“Siempre he visto al Distrito Federal no como ciudad, en el sentido de un organismo al que se pueda pertenecer y por el que se pueda sentir orgullo, sino como Catálogo, Vitrina, Escaparate y Muestrario de librerías, cines y taquerías”. Carlos Monsiváis escribió estas líneas a los 28 años. Desde entonces lo tenía claro: lo suyo era mirar.

En cada libro suyo, desde Principios y potestades hasta Los rituales del caos, Monsiváis no hizo sino desplegar imágenes, mostrarnos lo que sus ojos vieron. Como si levantara un telón, su mirada nos descubrió lo cotidiano como un suceso insólito, museístico.

Su obsesión por ver lo abarcaba todo. Tan sólo su colección de fotos —hoy se calcula en unas 20 mil piezas— sirve perfectamente para documentar la historia misma de la fotografía en México. En el acervo del Museo del Estanquillo existen retratos originales de Porfirio Díaz, fotos de magnicidios, de las actrices de teatro de revista, de criminales de época… pero también están todas esas imágenes anónimas del siglo XIX, de cuando los fotógrafos extranjeros llevaban a su estudio al vendedor de pájaros, al cargador de aguamiel, al carnicero, para retratarlos y clasificarlos en tipos.

En sentido opuesto, el grafiti o la televisión le interesaron siempre a Monsiváis no por la fascinación fácil, por lo extravagante o por lo kitsch, sino porque en estas expresiones se manifiesta la vida pública, cotidiana y de a pie: son el termómetro perfecto para medir la política nacional.

La Colección Monsiváis inicia con un dibujo de Miguel Covarrubias. Se trata de un boceto hecho en un bloc de notas, de la famosa serie Negro Drawings, retratos y ambientes que el pintor hizo de la comunidad afro de Harlem y de la que se desprendería después el retrato célebre de Bessie Smith. En los dibujos que hace Covarrubias en Nueva York, en Bali o en el Istmo de Tehuantepec, no hay un afán colonialista folklorizante, sino una paridad con ese otro al que se retrata. En esa manera de mirar y acercarse al mundo, Monsiváis y Covarrubias coinciden.

Su interés por las historietas también es singular. Su colección de Los Supermachos, Los Supersabios y La Familia Burrón, entre muchas otras, están ahora resguardadas por la Biblioteca México. En la colección del Estanquillo hay piezas de personajes como Andrés Audiffred: un caricaturista tan famoso como Rius en su momento, que estuvo casi olvidado hasta que fue rescatado por Rafael Barajas en la exposición ¡Así somos! Andrés Audiffred y su México. Los dibujos de personajes de Audiffred forjaron una identidad gráfica de la ciudad, de su gente, eran un cuadro de costumbres lleno de humor que captaron la personalidad de la ciudad y del país entero. Monsiváis era de los pocos que coleccionaba a Audiffred: las representaciones de la sociedad mexicana desde diferentes artistas le atrajeron siempre.

“Pueblo eres y en póster te convertirás”, escribió en su último libro, Maravillas que son, sombras que fueron: la fotografía en México. Hay que leer de nuevo esa frase: el lenguaje bíblico no es casual. Para él no había escapatoria: el peladaje, la chinaca, la leperuza, la indiada es y será siempre material de afiche.

Su vicio coleccionista lo llevó a convertir, en efecto, las calles en inventarios de recuerdos y postales. Después de leer sus crónicas es natural que la ciudad se revele como un territorio desconocido, a la vez que familiar. Esa es la función del arte: enseñarnos a mirar, como lo hizo Marcel Duchamp en 1917 con La fuente, el urinario objet trouvé (objeto encontrado).

Monsiváis nos señaló dónde había que posar los ojos y nos sigue recordando que la ciudad es un escaparate que nos exige detenernos a contemplar.