce como un tiradero. Dice que, al llegar, el terreno sí estaba bien feo, y al señor al que aún paga por el predio le pidió que por favor no la engañara. “Primero me vendieron este pedazo, luego otro cacho, y es que así cada uno de mis hijos tiene su cachito”, explica. Gómez vive con su marido, un nieto chico y un puñado de gallinas frente a la casita de sus hijos. Cuando llueve, el agua que baja por la barranca hace embudo frente a la puerta de su casa, aunque también se le cuela por el techo. “Por lo mismo que no está muy alto mi cuartito no tiene mucha caída”.

Y afuera, también faltó dinero para un buen mamposteo que evite que se le venga el cerro encima. “Cuando oigo que viene la pipa, el gas, el camión de Coca, me voy para allá”, dice esta mujer desempleada y con una diabetes que le nubla la vista a ratos. “Me da miedo que se me caiga”.

Rosa Gómez llegó a la ciudad a inicios de los años noventa sin hablar español, y ahora, en este pedazo arrumbado que cree poder pagar, se encontró con cierta calma. “Yo he estado ya sufriendo en todos lados”, dice. Primero rentó un lugar cerca de La Villa y después se mudó a una colonia en las barrancas de Álvaro Obregón. De allá la sacó de madrugada un incendio que, ella cree, fue provocado. “Me iba yo quemada con mis tres hijas, iba yo dormida cuando se empezó a quemar y el gritadero de la gente. Allí murió una niña”.

Tras el incendio, pasó a pagar 600 pesos de renta en la colonia Piloto Mexicano, no lejos de allí, al fondo de otra barranca y al cabo de 150 escalones. Pero duró poco. “Me acusaron por despojo, no querían que pisara yo la casa. Mi hijo se levantó temprano para ir a la prepa y estaban ya los granaderos sacando a mi hijo mayor. Pedí un préstamo para solucionar las cosas y ellos le pusieron a mi hija una pistola en la cabeza. Ganamos el juicio, pero querían matar a mi hija. Ya la iban a matar, y dice mi hijo: ‘Vámonos de aquí'”.

“Quienes se encuentran en los deciles de ingresos inferiores actúan en mercados que, si bien son lícitos, se encuentran mal reglamentados y vigilados. Los predios no siempre son regulares, las adquisiciones no se registran y los seguros son inviables”, señala en un artículo el abogado José Ramón Cossío Díaz.

Rosa Gómez cuenta que cuando llegó a este nuevo terreno se estaban peleando por él. Como el ejido tiene una sola escritura, cada pagador recibe un contrato de compraventa a cambio de sus metros, como si fuera un décimo de un mismo boleto de lotería que se debe a única escritura, a un “boleto indivisible”. Está convencida de que su vendedor es un hombre bueno, porque no le pidió enganche. “Nada más que no me han dado los papeles todavía, hasta que termine de pagar”, dice. Solo dos de cada cinco personas tienen un hogar propio escriturado, según la última Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos en Hogares de 2016. Y cuando Gómez termine de pagar, igualmente no tendrá escrituras, solo una participación.

Servicios al mejor postor

Con la misma esperanza de vivir en suelo propio llegó la familia de Álvaro Carmona a la colonia Ampliación Conchita, un apéndice rodeado de canales en el extremo sur de Tláhuac. El pavimento termina unas cuadras antes de su pequeña casa de bloque, que ellos levantaron y que tiene cerca un árbol con un cartelito y un teléfono para comprar lotes. La pregunta obvia es sobre los servicios. Los Carmona no tienen drenaje. El camión de basura sí pasa, pero por la pipa de agua hay que batallar. “Y a nosotros nos vendieron la línea, o sea que colgados no estamos”, dice Carmona a propósito de la electricidad. “Se le paga una cuota al que está encargado, una persona que tiene contactado al ingeniero y lo checa”. Es, cuentan, alguien independiente que “va con CFE”. Pero como el cableado termina donde acaba el pavimento, su línea viene del otro lado del canal, de la delegación contigua.

Justo al otro lado del canal, aunque a casi una hora en auto y otros 10 minutos de andador, entre las huertas de San Gregorio, Guadalupe de la Cruz suspira. “Ahorita tenemos servicio de agua y luz. Antes teníamos que acarrear el agua de los lavaderos hasta acá (un kilómetro) y comprar el alambre, mil metros para tener luz. Ya tenemos un transformador allá, todo el barrio cooperó para que se ponga, e igual para la manguera. Viene así, toman sus tomas para sus casas y casi todos tienen agua”. Sin embargo, allá no llegan facturas. No se ven las pintas que sí hay en otros barrios por supuestas facturas abusivas de luz —”Aquí no entra CFE”—. De la Cruz vive con su hija y nieto en casa de sus parientes, porque su casa, que estaba al lado, se deshizo con el sismo del 19 de septiembre. Dice que le ayudan turistas que vienen a tomar fotos y le envían donaciones, pero presiente que así no va a alcanzar.

19 horas para encontrar un cirujano

Foto: Elías Martín del Campo y Uriel del Río Prianti

A mitad de la entrevista, Juan Carlos Vázquez había mencionado el accidente un par de veces. Por cortesía ante la falta de sillas, alegando que está acostumbrado por su postura en el trabajo, seguía parado con las manos apoyadas en la mesa, pero dos dedos de su mano derecha terminaban a la mitad.

Fue un viernes de 2017 a las 6:25 de la mañana. Apenas iniciaba la jornada cuando su torno le atrapó dos dedos. Dice que fue por el sueño, por el estrés, por los problemas en la casa, aunque no ayudó que en el trabajo se siente tan máquina como ese torno. Sin embargo, cuando se ha quejado le ha ido mal, así que mejor se calla. Todo, dice, es por no tener estudios. Y ese día, además, la empresa se lavó las manos mientras la izquierda de Vázquez chorreaba sangre. “Me llevó un compañero en su auto, no creo que los taxis me hubieran hecho el favor en ese estado. El trayecto duró seis minutos. Yo hacía bromas, contaba chistes, y en un momento me desvanecí. En el seguro (social) lo único que hicieron fue lavarme con agua oxigenada, vendarme, y fui a la Clínica 2 por mis propios medios”, explica.

En Calzada del Hueso, en el área de traumatología, Vázquez quería que le calmaran el dolor o que, al menos, le pusieran un vendaje que espantara menos a los demás. “Ya va a venir el especialista”, le decían. Y así comenzó la segunda parte de la odisea, que duró 13 horas más. “Por lo mientras yo me hacía un torniquete, y aflojando, para que detuviera el sangrado. No sé mucho de primeros auxilios, nada más lo que veo en las películas, pero de que ayudan, ayudan”.

Para recibir consulta en los centros de salud públicos hay que obtener una ficha que da derecho a ello y eso también obliga a hacer fila desde la madrugada si uno no quiere volverse a casa sin la atención que requiere. “Para todos es algo pésimo. A veces hay que madrugar, a las cuatro o cinco de la mañana, para tener acceso a una ficha. Hay gente que viene a la una o dos, se duermen allí. Por lo general se reparten cinco fichas (por especialidad), y si se compadecen le van a atender a uno. Por cada cinco que sí, unos 40 se quedan sin nada. Y se hace un caos, insultos, agarramientos”. Los consultorios económicos que proliferan en las farmacias se han vuelto una opción muy recurrida para personas como Mari Alonso, que vive en un cuarto de azotea en La Merced. “Si no estás a las seis de la mañana, no alcanzas”, dice Alonso. “Nos dan una cita a las nueve y nos atienden a las 12. Y a veces prefiero ir a un particular”.

Tras todo el día penando por salas de espera, Juan Carlos Vázquez estuvo con los dedos reventados hasta que por la madrugada lo atendió un cirujano de 22 años. Al fin, ya con dos dedos menos, regresó al trabajo. Entonces lo obligaron a tomarse una baja que no es tal y que, en resumen, le prohíbe hacer horas extras. Además, le dijeron que el seguro de la compañía le repondría el dinero que gastó por el accidente, pero en año y medio, por papeleo, no ha logrado ver un peso.

Entre él y su hermana Rosaura, que también maquila, aportan unos 10 mil pesos, casi único ingreso de una familia de 10 miembros. “Yo sí querría trabajarle 12 horas. Si me dan ese dinero, es para mi hermano. Transporte, útiles, colegiatura…”. Quiso decírselo a la jefa de Recursos Humanos y fue entonces cuando, a sus 43, viviendo en la casa de su madre y con media familia a cargo, le dijeron aquello de “es que estás obsoleto”. Obsoleto, como una máquina vieja.

El miedo de vivir en tu barrio

Foto: Elías Martín del Campo y Uriel del Río Prianti

Cada vez que sale de su casa hacia el trabajo, Mireya Medina le pide a su pareja que la acompañe al metro, pues le aterran las decenas de carteles de mujeres desaparecidas que se encuentra en el camino. A sus 32 años, Mireya ya sabe que no será madre. “He decidido no tenerlos por el nivel de violencia e inseguridad social, que no tiene límites”. Dice que le gusta la tranquilidad del Río de Los Remedios, donde renta actualmente, sobre todo porque su escuela ya no está en “Ecaterror”, dice en broma, en referencia a su natal Ecatepec.

“Pero aquí hay una ola de feminicidios muy fuerte, y de un tiempo para acá me cuido cada vez que salgo”, dice. Desde que sale de su casa a la escuela y viceversa, mira a su alrededor, está siempre alerta, evita estar afuera de noche y mira con tristeza los carteles de mujeres desaparecidas. “Y no es una, no son dos, son demasiadas y con perfiles específicos, adolescentes entre 15 y 18 años. Hace poco encontraron el torso de una chica a la que llevaban tiempo buscando, y luego, miles de restos”, dice Mireya, quien empezó a trabajar a los 14 años y ahora tiene una maestría.

Tomasa Salinas, por el contrario, vive en una de las zonas más peligrosas de la ciudad, pero sabe lidiar con ello. Su casa está a pocos metros del monumento “a Las Siete Cabronas e Invisibles”, un pedestal sin estatua que erigió una artista en Tepito para aquella que quiera subirse. Comerciante de lentes, tepiteña de siempre, dice que le da miedo ir a Iztapalapa, pero que a los de Iztapalapa les da miedo ir allá. Pero en su barrio no tiene miedo. Una vez la asaltaron y hasta pensó que era un ratero bueno, porque se llevó su dinero pero no la violó, ni la mató ni nada. En otro asalto, confiesa, se vio fuera de control. “Iba con mis nietos en la camioneta, se acercaron dos tipos con pistolas y empezaron a apuntar. Desde ahí sí me dio un poco de miedo”.

A Salinas le encanta todo lo que hay en el barrio de Tepito, a pesar de ser una de las zonas más inseguras de la ciudad. Salir a trabajar, saludar a sus vecinos, motivarlos y que la vean contenta atendiendo a sus clientes. “Pero Tepito se está acabando, nosotros mismos lo estamos haciendo”, dice ella, que suele ver por las calles de su casa a decenas de jóvenes drogándose.

Un año perdido por 350 pesos

La entrevista con Juan Carlos y Rosaura Vázquez prosigue, entre ráfagas de ladridos, en la estancia principal de su casa. Esto es, sobre la mesa-comedor, junto a colchones apilados y una estufa. La casa para 10 personas la completa un solo dormitorio separado por una cortina, un baño y un zaguán; y en el zaguán, la caseta del perro, los juguetes de los sobrinos y cubetas. También hay una alberca inflable para cuando llueve porque, en Iztapalapa, los cortes de agua son frecuentes. En un momento, Juan Carlos habla de Arturo, su medio hermano de 15 años, que escucha de pie, casi sonríe, y mira al piso cuando lo miramos.

“Sabe que todo lo que entra en esta casa y no es para comer va para él”, dice Juan Carlos. Es la esperanza familiar.

Así que Arturo trata de estudiar solo, pero debe pensar por 10. Con todo, quizá tenga la suerte que otros chicos no. Un día, su madre lo llevó a una biblioteca que ahora él frecuenta. Allí, el responsable es una de esas personas cuyo puesto les queda chico. Elías —como funcionario público, dice, no puede dar su nombre— es facilitador de creatividad, un título extinto de la Universidad Autónoma Metropolitana, con formación en pedagogía, psicología o expresión corporal. Lo mismo tutela a hijos ajenos y arma guiñoles que ayuda a madres adolescentes a expedir una identificación para registrar a sus bebés. Elías frecuenta los paraderos convertidos en tianguis al oriente de la CDMX y ve el estrés y la ansiedad de esas personas, los efectos de la falta de oportunidades y de la masificación. Conoce bien a Arturo y su contexto y, mientras no lo cambien de destino, se convirtió en su valedor.

“A veces los chicos no alcanzan a estudiar por múltiples razones”, dice. “Los padres trabajan y deben quedarse a cuidar a los hermanos o colaborar en la economía familiar. Y el nivel cultural afecta muchísimo. La mayoría de familias sufre algún problema de aprendizaje que puede ser tratado de manera oportuna, pero por razones económicas no se les da la atención adecuada”.

Pero Arturo Vázquez no fue a la escuela este año. “El año pasado no pudo hacer el examen para la prepa, no porque no quisiera, sino porque no tenía”, cuenta Elías. El costo del examen para nivel medio superior en la UNAM era de 350 pesos —nueve garrafones de agua o, para otros, un boleto económico en el Auditorio Nacional—, pero en casa fue un año difícil y Arturo decidió que guardaría ese dinero.

“Créame”, dice Elías, “aquí, si tenemos cien jóvenes, al menos 20 están tratando de salir por su propio esfuerzo, y eso es algo que les ayuda mucho y que les forma el carácter”. Arturo ha vuelto a la carga este año. Trata de centrarse y va por las 128 preguntas del examen. “Aprovechó el año, trabajó, ahorró el dinero y ya pagó, y está esperando fecha para poder entrar. Podía haberse olvidado de todo y entrar a trabajar, pero quiere ser alguien”, dice Elías.

Un apoyo religioso

Foto: Elías Martín del Campo y Uriel del Río Prianti

Los índices muestran que en las últimas décadas ha habido avances muy importantes en el acceso a salud, vivienda o educación. El economista John Scott así lo afirma, pero luego matiza: “Ese gasto social y esa mejora de los servicios no se ha traducido en mejores ingresos todavía, lo cual refleja que la población, a pesar de estar mejor educada, más saludable y mejor alimentada, no tiene acceso a oportunidades productivas suficientes para aumentar sus ingresos por sus propios medios”.

Más allá de números, inquieta la naturalidad con la que vivimos como desiguales. Para Máximo Jaramillo, investigador del Colegio de México y Oxfam, hay esencialmente una razón histórica que data de la Colonia, pero que no hemos logrado revertir. Una parte de la sociedad acepta que los pobres son pobres porque quieren y los ricos lo son por su esfuerzo y talento, y así, escribe, es claro que la tolerancia a la desigualdad aumenta en altas proporciones. “En general, en los países con altos niveles de desigualdad y persistentes en el tiempo, la población se vuelve tolerante a esos niveles”, explica Scott. “Racionalizan la desigualdad, tanto la gente más afortunada como la misma gente que vive en la pobreza. Lo ven como algo predeterminado, fatalista. Y también creo que la gente no tiene una percepción muy clara de la distribución, de las diferencias que hay en el país, porque aun en sociedades muy desiguales la gente tiende a vivir en círculos socioeconómicos relativamente pequeños. Todavía hay condiciones más graves de pobreza que el ciudadano no aprecia”.

Cuando le preguntamos a la psiquiatra Alexiz Bojorge, de la Universidad Autónoma Metropolitana, cómo es que personas de los deciles más bajos sobreviven anímicamente a su situación, lo primero que nos pregunta es si las personas que hemos visitado para el estudio son religiosas.

Juan Carlos Vázquez llevaba colgado un crucifijo enorme y dijo que en su familia eran romanos católicos. El sueño de Tomasa Salinas es poner una iglesia de la Luz del Mundo en el centro de Tepito. Y en La Merced, Mari Alonso lee la Biblia en su cuartito de azotea. Casi todos los entrevistados para este reportaje mencionaron la fe en algún punto de la conversación, o bien su iglesia los ayudó a salir del alcoholismo o les dio una segunda familia cuando se mudaron lejos.

Por un lado, el antropólogo Eduardo Nivón Bolán refirió la acción social de las iglesias en la periferia desde los teólogos de la liberación. Por otro, Bojorge, que frecuenta a pacientes en sus casas, lleva un tiempo a vueltas con la fe. “Va a haber muchas formas en que la persona va a poder defenderse de la tristeza, del agotamiento y va a poder salir adelante”, dice. “Y las sociedades que han sufrido desventajas económicas tienen mecanismos de defensa que pueden estar muy vinculados a la religión”. Bojorge explica que la inteligencia emocional permite resolver situaciones sin importar la cantidad de conocimiento que se haya acumulado en vida. Aquel que tiene un coeficiente alto, y para el que la religión puede ser incluso conflictiva, puede carecer de la habilidad del que sí ha desarrollado un soporte, algo que le da fe. “Y en psicología se explica porque la capacidad de recuperación está mucho más vinculada a la familia, a la necesidad de depositar mi confianza y mi seguridad en alguien más, como en la religión”.

“Yo antes nomás era como un animalito, no sabíamos qué cosa era ser católica”, cuenta Rosa Gómez. Pero a lo mejor, dice, por ser pobre uno piensa más en Dios. “¿Tú crees que un rico se acuerda de Dios? Él duerme dos horas y se vuelve a ir temprano, y el que nació para Dios se acuerda de Dios: así lo dice un pasaje que tengo. A lo mejor Dios también quiere que haya pobres para que se fijen más en él”.

Lee los otros reportajes de nuestro especial desigualdad: