El mexicano tiene una tendencia natural a olvidar o, peor aún, a rechazar, lo chicano. Esto sucede, naturalmente, conforme más se aleja uno de la frontera norte del país. En los Estados Unidos ocurre algo similar pero en la dirección opuesta.

Los gringos que sí celebran la cultura chicana, en la mayoría de las ocasiones, lo hacen para enaltecer el mosaico de múltiples pasados y libertades que conforman la mezcla norteamericana. Aquí, los paisanos que se enamoran de la gente y obra chicana casi siempre lo sienten como un gol en la portería rival. Como una especie de mex-agente que nos enorgullece a pesar (y no a causa) de haber nacido en EUA.

He ahí el primer error, dado que lo chicano no es la suma de lo mexicano y lo estadounidense. Es una identidad que crece y se reproduce por sí misma. Como bien expone el lema: ni de aquí ni de allá.

Claro que hay genes compartidos. Tan sencillo como que se respira el mismo áureo y árido viento de San Luis Potosí hasta Nevada. Es lo chicano, lo que acaba floreciendo en los rumbos de mayor ‘hibridización’.

El término es producto de un convenio que ambos gobiernos firmaron en los veintes para enviar campesinos mexicanos como mano de obra barata a trabajar el sur gringo (como cambian los tiempos). Muchos de los enviados, hablantes del náhuatl, se referían a sí mismos como ‘Meshicanos’, apegándose a las reglas de su lengua. Con el tiempo, y el uso cotidiano del término, se convirtieron en Chicanos.

Alrededor de un siglo después, esta cultura sigue floreciendo en múltiples áreas y ejerce su influencia sobre el par de países donde se yergue orgullosamente. Demográficamente, su crecimiento ha sido contundente. Hoy en día hay treinta y un millones de mexicano-americanos, es decir, el 10.3% de los habitantes de EUA. Con cifras así a su favor, es fácil entender a los chicanos como un lenguaje por sí mismo. ¿De acuerdo, ese?

Las etiquetas ayudan a entender. Aunque casi siempre caen en la mala puntería del estereotipo. Hay quien confunde lo chicano con lo cholo, el espanglish o la comida tex-mex. Y es que agruparlo es una misión imposible. El único rasgo que parece ser una garantía es la amalgama, una característica que es también sinónimo de camuflaje.

Los pueblos y ciudades sede brotan de un desierto fronterizo que exige la astucia y el arrojo para sobrevivir sin comprometer la identidad, por ello lo fulgoroso de cada uno de los chicanos. Al parecer, la música es el arte que más se ha enriquecido de dicha alma centelleante.

El cine también tiene grandes talentos que presumir del panorama chicano. American Me [1992], dirigida por el caudillo de este cine, Edward James Olmos, marcó el molde. Por la falta de impacto comercial, la mayoría de las películas salen directo a la televisión estadounidense. No obstante, ha habido esfuerzos por darle el peso que se merecen estos largometrajes. El Festival de Cine Chicano, llevado a cabo en el DF en el 2007, fue un claro ejemplo.

En la sólida industria gabacha muchos de los contenidos están creados con gente chicana, que es un orgullo para su comunidad. John A. Alonzo fue el cinematógrafo de Chinatown [1974] y Scarface [1983]. Bill Meléndez, un animador que empezó en Disney y trabajó en piezas como Fantasia [1940] y Pinocho [1940], acabó por convertirse en la “voz” de Snoopy (así es señores, Snoopy ladra en pocho).

Hoy en día, el ingenio de Robert Rodríguez, el carisma de Cheech Marin y la sensualidad de Jessica Alba o Eva Longoria son unas de las tantas medallas que nacieron del maridaje entre mexas y gringos.

Al final no se trata de caer en el obsoleto regateo de fraccionar la sangre para explicar su origen. Estados Unidos, México, Texas, la Nueva España, el antiguo Imperio y los pueblos indios e indígenas, cada uno terminó por convertirse en un condimento de la receta Chicana.

Para generaciones pasadas, el favorito era el chihuahueño Anthony Quinn. Hoy, las dualidades fronterizas como la pobreza vs riqueza o la esperanza vs violencia se encarnan a la perfección en Danny Trejo.

Su caso habla por sí mismo: pasó de ser un criminal drogadicto con nulas expectativas de llegar vivo a los setenta años… a lograrlo como un ícono del cine con 231 largometrajes bajo el brazo.

Después de vivir casi todos los sesentas dentro de una celda, Trejo sobrevivía intentando mantenerse limpio como consejero para drogadictos. Un ex-adicto lo llamó para pedirle ayuda a evitar las tentaciones del set de Runaway Train [1985]. Por su pinta intimidante le ofrecieron un puesto de extra. Sorprendido, el aceptó la oportunidad.

Konchalovskiy, el director, se aproximó a él previo a la toma y le pidió que intentara actuar como un convicto. Trejo humildemente le respondió que lo “iba a intentar”. Para el cierre del llamado se habían enterado de sus campeonatos de box en la cárcel y lo habían convertido en el entrenador de Eric Roberts. Hoy en día tiene su propia marca de ropa y Plastilina Mosh le hizo su propia canción. Con la saga de Machete [2010] (la próxima entrega es Machete Kills [2013]) la leyenda sólo sigue creciendo.

Para concluir, ya sea con temáticas en común como Una Vida Mejor [2011], con la visión de quienes se forjaron en la frontera como Omar Rodríguez-López -que ya va por su tercer largometraje- o de quien se abandera y pelea por la identidad chicana, como James-Olmos; este universo se prueba vasto y único.

Abordémoslo sin importar el pasaporte. Celebremos las nuevas combinaciones. Hoy más que nunca ante esa línea imaginaria llamada frontera que divide con sangre a culturas que son hermanas de origen.

Para todos aquellos que consideren ofensivo los rótulos de chicano, gringo, gabacho, mexa, cholo, pocho o mojado entre otros; nunca olviden que esos mismos adjetivos son el orgullo de otros.

Ante toda la fundición mexicano-americana, ¿qué representa el enigma Beverly Hills Chihuahua [2008]? …eso lo dejamos para otro día.

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