¡Agua, mi niño!
Por: Colaborador
Tengo la loca idea de que los hábitos de oír programas informativos en la radio y beber agua embotellada, y ya no agua de la llave, comenzaron cuando se dio la explosión en la cantidad de coches en la ciudad.
Un par de décadas atrás los ejes viales en horario diurno pasaron a ser de alta a lenta velocidad, y de lenta velocidad a condición pétrea, o cuando mucho ritmo vehicular a paso de peatón, lo que permitió el origen y posterior auge de los vendedores ambulantes con sus mercancías diversas en los carriles automovilísticos, sobre todo, las botellas de agua o bebidas embotelladas. De allí se extendió el hábito.
Fue la época un poco anterior al surgimiento de los teléfonos celulares, que permiten a la gente una opción de entretenimiento mientras el tránsito avanza poco a poco, y se dio bajo el descrédito de los servicios urbanos, sobre todo, lo que atañía a la calidad del agua.
Así como la cerveza se impuso un siglo atrás como consumo generalizado en el país a fuerza del desprestigio del pulque entre los sectores populares, bajo el eslogan de cerveza es pureza, que se afirmaba contra el desaseo e incluso folclor escatológico en la factura de la bebida de agave («le ponen caca de perro»), el agua embotellada cobró fama por otro eslogan decisivo: agua es salud, o bien agua pura y natural, al margen de las tuberías callejeras y los tinacos domésticos.
En aquellos años se hizo famosa una frase que se apropió Alex Lora y la convirtió en canción: «Agua, mi niño».
En aquellos años se hizo famosa una frase que se apropió Alex Lora y la convirtió en canción: «Agua, mi niño». Había una cervecería denominada La Curva en la Colonia del Valle donde el rockero hacía un show unplugged por las tardes y cada vez que se le terminaba su chela gritaba a un mesero llamado Genaro la frase ritual de dicho antro: «Agua, mi niño!» La cultura pop se instaura por caminos extraños: desde que Lora se encomendó a la Virgen de Guadalupe se volvió una celebridad que consta como paquete familiar, y su frase pudo resultar muy potente junto con la publicidad de los gigantes cerveceros para terminar de imponer el consumo de esta bebida en México, que a mediados de la década llevó al país a ocupar el noveno lugar de consumo chelero en el mundo.
En el gusto por las bebidas embotelladas (llamadas refrescos) México ya se ubica en el segundo sitio mundial. Asimismo México ocupa el primer lugar mundial en consumo de agua embotellada. Lo que el futbol niega, el agua otorga. La condena de Tláloc el dios azteca de la lluvia cayó sobre nuestras bocas. Contrastes de la vida, pagamos dos veces por lo mismo: impuestos y altas tarifas al gobierno por el agua y, al mismo tiempo, compramos agua cara para beber (mientras a los embotelladores se las regalan o les cobran precios irrisorios, bajo el pretexto de que «crean empleos», y luego nos la revenden).
En otras palabras, a los aztecas les venden penachos ¡y los compran! O coches, o cerveza, o «informativos» de la radio, o agua. Pronto nos venderán aire contaminado en lata para no perder la costumbre. La desconfianza sobre la calidad del agua provino de los defensores de la teoría de la maldición de Moctezuma: si bebes agua corriente te da diarrea por alguna infección intestinal. Y es mejor comprar el agua que hervirla. Algo nice, cool, lindo.
Como los anuncios, las modelos y las etiquetas de los productos. Ahora ha surgido todo un nicho de mercado en torno de las bebidas «saludables» que potenciarán el éxito previo de las bebidas «deportivas». Beber agua embotellada es bello y convierte a quien lo hace en alguien hermoso de antemano. Por lo menos es lo que la publicidad induce a creer.
Me acerco a una muchacha en la tienda de la esquina de mi casa, y le pregunto: «¿Por qué compras agua?», en el momento en el que ella toma una botella del refrigerador. En la otra mano ya lleva una bolsa de frituras chatarra con chile. Me mira de arriba hacia abajo, antes de responder: «Porque es más saludable que tomar otra cosa». Mientras la oigo no quito los ojos de su bolsa de frituras. «¿Más saludable?», añado. Me empuja en su camino hacia el mostrador, paga y se va. Al cruzar la puerta levanta su brazo sin voltear atrás, el puño de su manita encogido para que sobresalga el dedo medio en esa seña de universal compañerismo denominado fuck you!
Las fantasías engatusan: ¡aguas!