El monstruo Humano

Juan avanza por Calzada de Tlalpan para unirse a quienes corren al Zócalo, donde un policía atado a una banca arde en llamas e ilumina la noche. La multitud grita extasiada, esperando que idéntica suerte acabe con los 20 agentes culpables del caso La City, antro donde ayer murieron 600 jóvenes.

Por Pino Suárez, miles como Juan se acercan al “auto de fe” bajo el asta bandera. En su camino se detienen con los narcomenudistas que en transacciones ágiles los surten de droga. Juan hace una línea sobre un cofre e inhala. Toma una estopa, la moja con una garrafa que alguien le alcanza y convierte al coche en una bola de fuego.

«En el DF los ciudadanos no somos ciudadanos porque participamos a la expectativa: a ver qué hace el poder»

Esta mañana, cientos que irrumpieron en estudios de TV sometieron a técnicos y conductores para entrar al aire y llamar a la población a saquear, atacar bancos y oficinas de gobierno. Juan les hace caso. Nunca antes participó en una acción de rebeldía. «En el DF los ciudadanos no somos ciudadanos porque participamos a la expectativa: a ver qué hace el poder», había advertido el especialista Ricardo Tirado, del Instituto de Investigaciones Sociales.

Los cárteles de Sinaloa, Juárez, Golfo y Tijuana, que se palpitan en el DF en 2,011 narcotiendas, se suman a la revuelta para aniquilar a «nuestros últimos enemigos», como indican sus mantas en Periférico.

En Italia y Rusia —dos de los 40 países donde opera el crimen mexicano—, la Camorra y la Bratva lanzan su apoyo. En respuesta, PGR, AFI, PFP, PGJDF y el Ejército ocupan las calles. Con armas FX-05 y HK-G3 atacan algo tan difuso como generalizado.

«Acabaremos con la corrupción y la impunidad», recita un político en la radio, instantes antes de que dos manos lo ahorquen.

El DF es primer lugar en secuestros (1,500 fueron privados de su libertad de 2000 a 2008) y segundo en delitos a mano armada en el país, pero eso sólo sirve para hacer discursos. A la ciudad se la carcomió la indiferencia y ésta es la puñalada letal. «Las dos instituciones en que los mexicanos menos creemos son los diputados y senadores —los que hacen las leyes—, y los jueces y policías —los que las aplican—. Debemos generar controles ciudadanos de la política», había señalado el presidente de la Comisión de Derechos Humanos del DF (CDHDF), Emilio Álvarez Icaza.

A la ciudad se la carcomió la indiferencia y ésta es la puñalada letal.

Desde Santa Fe los ejecutivos bajan al Centro Histórico y hacen lo que nunca: amalgamarse con gente de Iztapalapa para llenar camiones de productos robados y droga.

El oriente nutre la ira con caravanas que nunca tuvieron agua, vivienda y empleo. «Es la hora de la justicia», fue lo que oyeron del último diputado al que votaron. La pobreza siguió. Pero de aquel gordo encorbatado que se otorgaba glotón 500 mil pesos de gratificación cada tres meses, retoman una palabra: «¡Jus-ti-cia!», es el alarido que lanzan pobladores de barrancas cuyos familiares han muerto dentro de sus casas en los deslaves de cada año.

Juan tiene sed: en una tienda roba una botella de agua, pero una patada lo derriba. De su boca caen tres dientes.

Cientos de autos arden y a su alrededor, como en un rito iniciático, hay gritos y llanto. Otros deliran sonriendo al gran día de su vida: el último. El aire es irrespirable.

Resguardados por una ciudad sin luz, los 39 mil reos capitalinos se amotinan en la cárcel de Santa Martha Acatitla y en las otras nueve del DF, sobrepobladas en 75%. «En el DF, todos los meses hay homicidios en las cárceles varoniles», exclama Luis de la Barreda, director del Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad. Quienes querían paz debían pagar hasta 20 mil al mes por la protección de una “madrina”.

Jamás “readaptados”, como obliga la ley, vencen a la autoridad con un método bien aprendido: cuchillos y pistolas. «La delincuencia es una forma de vida (pero) a las prisiones las ocupan los pobres —alertó Ernesto López Portillo, director del Instituto para la Seguridad y la Democracia (Insyde)—. Nuestro sistema no captura a los poderosos, cuya impunidad es muy grave.»

La policía —que un 80% sólo cursó la escuela Secundaria— reparte palos y tiros sin que medien órdenes. El Zócalo se vuelve un depósito de despojos humanos. Juan huye: en las calles ve cadáveres, edificios quemados y gente regando combustible para que, si algún día la ciudad vuelve a existir, sea desde las cenizas.

Fuentes: CDHDF, Instituto Ciudadano de Estudios Sobre la Inseguridad, Instituto de Investigaciones Sociales UNAM, Instituto Nacional de Ciencias Penales, Insyde, PGJDF y PGR