Toda pasión colinda con lo caótico. Lo sabe cualquiera que se deja seducir por alguna forma de caos organizado. Algunos le llaman amor; otros, como Alejandro González Iñárritu, Ciudad de México.

Solo un chilango reconoce en el concreto liberador de la jungla la posibilidad de hallar oro entre las cloacas. Solo un chilango como el cuatro veces ganador del Óscar sabe que este es el único lugar donde el cine sucede casi místicamente todos los días, a todas horas, en todos los lugares.

Eso fue, para él Amores Perros (2000): la película que sintetizó el campo de batalla emocional que es la ciudad más grande de América Latina.

Y es que, ante la falta de cielos transparentes y aguas diáfanas, Ciudad de México fluctúa entre el polvo y el mármol como quien no encuentra identidad en su propia naturaleza.

“La Ciudad de México es la madre: ¡mi madre! La madre de la que mamé todo, desde sus cloacas hasta su Templo Mayor. Chapultepec, la Alameda, la Guerrero, la Narvarte”, narra Alejandro González Iñárritu.

“La lamí toda. Con sus castigos y sus virtudes. Con sus olores, sus maldades, sus violencias y sus muchas oscuridades. La Ciudad de México es un espacio místico: quienes nacemos aquí cargamos, para bien y para mal, con la energía de civilizaciones enterradas. Aquí no hay romanticismo: somos una fuerza brutal”.

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Desde el confinamiento en su casa de Nueva York, contempla, entre la incertidumbre pandémica, el 20 aniversario de la que llama su “catedral” Amores Perros (2000).

En esa película arriesgó la carne hasta el punto de ser sometido a mano armada en la colonia Doctores. Le robaron una cámara de medio millón de dólares y unas medallas que apreciaba mucho.

“Con una pistola en la cabeza pusieron a Brigitte Broch (la diseñadora de producción) contra la pared y a mí me sometieron, también con un arma, contra el parabrisas de un coche”, recuerda el director.

“Ya después del robo y de las amenazas, regresamos a filmar, ahora sí, con el permiso de toda la banda de la Doctores, que acabó cuidándonos durante el rodaje y hasta salió en la película”.

Alejandro González Iñárritu y su visión

Iñárritu concibe al cine como una experiencia comunitaria donde la mística juega un papel importante. Para él, no todo se trata de guiones bien escritos o tomas perfectas.

Su visión es más bien helénica: el cine como representación de un mundo donde los dioses, a veces, te dan el regalo de hacer una buena película. Por eso planeaba que el cumpleaños de su cinta más querida se celebrara con una fiesta popular allí donde yacen las ruinas de la Gran Tenochtitlán.

Su idea era que la gente se congregara en el Zócalo para ver gratis la proyección de una película totalmente restaurada. Después, habría un concierto masivo con los músicos que participaron en el soundtrack: Café Tacvba, Control Machete, Julieta Venegas, Bersuit Vergarabat o Nacha Pop. Los planes, sin embargo, se le vinieron abajo por la pandemia.

“Quiero que esto acabe para que todos podamos abrazarnos en una sala de cine y ver Amores Perros como se vio en Cannes: con esos high lights muy brillantes y esos colores que le daban una fuerza visual única y una sensación de estar viendo un mural mexicano”, dice.

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¡El Chivo era fresa!

¿Quién no recuerda esa escena en la que le dan un tiro al rottweiler de Octavio (Gael García) en plena pelea de perros? Pues resulta que ese perrito que “se chingó” al pitbull de El Jarocho (Gustavo Sánchez Parra) está inspirado en una mascota de Guillermo Arriaga, el guionista de la película y quien coescribió todas las cintas de González Iñárritu hasta Babel(2006).

“Solo que mi perro no era de raza como el de la película: era ‘hechizo’ y corriente. Fue el perro de mi juventud”, recuerda en entrevista el escritor, quien recientemente publicó su nueva novela, Salvar el fuego.

Un buen día, añade, aventaron al Coffee contra el perro más fuerte del barrio: un pastor alemán enorme que ostentaba el título de campeón. Sorprendentemente, a la hora de la pelea, el Coffee se echó hacia atrás cuando vio venir al otro perro y lo prensó del cuello hasta matarlo.

“De hecho, toda Amores Perros está concebida desde muchas experiencias que viví en la Unidad Modelo (Iztapalapa). Es una colonia que quiero mucho y donde veo muy difícil que llegue la gentrificación”, observa Arriaga.

En esa unidad, las peleas de perros eran —y siguen siendo— una realidad.

Según Alejandro González Iñárritu, Arriaga y él tardaron tres años en concebir el guion, en un trabajo muy lento y demandante.

“Me reconozco en la película porque está basada en una ciudad que conozco a profundidad, una ciudad que vibra y huele en cada escena. Nos empecinamos en que cada textura nos remitiera a un campo de batalla amoroso. Porque creo que el amor es como un virus: una vez que te envenena, te puede matar”, señala.

“Yo siempre vi de esa forma la película: como la historia de las personas que pierden la capacidad de razonar frente al amor, el odio, la envidia o cualquier otro sentimiento, y entonces sacan ese instinto animal que llevan dentro. Por eso le puse Amores Perros: porque son amores dominados por el instinto”.

Otro de los personajes que enamoró a la audiencia fue El Chivo, ese exguerrillero que se ufanaba de matar personas por 5 mil pesos y unos boletos para los «Rolinstons».

El actor que interpretó a ese vagabundo que vivía rodeado de perros callejeros fue Emilio Echevarría, quien en realidad tenía más experiencia como contador de Televisa que frente a las cámaras.

“Nadie imaginaba que fuera un gran actor pero sí lo era. Era un monstruo de la actuación y me di cuenta cuando lo vi en Los perdedores, una obra de teatro en la que salió con Daniel Giménez Cacho”, revela Iñárritu.

“Cuando lo fui a visitar, imagínenselo en su oficina, de corbata y con un porte elegantísimo. Era otra persona. Nadie me creía que ese señor fuera a ser El Chivo, pero de verdad que era el mejor actor que había visto en mi vida”.

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Las lecciones de su padre y Bertolucci

El Negro no fue alguien que naciera con la vida resuelta. Criado en la Narvarte, la gran colonia de la clase media de los años 70, su noción de éxito estaba íntimamente asociada al trabajo constante.

Su padre fue Héctor González Gama, un exitoso banquero que, después de la nacionalización de la banca, no tuvo más remedio que vender frutas y verduras a los restaurantes de la ciudad.

Todos los días se levantaba a las 4:00 para surtirse en la Central de Abastos y después distribuir en diferentes zonas de la capital. El negocio, poco a poco, fue viento en popa. México, mientras tanto, vivía una de las peores devaluaciones de su historia.

Aunque amaba México, Alejandro sentía claustrofobia de quedarse para siempre en esta tierra. Por eso, a sus 17 años, tomó la decisión de subirse a un barco de carga que lo llevase a Europa. No tenía dinero para pagarse un viaje comercial.

Durante su travesía por el Atlántico, trabajó como limpiapisos. El primer puerto al que arribó fue Barcelona. De ahí se aventuró al resto de Europa. Luego, África.

Sobrevivió con mil dólares y un consejo que le dio su padre: “si tienes éxito, pruébalo y escúpelo inmediatamente: es veneno”.

No es extraño entonces que Alejandro González Iñárritu llegara al Festival Internacional de Cine de Cannes con profunda humildad. Nunca antes un cineasta mexicano había llegado tan lejos en Cannes.

Era mayo del año 2000 e Iñárritu sentiría el reconocimiento a Amores Perroscasi como un triunfo nacional.

“Nunca antes había ido a un festival. Íbamos con mucha gente y poco presupuesto, pero no faltaron los bellinis y el vino rosado. Podíamos dormir en la calle, pero bebiendo”, confiesa entre risas.

Sin embargo, recuerda que estaba muy nervioso de que la cinta fuera abucheada en su presentación. El presidente del jurado era nada menos que Bernardo Bertolucci, uno de sus ídolos, así que se tomó unos tragos para calmarse.

En el Cine Miramar lo esperaba la crema y nata del cine internacional. “Ya íbamos con unas copas encima”, cuenta, “teníamos cierto miedo y bebimos para envalentonarnos”.

Cuando comenzó la proyección, la mitad de los asistentes se salió de la sala. Alguien le dijo que no se preocupara, que eso era buena señal porque significaba que iban a comprar la película.

Iñárritu desconfió, lo venció el miedo. Salió de la sala y fumó media cajetilla de cigarros. Se sintió peor: recordó que en unas horas tendría una comida con Bertolucci.

Al llegar al restaurante con el director italiano —“media hora tarde y todo sudado”— no pudo contenerse.

—Me fue terrible, Bernardo, terrible. Cómo te envidio porque tú ya no tienes que preocuparte por cómo la gente recibe tus películas, ahora eres un dios.

Bertolucci frunció el ceño, dejó a un lado su martini y habló:

—Déjame decirte algo: a partir de ahora todo será peor. Amores perros es lo mejor que te ha pasado en tu vida. De hoy en adelante, todo será más difícil.

Veinte años después, Iñárritu reconoce que Bertolucci tenía razón, que la mejor historia es la que se ama más, la que se hace desde la entraña. Igual que en la vida, los sentimientos no obedecen semáforos.

Menos en esta ciudad donde, dice, la guerra galopa por las calles destruyendo a sus personajes, como esta pandemia, pero que, al mismo tiempo, es hermosa y vibrante, como el amor.