Mi adiós a los treintas fue triste como una novia desolada que con su pañuelo en la brisa despide a su soldado amado que parte a la guerra. Peor aún: esa novia se ilusiona en que su amor eluda la metralla, vuelva a casa y todo sea un “hasta luego”.

Yo, en cambio, parado en el muelle de la vida decía “hasta nunca” a una década de incontables alegrías de juventud, que se tornarían alegrías pero de madurez. Decir adiós a mis treintas era no sólo que el cutis lozano, la gatuna flexibilidad y el vigor galopante de mis 629 músculos quedaran atrás. Superados los 40, debía obedecer a la sociedad y, sobre todo, a mi madre. Y si tu madre te aconseja «hijo, que ya te revisen la próstata» y no «hijo, llegarás tarde a la escuela», sabes bien que ya no eres un bebé lactante. Había que encarar a esa gran amenaza de la madurez contenida en el propio cuerpo: la próstata.

Hice cita en Laboratorios Polanco, acaté el ayuno riguroso, llevé a mi hija a la escuela, subí al auto y llegué a la sucursal de Eje 5. Ahí, juraba, una huraña y fornida enfermera de guantes me diría «Pase, jov… señor», para hacerme mi “check up masculino”. Y eso -me instruyó la sabiduría popular- incluía que ella atravesaría mi cuerpo y alma con sus gruesos nudillos.

Llegué. Saturados los cajones vehiculares del laboratorio, restaba estacionar en la calle. Sobre González de Cossío no había ni un lugar. En realidad había decenas pero sólo para cubetas rellenas de cemento y garrafones de agua turbia con que el vecindario de la Del Valle bloquea las aceras para que nadie, salvo ellos, se estacione. Por años fui respetuoso de esos obstáculos; jamás osé mover uno para colocar mi coche.

Esta vez era distinto. Despediría a mi juventud sometido al antígeno prostático y otras pruebas que me tenían sensible. Vi en la entrada de una casa una dama barriendo de cara a sus seis viejos garrafones que bloqueaban la calle. Bajé e hice tres viajes cargando dos en cada uno hasta posar los seis en su puerta. «Olvidó esto, señora, aquí se los dejo», solté fresco como diciéndole «hermosa mañana» y estacioné. Frenó la escoba, atónita. Manos en cintura y mirada inyectada en sangre me sorrajó como soltando un balazo al aire: «Eso está prohibido». «Explíqueme», pedí. «Los vecinos acordamos que sólo se estacionen dueños e inquilinos de las casas. Mover los garrafones está prohibido».

Es decir, en las calles de la Ciudad de México está prohibido prohibir lo prohibido. «Señora, ¿cuenta con algún documento que los avale para violar la ley?». «Desde luego, señor», me dijo marcando la palabra ‘señor’, en un violento esgrima de madureces.

Opté por un ataque sorpresa: «¿Usted sabe lo que es un antígeno prostático?». «No», confesó paralizada. «Bien, es parte de algo muy doloroso. Voy al laboratorio a hacérmelo, regreso, me presenta el documento que los autoriza a violar la ley e intercambiamos puntos de vista». Al verme cruzar la calle soltó un «Usted se atiene» y aunque vaticiné mis espejos quebrados le entregué una sonrisa filosófica (de hombre maduro).

Volví 20 minutos más tarde. Mi auto, intacto. La mujer, en su puerta. «¿El documento, señora?». Silencio. Sin decir nada sólo me vio irme. Pese a los pronósticos, había vencido: a los garrafones de agua turbia, a las cubetas cementeras, a los invisibles y malévolos acuerdos vecinales que vuelven privado lo público. Y, sobre todo, había vencido en la primer batalla de mi madurez a mis pavores: «¿No me hará el tacto?», cuestioné a la enfermera cuando me dijo que había concluido el examen. «Joven (me dijo “joven”), actualmente es más seguro el análisis del orín y la sangre», sonrió. Que mueran los garrafones de agua turbia. Y que viva la ciencia.