En estos días de baja moral ciudadana, permítaseme que yo también hable de la independencia, pero no la de este país, que francamente no me tiene tan contenta, sino de la mía propia, que me enorgullece más y que celebro cada 21 de abril, fecha en la que, próxima a mi cumpleaños número 21, se me ocurrió que no había nada más lógico que irme definitivamente de la casa de mis padres.
La manía de arreglármelas yo sola con la vida comenzó en realidad en la secundaria, y no fue por decisión propia, sino por el hecho de haber tenido que irme todos los días a la escuela, con escasos 12 años y sin que me hubiera llegado todavía la regla, yo solita con mi alma desde Ecatepec hasta Canal de Miramontes, haciendo un trayecto infernal de dos horas y media de ida y otras tantas de vuelta en guajoloteros, metro y delfines, y teniendo que lidiar con enloquecidos choferes que se pasaban los altos, cobraban, daban cambio y te miraban las piernas al mismo tiempo; con tipos que querían manosearme, con carteristas y con vendedores de toda clase de productos inservibles. 

Entrenada en esas lides, y habiendo subsistido ya un año en Israel con sólo 100 dólares y sin hablar hebreo, no me espantó en absoluto que el menaje de mi primer depa se hubiera limitado a una estufa de resistencias, una hielera, un colchón y un huacal para los libros. Tampoco me desanimó que mi primer auto fuera un Datsun destartalado que parecía chimenea, porque me lo compré yo sola a los 25 años, mientras trabajaba tiempo completo y estudiaba la carrera. Porque, sí, siempre estaré orgullosa de haber ido logrando poco a poco hacerme una mujer independiente sin que nadie me hubiera dado nunca nada. 

Con estos antecedentes se entiende que desde muy chica haya yo sentido un poquillo de desprecio hacia las mantenidas por su papi o por su marido, ¿o sería envidia?
Aunque es maravilloso sentir que una puede hacer lo que se le da la gana, porque tiene su propio dinero, en el fondo de mi alma siempre suspiré por tener, yo también, un marido que me proveyera de todo sólo por mi linda cara.

en el fondo de mi alma siempre suspiré por tener, yo también, un marido que me proveyera de todo sólo por mi linda cara. 

En no pocas noches de insomnio imaginé que sería increíble levantarme sin prisas por la mañana y darme el lujo de ir al gimnasio a diario y hacerme el manicure por la tarde, y luego escribir mis cosas, ¡y que me pagaran por ello!
Ese mundo idílico se vino abajo el día que tuve una beca del FONCA y un marido solidario que se ofreció a completar con su sueldo los modestos ingresos que yo obtenía gracias a los impuestos de mis compatriotas. La verdad es que no lo disfruté, me sentía muy rara y no estaba contenta conmigo misma. Y como me daba culpa vivir de gorra no podía escribir en paz, y más bien me pasaba horas en la cocina y arreglando la casa, y terminaba más cansada y más frustrada que cuando iba a la oficina, pero sin sueldo. 

Y aunque alguna vez tuve ese marido solidario con el que soñaba, en realidad nunca he podido entender al típico hombre que ve como el hecho más natural del mundo que las mujeres subsistamos, como los niños, gracias a terceros. Creo que en el fondo lo que quieren no es aligerarte la vida, sino controlarla, y de paso sentirse superiores. 

Así que pronto asumí que mi destino era ser siempre independiente, aunque el precio a pagar fuera estar sola, o estar con hombres sólo de entrada por salida, sin albur, y tener que sentir que algo te falta porque no tienes con quién compartir los logros que haz alcanzado con tu independencia. 

Alguna vez he conseguido, sin embargo, disfrutar de esa soledad con todo y el precio a pagar. Así estaba, por ejemplo, hace exactamente dos años. En casa de mi amiga Jacquie y su entonces novio (hoy flamante esposo), celebrando el 15 de septiembre con una deliciosa cena mexicana, tomando mis tequilas y gritando vivas a los héroes que nos dieron patria. Sola pero contenta. Sola pero independiente. Sola pero dueña única de mi vida.

Al día siguiente todo cambió, porque volví a dar el grito, pero esta vez en brazos de Arturo. A la sazón, amante surgido del Facebook, hoy mi flamante marido. Ese día, sin que yo lo supiera, parte de mi independencia se fue al carajo. Ese día mi vida comenzó también a ser más feliz y más plena. Y sigo esperando que algún día Arturo me mantenga tan sólo por mi linda cara.