En
2001 la señora Lidia Farah de Farah enviudó. En menos de un día, Lizette debió
preparar el funeral de su padre y vigilar la salud de su hermana menor Arlette,
que estaba en shock. «No sabía cómo organizar un funeral. Tuve que aprenderlo.
Mi mundo perfecto se desmoronó», cuenta Lizette. Nadie la vio llorar
. A nueve
años de distancia, las personas que asistieron al velorio todavía relatan el
comportamiento de Lizette: «Saludaba y sonreía como si fuera la anfitriona de
una fiesta». «Cuando cumpla un año (de fallecido) mi padre, haremos
una gran misa y reunión de amigos», decía a los asistentes. Sólo lloró cuando
estuvo frente a la tumba de Bechara. Sabía que la criticaban por no demostrar
su tristeza: «Nadie me dijo que mi papito se iba a morir. No voy a derramar
lágrimas para darle gusto a la gente. Mi padre me hizo así. El papel de víctima
me choca. ¡Y yo no sé llorar!».

En
medio del luto familiar, en el escritorio del señor Bechara se apilaban estados
de cuenta de tarjetas bancarias, recibos de servicios y colegiaturas por pagar.
Había un negocio que atender y a los proveedores se les acababa la paciencia.
La joven de 25 años debía convertirse en sustento económico de su madre y su
hermana, pero el escueto currículum que enlistaba una licenciatura en Derecho
en la Ibero y prácticas profesionales por tres años en un bufete de abogados,
no ayudaban para conseguir un sueldo que pagara la universidad de Arlette,
apenas mayor de edad. En menos de un mes, sin experiencia, tomó las riendas del
negocio familiar
, sin demasiado éxito.

La
solución definitiva a los problemas financieros pareció en principio una broma
que Lizette hacía a sus amigos: el modo de resolver la crisis sería esforzarse
para conseguir un marido con una buena posición económica.