Otros han intentado el viejo truco del cambio de lugar entre piloto y copiloto. No siempre funciona. Cuatro chicos, por ejemplo, pusieron al volante a la única mujer del grupo. Ella insistía en que era la conductora desde el principio, pero no podía estacionar el coche porque tenía un inconveniente: ella no sabía manejar estándar. «Y, aun así, negaban que habían hecho el cambio», dice Ramírez, divertido. Su gesto cambia al recordar la reacción violenta de los chicos; terminaron frente a un ministerio público acusados de agredir a los policías.

Otros más no recurren a la violencia sino a la seducción. Julián ronda los 30, tiene la sonrisa cruzada por un par de dientes que se esmeran, a fuerza de empujones, por intercambiar lugar. Al menos tres conductoras le han ofrecido unos minutos de pasión a cambio de no hacerles la prueba. Todas han sido veinteañeras con tantas copas encima que Julián duda de que estuvieran seguras de lo que estaban diciendo. Pero fueron insistentes. Una incluso ofreció pagar una noche en cualquier motel de la Zona Rosa. Él, dice, resistió la tentación.

El calabozo no es como lo pintan

Como ningún plan de escape funciona, sólo queda cumplir la sanción de 20 a 36 horas de encierro en ese edificio de ladrillos rojos tan popular en vacaciones. Durante los cuatro días de asueto de la Semana Santa pasada, 438 personas terminaron detenidas; en los 26 días de fiestas decembrinas, fueron 12,439. Como si todos los habitantes de la Del Valle se pusieran de acuerdo para manejar borrachos. ¿Quieres llegar al Torito? Fácil: bastan tres vasos de whisky y un par de cervezas. Te recibe una docena de supuestos abogados, cuarentones vestidos con trajes desgastados por el uso y un par de tallas más grandes de lo necesario.

Cuando te ven entrar con los policías, automáticamente te conviertes en su “amiga”, en la doncella que no puede ni debe pasar tantas horas en una prisión. Juran que en media hora estarás libre. Sólo necesitan cuatro mil pesos para sacarte de ahí y regreses a casa antes de que tu ausencia sea evidente. Te advierten: “No sabes lo que te espera”. Pero la fama ya precede a este lugar. Sabes que deberás dejar todas tus cosas de valor, incluyendo tu celular; que no podrás hacer llamadas hasta bien entrada la noche; que el frío es más recio cuando duermes en un colchón de plástico sobre concreto; que si quieres ir al baño tendrás que ir mientras todos miran; que el papel de baño se entrega cuadro por cuadro, y debes pagarlo si quieres más. Y a las siete de la mañana los guardias gritan y golpean los barrotes.

Es la hora de despertar para el desayuno. En la tienda instalada en el lugar podrás comprar un Gatorade o unos chilaquiles mal preparados. Te cuestan lo doble de lo que costarían si estuvieras libre, pero te saben a gloria. Los puedes comprar porque te acercan tu bolso o tu cartera para que los pagues. Si no llevas dinero en efectivo, no hay modo de comprar porque no aceptan tarjeta. Pero si la tienda no está abierta, entonces puedes hacer tu pedido con los polis. Respetarán los precios de la tiendita, pero es probable que salgan a comprar afuera. Los 30 custodios de cada turno visten ropa oscura y lanzan miradas furtivas, aunque amenazantes. No importa cuántas veces intentes hablar con ellos, casi siempre se marcharán en silencio o sólo te responderán para pedir que te calles. Las horas pasan lento y en silencio.

Una trabajadorasocial te dará una larga plática sobre los riesgos del alcoholismo. “Ustedes están aquí porque quieren”, te dirá. Y entre más urgencia sientes por salir, parece que más lento transcurre el segundero. De día, te permiten salir al patio a dar una caminata. «No es un hotel, no es un lugar cómodo, pero tampoco es un lugar indigno y se está mejorando –dice la segunda visitadora de la Comisión de Derechos Humanos del DF, Rosalinda Salinas–. La gente que cree que la tratan como delincuente es porque nunca ha estado en una cárcel de verdad. Se han mejorado mucho sus instalaciones y el servicio médico. No es un banquete, no son vacaciones y la gente también debe estar preparada para asumir las consecuencias de sus faltas. Éstas son las reglas, pero siempre habrá alguien que se queje». Esta institución, encargada de salvaguardar los derechos humanos de los chilangos, no ha recibido hasta hoy una queja por abusos cometidos por los policías del alcoholímetro, pero sí algunas por las condiciones como se cumple la sanción. Cinco chilangos se han tomado entre una y dos horas para presentar una queja formal, aunque muchos otros hacen denuncias anónimas porque les quitan el cinturón y su cartera, o porque las instalaciones son incómodas y la comida, insípida.

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