¿Qué sucede dentro de estas fantasías que se resisten a desaparecer?

Un tacón justo delante del otro, Orquídea desfila hacia la sala. El minúsculo vestido amarillo se embarra contra sus curvas, en una suerte de milagro del spandex. Desde un cuarto piso en la esquina de dos ejes viales, para ella parece no existir el mundo. Sabe que Ariel está por llegar: prende una vara de incienso para disimular el olor de las cubas que ha bebido en las últimas dos horas y se recuesta sobre la cama que, contrario al feng shui, está al centro de la sala. Abre El código Da Vinci en cualquier página. Hace como que lee; en realidad, el libro es sólo el pretexto para que Orquídea comience a tocar sus muslos cubiertos de diamantina, a modo de preámbulo solitario para lo que viene.

Mientras, Ariel sube las escaleras a trompicones, encendido por las imágenes en su cabeza. Se detiene frente a la puerta. Respira. Se persigna. Finalmente, el hombre calvo, robusto, entra a la sala de Orquídea. Ella tiene una voz grave que apenas se distingue en los monosílabos que usa. Él la toca por encima de la ropa, exagera sus movimientos, da traspiés verbales; habla con voz muy alta sobre la crisis en el país, el fútbol. Los nervios se crispan cuando ella se descubre el pecho sin previo aviso. Él la mira a la altura justa, frena su discurso sin sentido y emite su veredicto: «¡De esto pido mi limosna!». Por fin se atreve a besarla. Después de un rato de caricias atropelladas, él da un paso atrás y exclama «¡Quieto, Satanás!», se disculpa, dos amigos lo esperan afuera, debe irse.

Orquídea, sin perder el trance erótico, sugiere una fiesta de cuatro.

Orquídea, sin perder el trance erótico, sugiere una fiesta de cuatro. Casi de inmediato, como si la invitación les hubiese llegado por telepatía, dos hombres más aparecen en el cuarto: son los amigos de Ariel, por lo menos 20 años menores que ella. Y entonces empieza el jolgorio: Ariel intenta alcanzar el ritmo de esta mujer que sola podría voltear la cama con su arqueo de espalda; sus amigos funcionan como caballería, relevando al otro cuando el ritmo lo exige. Ariel, aún jadeando, couchea a su selección: «¡No se cansen, muchachos, pónganse la verde!».

Desde el otro lado del cuarto, tras el reflector, seis personas observan. Uno de ellos, el del brazo tatuado con el nombre «Irene», está más exasperado que el resto. Por fin grita lo que ha querido decir desde hace un rato: «¡Corte!». Es el director Héctor Reyes, quien aprovecha el retoque de maquillaje para recriminar a los actores: «¡Quiero más cachondeo!, esto parece telenovela de las 6». Orquídea, la estrella de la película, lanza su cabello empapado hacia atrás, mientras sus tres colegas, vestidos sólo con calcetines negros, escuchan las instrucciones del director.

Mundo de ventajas

En la última mesa del restaurante del Yak del Centro Histórico, detrás de grupos de señoras en sus últimos cuarenta, Nibardo Ríos contesta preguntas susurrando, para que no lo escuchen, como si su atuendo no delatara su oficio: playera estampada con «Natural Born Hustler», hebilla de calavera, paliacate en el bolsillo trasero, cabello relamido, un par de rasguños en el cuello y cigarros Delicados. Con ese look, sólo podría ser una de dos cosas: personaje de película fronteriza, o lo que de hecho es, director de la revista Pornstar. En el medio le dicen «Bardo», y es un enterado absoluto de la pornografía mexicana; acaba de terminar su libro Pornostar de aquí, en el que recopila los puntos clave en los últimos 10 años de la industria pornográfica nacional.

Bardo recibe unos papeles de manos de su contador en la cafetería del casino, que más bien parece su oficina. «En el porno todo cae fácil» sugiere, mientras narra su trayecto a este submundo, en el que, dice, no hay dinero. «No se le puede invertir mucho a una película porque no se recupera»; la piratería y la falta de un star system mexicano impiden el desarrollo de una industria que en el mundo genera alrededor de 60,000 millones de dólares, según la revista Forbes.

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Texto1 (Chilango)



Y no es que en México no nos guste consumir pornografía: la Asociación Mexicana de Internet (AMIPCI) reporta que ocupamos el segundo lugar mundial en visitas y creación de estos sitios, y estamos entre los 10 primeros lugares de consumo de pornografía legal e ilegal. Esto en los últimos 10 años, en los que se ha dado un desarrollo acelerado de la tecnología; sin embargo, nuestra historia en el mundo del porno se remonta a principios del siglo XX. Gilles Laroche, curador en jefe de la Colección de Pornografía de la Cinemateca de Toulouse, documentó el hallazgo, en un sótano de la ciudad de México, de una cinta que contiene más de 200 vistas de sexo explícito filmado alrededor de 1895, probablemente por los hermanos Lumière.

A diferencia de Estados Unidos, el paraíso del porno, México no ha sabido desarrollar una industria. Se estima que en Estados Unidos –la meca de esta industria está en Chatsworth, California– se generan entre 9,000 y 13,000 millones de dólares al año. También se tienen estadísticas de Brasil, la capital más caliente de América Latina, con una facturación de 30 millones de dólares al año reportados por la Asociación Brasileña de Empresas del Mercado Erótico. En México, no existen este tipo de organismos y la información se pierde en el comercio informal: no hay una industria pero sí consumidores.

Si en Estados Unidos, la actriz más popular Jenna Jameson, considerada incluso icono cultural por la New York Magazine, gana alrededor de dos millones de dólares al año, en México una actriz profesional recibe honorarios de entre 7 y 9,000 pesos por película. Una de esas actrices es Fiona quien a sus 28 años ya se ha constituido como un personaje sexual –dice que le han pedido autógrafos en la calle–, identificable a primera vista tanto por su voluptuosidad como por los accesorios: piercings en casi todos los rincones perforables, tatuajes y pupilentes que le dan una mirada vampiresca. Tiene cuatro años en el porno y está decidida a convertirse en una estrella internacional del performance sexual. En unos meses viajará a España para probarse en la pornografía europea.

Durante sus grabaciones Fiona ha hecho mancuerna con Sergei, un tatuador de 28 años cuya principal cualidad escénica es el tamaño de su pene: mide 22 centímetros. Su personaje tiene, como el de Fiona, un toque gótico: cabello largo, gabardina negra, un tatuaje detalladísimo de Lovecraft en el antebrazo y a pesar de tener un rostro atractivo nunca sale a cuadro más que su gran cualidad. A él le pagan entre 1,500 y 2,000 pesos por película, pero «lo hago por placer, ella me encanta, nos la pasamos en la fiesta». Sus parejas dicen que cada uno tiene profesionalismo ante todo. Bardo ha trabajado con esta dupla gótica en varias grabaciones, pero ahora ha puesto la mira sobre Inés, una joven de 22 años que, aunque es bailarina profesional y quiere ser conductora de televisión, ésta es su fantasía. «Mi único miedo es que mi familia se entere», dice a pesar de que vive sola desde hace siete años.

Para quienes dudan, Bardo tiene perfeccionado el tono con el que presenta «un mundo lleno de ventajas» a potenciales actrices, una suerte de infomercial que bien podría ser de pornografía como de un tiempo compartido: «Algunos encuentran en esto un espacio para hacer realidad sus fantasías». Las ventajas aparentes urgirían a cualquiera a llamar antes de que terminen los siempre providenciales cinco minutos: dinero fácil (aunque el pornógrafo admite que «Si se tratara de dinero, deja mucho más la prostitución»); volverse multiorgásmica por el uso de juguetes y lubricantes; anonimato por la caracterización y, finalmente, la no permanencia porque el porno se recicla muy rápido. La oferta de Bardo también es de carácter existencial: «La relación sexual entre dos adultos es la expresión de la libertad absoluta», asegura, con la seriedad de un académico. Por un momento, se parece al psicólogo social Antoine Oldendorff, quien dice que «la corporalidad constituye para el hombre un problema, quizás el más grande de toda su existencia terrenal».

«La relación sexual entre dos adultos es la expresión de la libertad absoluta»

Aunque no hay un censo de productores, el pornógrafo Marco Antonio Bustos, conocido como «Maldoror», declaró a El Universal que hay sólo cerca de 10 pornógrafos registrados como personas morales. Las producciones son revisadas por la Dirección de Cinematografía de RTC, que pone especial atención en que los que participan sean mayores de edad para autorizar la distribución a través de voceadores. Sin lujuria en los ojos, Bardo reflexiona: el porno es una industria hecha para hombres porque «son las mujeres y sobre todo las latinas quienes tienen un desarrollo abrumador. De las 15 películas que he grabado, sólo he conocido a un hombre (Sergei) que puede hacer de su sexualidad un espectáculo y cometí el error de decírselo porque ahora quiere cobrar más». Las mujeres mantienen vivas, apenas, las cintas pornográficas mexicanas, que en la industria se catalogan como «películas de amor».