El Parnita extended. El restaurante que todos amamos –y en el que estamos dispuestos a esperar durante una hora por un taquito extraordinario– tiene un nuevo hermano: se llama Páramo y es un búnker contra los domingos melancólicos.

La puerta de entrada es diminuta y es fácil seguirse de largo, pero la indicación “arriba del Parnita” es suficiente para orientarse. El espacio está dividido en dos áreas: una serie de pequeños salones para quien va a cenar y a charlar tranquilamente, y una terraza enorme para los fiesteros en busca de escena.

Para comer hay algunos platillos espectaculares ante los que no hay que ponerse dubitativos porque de pronto se acaban: el chamorro en cazuela, el taco de chamorro (La Muñeca), el taco de camarón, chile poblano, crema, mantequlla y queso manchego (Emalaura), el ceviche Chachalaca (lomo de atún fresco, mango, limón, aceite de oliva, cebolla morada, cilatro y aguacate) y las pellizcadas Petatlán, de pescado esmedregal, panceta, frijol y cebolla morada, ajo, zanahoria, elote, salteado con mezcal.

En este restaurante nocturno todo está en su lugar: la música –muy por encima de los prejuicios y los géneros: bien pueden sonar unas cumbias o Saint Germain–, el servicio, la barra de cocteles clásicos y la artesanía mexicana que decora los espacios –abundan los cerditos, por cierto. Eso del “clásico instantáneo” es un cliché horrible, pero un nuevo miembro de la familia Parnita no podría ser otra cosa: nos ha conquistado.