Puertas monumentales, bóvedas enormes, gruesísimas columnas, pesados muros macizos de piedra, románticos campanarios, ostentosísimos altares recubiertos de oro, carísimas imágenes de cristos sangrantes, santos mirando hacia arriba (al cielo, es lo que dicen), vírgenes sufriendo muchísimo, ángeles espantosos que aterran con sus pómulos rozagantes…

Así se nos presenta la arquitectura de las iglesias, la cosa más hermosa –quizá– que nos ha dejado la religión católica desde aquel 1521 en que la corona española llegó para imponérsela a los habitantes de entonces, colocando sus dévotas construcciones sobre las antiguas zonas sagradas.
Se les obligó a abandonar a sus dioses paganos, después se les obligó a desechar sus costumbres y, así, con el paso del tiempo, a sus fieles seguidores se les ha obligado a rechazar un sinnúmero de situaciones que los convertiría en pecadores.
Pecan si no hacen esto o si hacen aquello. Eso, muy a pesar de que –según sus poesía bíblica– Jesús haya advertido: " Quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra".
Conocemos a algunos de ahí dentro que seguramente tienen sus lenguas sangrantes ahora.