El edificio del Museo de las Constituciones, que en la actualidad está a cargo de la UNAM, tiene una larga e interesante historia. En sus inicios fue el Antiguo Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo —instituido por la orden de los jesuitas— y también fue la primera sede del Congreso Mexicano.

Tras la expulsión de los jesuitas del territorio nacional, el inmueble fue casino del Círculo de Obreros, sede del Colegio Militar e incluso un manicomio, donde se confinaba no sólo a enfermos mentales, sino también a disidentes políticos. Posteriormente fue sede de la Hemeroteca Nacional —como aún atestigua su fachada— y Museo de la Luz.

Pero tal vez la más delirante de sus historias se remonta a sus primeros años de existencia, cuando aún se encontraba en manos de la Iglesia Católica.

Se cuenta que a finales del siglo XVI, por órdenes del Rey Felipe II, llegó a la Nueva España Don Rodrigo Ballesteros, Capitán de Arcabuceros de España. Al estar bien congraciado con las élites españolas por sus logros militares, se le dio una casa en el Centro Histórico, una de las zonas de mayor lujo. Su rica casa era un anexo al Colegio de San Pedro y San Pablo, unido a él por un puente que hoy ya no existe.

La conducta de Don Rodrigo era escandalosa: a pesar de contar con mucho dinero y lujos, su apariencia era sucia y descuidada. Su casa era sede de fiestas que eran verdaderas bacanales con una gran cantidad de alcohol y excesos, a las que invitaba a usureros, ladrones, prostitutas y otros personajes que eran considerados de vida poco digna en la Nueva España.

A pesar de vivir en un anexo a un colegio jesuita, Don Rodrigo nunca asistía a misa, cosa que —recordemos que hablamos del siglo XVI— era un escándalo para una persona de su posición económica y social. Y no sólo eso: tenía tratos cercanos con judíos, con quienes renegaba de la existencia de Jesús.

La casa de Don Rodrigo era evitada por todo aquél que quisiera conservar una buena reputación, pero estaba llena de invitados muy peculiares: animales de todo tipo, con quienes se decía que Don Rodrigo se entendía, llegándose a rumorar que el demonio le había dado la habilidad de hablar con ellos.

De entre todos los animales que habitaban su casa, había uno que destacaba por su figura sombría: un cuervo de imponente tamaño y plumas oscurísimas, bautizado por su dueño como “El Diablo”.

Éste tenía la costumbre de hacer todo tipo de destrozos en la casa, y cuando alguno de sus sirvientes llegaba a denunciar que el animal había hecho un destrozo, Don Rodrigo decía: «Sí lo ha hecho El Diablo está bien. En esta casa él es quien reina y aquí se hace su voluntad».

Poco a poco Don Rodrigo fue quedándose sin sirvientes, quienes, atemorizados, pensaban que era un efecto del mismo demonio quien reinaba en esa morada, y que su amo en realidad no era más que una triste marioneta que día a día lucía más abstraída y demacrada.

Un mal día, Don Rodrigo no apareció más, como si se lo hubiese tragado la tierra. Se dice que al iniciar las investigaciones para dar con su paradero, se forzó la entrada de la casa, donde se encontró un macabro hallazgo: un Cristo ensangrentado y colocado de cabeza, lleno de plumas de cuervo.

A pesar de que el inmueble era muy rico y guardaba cuantiosas pertenencias, nadie se atrevió a reclamar los bienes, pues pensaban que con ellos se llevarían una herencia maldita.

El único que quedó fue El Diablo y todas las noches se posaba en el puente que unía a la casa de Don Rodrigo con el Colegio jesuita era El Diablo, quien graznaba toda la noche y madrugada hasta que llegaba el amanecer, justo cuando repicaban las campanas del convento que llamaban a los estudiantes a sus primeras labores. Sólo con las campanadas del alba huía aterrorizado, pero regresaba cada noche a vigilar la casa del que fuera su amo.

Se dice que décadas, incluso cientos de años después, El Diablo sigue apareciéndose en las inmediaciones, graznando y rasgando con su potente grito la quietud de la noche. Del paradero de Don Rodrigo no se supo nada.

Aunque la versión de oídas era que el demonio había reclamado no sólo su alma, sino también su cuerpo, a las profundidades del infierno, esto no es sino una de las muchas historias que guarda el México de la época colonial.

Si un día te atreves a conocer este lugar, tal vez te encuentres ya pasada la media noche con El Diablo, el cuervo que –cuenta la leyenda— corrompió el alma débil de Don Rodrigo Ballesteros.

Lo que sí es seguro es que, si vas temprano, te encontrarás con un museo también conocido por pocos, pero que es una joya en sí misma, no sólo por sus murales y sus exhibiciones, sino por los siglos de historia que aún retumban entre sus muros.