Una historia con música
Por: Colaborador
Resulta que vivo en una unidad habitacional con su propia leyenda urbana (pongan una fanfarria antes de continuar):
El Edificio 13, deshabitado y solitario, oscuro por las noches, inquietante en las mañanas.
-Se dañó en el temblor del 85 -me cuenta mi esposa; a ella le contó una vecina, que a su vez lo supo de otra, y así hasta el comienzo del mundo o quizá el año 1985. Lo desalojaron, no dejaron volver a las familias que se habían ido y así se quedó.
Sigue vacío hasta hoy.
En las noches es (música inquietante ahora, por favor) una caja hecha de sombras entre los edificios habitados y con luz.
De día se ven por las ventanas las cosas que dejaron los antiguos habitantes: una maceta ya sin planta, un par de tenis colgados…, y todo el tiempo se habla de los okupas que se refugian tras las paredes cuarteadas, los chaneques, los extraterrestres, etcétera.
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Esa caja llena de ausencia (música solemne ahora, gracias): ese sitio sin nadie, es más agradable, en cualquier caso, que algunos vecinos en otros lugares. Por ejemplo, en aquel edificio de la colonia Doctores que tenía a su Llorona -además de estar subdividido en departamentos de 6×5, bien apretados uno contra otro para que las cucarachas no tuvieran problemas de tránsito.
Era Llorona actualizada: todo ocurría con fondo de «La cumbia de María» de la Sonora Matancera (la pueden poner ahora), que entonces estaba de moda. Y la voz incorpórea sonaba de día y gritaba:
-¡Auroraaa! ¡Auroritaaa! ¡Auroraaaaaa! -y era de hecho una vecina a la que dejaban encerrada durante las mañanas.
Así lo explicaba ella misma:
-¡Auroraaa, no me dejes encerradaaa! ¡Socorrooo! ¡Me dejaron encerradaaa! ¡Aurora me dejó encerradaaa! ¡Vivo en el departamento tal del edificio taaal! ¡Señor Presidenteee!
Lo del Presidente (pongan música inquietante otra vez: tal vez los violines de Psicosis) lo reproduzco tal como ella lo decía. Llamaba también al Departamento del Distrito Federal y, alguna que otra vez, a Su Santidad. Nunca supe si, de no haber estado encerrada, hubiera gritado igual.
Una vez salí a buscar en qué departamento estaba, porque lo de los gritos duró al menos un año: bastante más que la moda de la cumbia. No la encontré jamás. A veces pienso (sigan con la música inquietante, claro) que se trataba realmente de un fantasma.
A veces pienso (sigan con la música inquietante, claro) que se trataba realmente de un fantasma.
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La anécdota de la familia Difusa es de otro tipo: eran una mamá y dos hijas con una nube de nietos que vivían todos en el piso de abajo de otro departamento en el que vivimos, allá en el Poniente. Las hijas tenían muchos novios y no sólo no se sabía quién era el padre de qué nieto: según cuál de los posibles padres, o candidatos a padrastro, se apareciera a las fiestas que organizaban las muchachas, cambiaba la música.
Para ambientar, ustedes deben crearse ahora una lista de reproducción que pase de Timbiriche a Daddy Yankee a Enrique Iglesias a Los Tigres del Norte (una sola canción de cada uno, pero repetida cincuenta a sesenta veces) y ponerla a todo volumen a todas horas.
Como a las tres de la madrugada, rechinando los dientes (un fondo del metal más estridente que conozcan sería muy apropiado), salíamos muy civilizadamente y tocábamos a la puerta de los Difusa.
Entonces se abría la puerta, la abuela Difusa aparecía y estaba ebria, balanceándose de un lado para otro. Alguno de sus nietos la tomaba de la mano y se veía qué el nieto era quien estaba a cargo. Nos presentábamos como sus vecinos de arriba (siempre) y pedíamos que si por favor le podían bajar a su música.
Si quitan el metal ahora y ponen «Amor eterno» de Juan Gabriel se darán una idea de cómo nos sentíamos todos los implicados en aquellos momentos.