Tomados de las manos, los 15 comedores compulsivos anónimos recitan de memoria una serie de peticiones: «Ayúdanos a vivir un día a la vez; danos la fuerza para respetar el camino que nos hemos planteado». Su sesión termina con esta frase. Ahora sonríen, conversan. De un muro penden fotos de los miembros del grupo antes de venir a estas sesiones; en la playa, en fiestas, con amigos, siempre ocultándose tras otras personas. Irene, una de las asistentes, le enseña las fotos a un miembro nuevo. «Para que te des un taco de ojo». Desde el lado opuesto del cuarto, alguien grita: «¿Taco? ¡Será gordita!». Todos ríen, como si lo peor hubiera pasado.

«Ayúdanos a vivir un día a la vez; danos la fuerza para respetar el camino que nos hemos planteado».

«Yo intenté de todo»–dice Natalia, ya fuera de sesión. Ha bajado 30 kilos en un año y aún se ve pasada de peso. «Tomé una pastilla a la que le dicen ‘codo de fraile’, que recetan mucho para bajar de peso, pero también es veneno para ratas. Me daban una diarreas durísimas, pero no dejaba de comer, sólo me ponía de malas. Un día mi hijo se me acercó, pero estaba yo tan concentrada en comer, que le pegué.»

No todos los obesos son iguales:
los hay por cuestiones endocrinológicas, con hipertiroidismo. Los hay por razones hormonales. E incluso entre los que lo son por exceso de comida y falta de ejercicio, hay subtipos: están los sociales, que comen mucho sólo cuando conviven con más gente; los fuertes, que pasan periodos de compulsión, pero tienen cierto control; y los compulsivos, que no pueden dejar de hacerlo.

Las soluciones son tan complejas como las causas, y van desde promover el ejercicio hasta prohibir los alimentos chatarra, de las terapias grupales a la mejora del autoestima de todo el país. Hay dos cosas en las que todos los entrevistados coinciden: educación y prevención.

Hay dos cosas en las que todos los entrevistados coinciden: educación y prevención.

Natalia se despide del resto de los asistentes. Volverá la semana siguiente. Y la siguiente. Y pasará meses, años volviendo: como los alcohólicos, los comedores compulsivos tienen una enfermedad incurable, progresiva y mortal. «La gente no sabe que esta enfermedad existe –se duele Natalia –. O lo minimizan. Desconocen que es como estar muerto en vida.»