Somos todo aquello que no sabemos pronunciar, pienso al entrar a una pequeña cafeteria en Donceles 86.  El olor a café recién molido me despierta una sensación a tierra húmeda que me viene desde la infancia. Un olor que se mezcla en mi memoria con canela y cáscara de naranja.  Le echo una mirada al menú de las bebidas calientes que está escrito con gises de colores sobre un pizarrón negro empotrado en una pared de espejos.  En el reflejo fragmentado de la pared alcanzo a ver mi rostro que por un instante me parece infantil. A un lado del menú se encuentra la vitrina de postres en donde reposan una rosca de chocolate, mantecadas, los tradicionales dedos de novia y el pay de dátil que revelan el origen libanés del Café Río.  En la barra descansa una cafetera italiana Faema de los años sesenta. Todo el lugar se siente como una vuelta a un tiempo que ya no existe, pero que se sigue desgastando:  los pisos de baldosas a cuadros en blanco y negro, el mural agrietado de cafetales madurando a cielo abierto, los gabinetes de terciopelo rojo.

Me pido un café americano con crema y una rebanada de pay.  Mientras la crema de mi café se sumerge lento en el líquido recuerdo como en un sueño a mi abuela Consuelo cantando En blanco está, nadie supo escribir nada. No dejaron ni una huella, nadie me importaba nada. Me importas tú, tú si escribes muy bonito.  La veo en mi memoria de pie junto a las hornillas de la estufa vertiendo un sobre rojo de café en una olla con agua hirviendo.  Me pregunto de repente si se escribe por voluntad o por necesidad.

Lo que no es palabra es sueño

Carlos Fuentes alguna vez dijo que los sueños olvidados son esa fuerza que empuja la mano de la consciencia que escribe. Soñar también es una forma de pensar.  Lo que no es palabra es sueño. Por la palabra nos descubrimos a nosotros mismos y al mundo,  pero la palabra revela y esconde.  Escribir es intentar pronunciar aquello que no tiene nombre.  Aquello que se palpa, pero no se entiende. Tratar de descubrir lo que se esconde detrás del lenguaje.   Fuentes escribió en un ensayo que el conocimiento de toda novela es la imaginación, “El novelista no sabe: imagina”. 

Un señor con discapacidad visual, pasa por la calle de Donceles del Centro Histórico. FOTO: GRACIELA LÓPEZ /CUARTOSCURO.COM

La imaginación es el sueño que se encarna en la realidad.  Le doy un sorbo a mi bebida,  el sabor me transporta al jardín de mi abuela repleto de orquídeas blancas,  plantas medicinales y una enorme higuera en el centro de todo.   Desde que leí Aura en la preparatoria, el personaje de la anciana se mezcla irremediablemente en mi interior con la imagen de mi abuela, que comparten el mismo nombre y el mismo conocimiento sobre herbolaria.  La cuarta novela del escritor nacido en Panamá de padres mexicanos fue publicada en la editorial Era en 1962.  Una novela que transitó por algunos intentos de censura desde su aparición.  Termino el pay y bebo mi último sorbo de café. Imagino que en ese local empezó el viaje a la caverna de Felipe Motero, personaje protagónico de aquella novela. Siento que en ese sitio leyó el anuncio del periódico que decía:  Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa.

Es muy fácil percibirse dentro del texto de Aura por el narrador en segunda persona que abisma al lector en ese espacio claustrofóbico que describe.  Salgo del Café Río no para buscar el número 815, antes 69, porque ya he estado ahí y sé que es una búsqueda inocente. Es un edificio de dos pisos con ventanas rotas y locales comerciales en la planta baja. La casa de Consuelo se encuentra en otro recodo de la realidad. Una dimensión que explora toda novela literaria, el territorio de lo posible,  en donde las cosas que no ocurrieron tienen una segunda oportunidad de existir. 

Cazador de significados

Fuentes afirmó que la función de una novela es  “redefinir perpetuamente a los humanos como problemas, en vez de entregarlos atados de pies y manos, a las respuestas prefabricadas de la ideología”. La novela es una persecución de significado.  Una necesidad de colocar en términos estéticos la experiencia de lo humano. Camino por Donceles siguiendo una corazonada, es una de las calles más antiguas del centro, en donde conviven momentos arquitectónicos como el barroco, el neoclásico y el ecléctico. Sitio en el que los viejos dioses se confunden con los nuevos, como en el cuento Chac Mool del mismo autor. Una calle que he recorrido muchas veces de cacería en las librerías de viejo,  buscando las palabras del libro que siempre he querido escribir. Ese impulso me lleva a la librería el Inframundo, que se encuentra cerrada.

Puesta en escena de la obra “Aura”, basada en la novela de Carlos Fuentes. FOTO: SAÚL LÓPEZ /CUARTOSCURO.COM

Salvador Elizondo aseguraba en su Teoría del infierno que toda novela es un viaje al inframundo.  En el caso de Aura esa afirmación es cierta.  Felipe Montero,  joven historiador, camina en penumbra hacia lo otro, profundiza en lo que desconoce: lo eterno femenino. Carlos Fuentes leyó La Bruja, ensayo de Jules Michelet publicado en 1862 . Aura inicia con una clave cultural que procede de ese ensayo: Los dioses son como los hombres, nacen y mueren en el pecho de una mujer. Lo que le avisa al lector que la obra es una exploración de la vigilia representada por lo masculino al interior del sueño, fuente de todo saber poético y símbolo de lo femenino.  El sonido de la bocina de un micro ruta Zócalo, Lagunilla, Tepito, me devuelve al presente.  Me sorprendo a mitad de la banqueta sin moverme frente a la entrada de la librería contigua al Inframundo, en el número 78.  Camino al interior  buscando alguna novela de Fuentes. Encuentro en la sección de crónica un libro titulado Historia y leyendas de las calles de México. Paso las páginas con la intención de encontrar una historia sobre Donceles, pero fracaso.  En el estante de literatura mexicana se me aparece una novela del ganador del premio Cervantes en 1987 que no he leído, Cumpleaños.  Al abrir el libro choco con una frase de Octavio Paz: Hambre de encarnación padece el tiempo.

En la obra de Fuentes dos formas del tiempo se entrelazan, el tiempo histórico y el tiempo mitológico.  Lo mismo ocurre en los pasajes del centro de la ciudad, esa debe ser la razón de situar Aura en esta enigmática calle. Fuentes definió la literatura como la historia sensible de la humanidad.  El olor a vainilla de los libros viejos me transporta otra vez al jardín de mi abuela.  Estoy seguro de que Aura es una forma estancada de Consuelo en el pasado, que Felipe Montero es un ojo que trata de adaptarse a la oscuridad. La belleza es sumergir la mirada en todo aquello que no podemos entender, en el misterio. Adentrarse en aquel paisaje que vive en los ojos de Aura y que sólo el lector puede adivinar y desear. Me recuerdo de niño sentado a la sombra de la higuera soñando despierto mientras escucho cantar a Consuelo, mi abuela.  Intuyo que la literatura es pretender mirar el mundo con los ojos cerrados. La naturaleza tiene un lenguaje secreto que la razón no entiende.  No hay literatura sin misterio.


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