Por Verónica Sánchez Marín

Después de Tony Manero (2009) y Post Mortem (2010), dos devastadores retratos sobre el régimen pinochetista, el realizador chileno Pablo Larraín cierra con No (Chile-Francia-EUA, 2012) su trilogía sobre la dictadura de Augusto Pinochet y los últimos días de gobierno de Salvador Allende.

En la última entrega el director nos sitúa en 1988, cuando el dictador, empujado por las presiones internacionales convocó un referéndum para consultar a la población su continuidad al frente del gobierno militar y, por tanto, la prolongación de la dictadura durante 8 años más. En un clima adverso, con una población atemorizada, donde el plebiscito ya está casi caracterizado desde su nacimiento por las estrategias fraudulentas del gobierno, No se focaliza en las campañas publicitarias utilizadas por ambos bandos, la del golpista y la que aglutina a las diferentes fuerzas políticas opositoras mediante la campaña del “No”.

Basada en la pieza Plesbicito de Antonio Skarmeta, el filme narra la historia del joven publicista René Saavedra (Gael García Bernal), hijo de un exiliado, que desde su trinchera de publicista, se vuelve responsable del exitoso impacto mediático que “ No” tuvo en el plebiscito de 1988, y tras el cual la Concertación reemplazó en el poder a Augusto Pinochet.

Desde su visión –claramente mercantilista y comercial inherente a todo creativo de la publicidad– René decide hacerse cargo de la campaña del No, a pesar de las presiones, reticencias y amenazas, tanto del espectro de la izquierda como del bando del gobierno. Y es que el joven publicista consigue con su personal sello –guapo, joven, sonriente y gozoso, como bien dicen en la película: “como si de un anuncio de Coca-Cola se tratara”– convencer a los curtidos líderes de la oposición que ese es el mensaje que deben trasladar. En el plano personal, Saavedra se ve enfrentado a su exmujer, acérrima opositora al régimen.

Tenso ante todo pero rico en humor negro, el filme combina situaciones cómicas y críticas mediante diálogos hilarantes que retoman el humor ácido de comedias satíricas ambientadas en el seno de la política como Il divo (2008) de Paolo Sorrentino o La cortina de humo (Wag the dog, USA, 1997) de Barry Levinson. Sólo que No se encuentra envuelta en una atmósfera que refleja toda la cultura pop global de los años 80 –sin ocultar ni obviar la represión de la dictadura de Pinochet contra la oposición, su bestialidad y sinrazón–.

Con una fotografía documental cuidada y plagada de hitos, Larraín logra alejarse de ese tono de denuncia social que tanto suena a panfleto e izquierdoso manierismo (en México esto incluso toma un tono cursi y grandilocuente) y de manera inversa a lo acostumbrado, su protagonista no se mueve por un idealismo ingenuo hasta llegar a la toma de conciencia, sino que actúa como un ente consciente de las formas de manipulación ideológica, ya que ha crecido en un sistema corrupto. El director prescinde totalmente del tremendismo de los crímenes de la dictadura alejando así al filme del thriller político convencional.

NO está filmada en formato 4:3 y en cámaras de video analógicas. El resultado: una integración perfecta con las imágenes de archivo de la época. Toda la instrumentación favorece a la forma física que un buen cinéfilo detecta de inmediato: imágenes idénticas a las que se rodaron en los ochenta que ofrecen, sin suturas, una narración perfectamente lineal. La edición es fundamental para enfatizar el efecto de cámara, no retro por estética, sino en función de la simbiosis de la película con el evento histórico. Un experimento limpio, sin pretensiones, que clarifica las intenciones del director. Larraín brinda al espectador la sensación de estar frente a una producción de la década de 1980, con la textura y los colores propia de los documentales de la televisión chilena de ese entonces.

La película ofrece una forma de descubrir la estrecha relación entre política y publicidad en pos de la agitación de las masas en busca de un cambio social. Gael Garcia Bernal, en el papel de Saavedra, y el reparto que le acompaña, ofrecen una interpretación sólida y muy realista, con esbozos particularmente tonantes en el manejo de la dicotomía física que lo embarga: cinismo, ideología desencantada y frustración emocional.

NO viene a inyectar aire fresco al cine político. La clave: innovar en su narración, altas dosis de humor y un guión inteligente. Ni siquiera se trata de una pasarela de figurines: es, en el mejor de los casos, una narración directa de un episodio heroico –aunque no épico– de la gran despedida al dictador que marcó la historia de Chile. Sin aspavientos.