Hay un juego que tú conoces, que se llama Clue. En él hay un
asesinato y una duda: ¿quién es el malo del cuento? Casi siempre (por un azar
que nadie comprende del todo) la asesina es la Srita. Escarlata. Será porque es
la guapa. No importa: la cosa es que uno tiene que ir de cuarto en cuarto
buscando el arma con la que se cometió el asesinato. Al final todo es muy
divertido, alguien gana sintiéndose Sherlock Holmes y listo: a beber. Ese
juego, que le enseña a los niños a ver películas del hindú ese que puso a Bruce
Willis de muerto sin zafarse muchas neuronas, es lo que nosotros como
ciudadanos deberíamos regalarle a nuestro querido presidente para estas fiestas
Bicentenarias.
Porque parece que él no aprendió a jugar: ya visitó todos los
cuartos (junto con todos nosotros, en todos los estados), ya revisó a todos los
posibles culpables (y dice que los está atrapando), ya dijo que las armas no van a pasar. Pero
el asesino ahí sigue, y los muertos también. El pobre sale a dar una
conferencia y, como si descubriera el agua caliente, nos dice que ahora sí el
crimen organizado está canijo. ¡Notición! Alguien debe decirle que cualquiera
que vaya a la Condesa cualquier fin de semana lo sabe; que cualquiera que viva
en el norte del país lo sabe. Y qué mal que hayan tenido que matarle a un
candidato. Pero le tenemos una noticia al narco: lo que le hace falta al señor
es un juego de mesa para entender de qué va la cosa. Una cosa es real: este
país está en estado de guerra, y nosotros, que podemos hacer como que no, somos
los que nos vamoss entre las patas. ¿Hasta cuándo?