Por Alejandro Fuentes

Las franquicias de películas animadas desde hace varios años dejaron de pensar sólo en los niños como su público meta. Sin embargo, a pesar de que este descubrimiento ya es longevo, muy pocas han logrado superar con claridad la barrera del aburrimiento o el desgaste de sus personajes, pues si bien el humor es el sine qua non de estas producciones, muy pocas realmente logran llegar a la zona en donde tanto los niños como los adultos se sienten satisfechos. Madagascar ha sido en ese sentido paradigmática, pues sus películas anteriores han sabido equilibrar con inteligencia los típicos personajes estereotipados, y la prueba más clara es que cuando parece que el argumento se vuelve soso o cursi, siempre aparecen los pingüinos para rescatarlo. Así, tanto niños como adultos suelen salir satisfechos.

La tercera entrega sigue con esta tónica, y quizá su pecado es que el guión no puede mantener el nivel de intensidad durante todo el filme. Para explicarlo basta decir que el primer tercio de la película es frenético, hilarante y realmente destacable en todos sus aspectos, pero posteriormente decae y al final mejora, aunque no con los mismos niveles del principio. Y estamos hablando del guión, pues visualmente es realmente notable siempre, y su soundtrack nunca desmerece. De hecho, el trabajo animado es extraordinario, y la película hace un recorrido por tópicos de la animación que van del videojuego de acción hasta el clip musical. Por cierto, hay que verla en 3D para valorar mejor el gran trabajo de Dreamworks.

La historia comienza donde se quedó en la entrega anterior y tiene un argumento muy lógico: los animales quieren regresar a su habitat natural… que es Nueva York (hay que recordar que son de zoológico). La aventura por momentos tiene tintes que recuerdan el retorno por antonomasia, el de Ulises, con dificultades extraordinarias y obstáculos inauditos, pero es claro que no puede quedarse ahí y es entonces donde debe entrar un nuevo contexto, que en este caso es un circo. Alex, Marty, Gloria, Melman y sus pequeños acompañantes tienen que acoplarse entonces a personajes que no están tan bien perfilados como ellos, pues se salen por momentos del registro de la sagay son melodramáticos. La mezcla de estrambóticos y por momentos surreales con los mundanos es lo que le quita a la película un poco de punch. Sin embargo, cuando nuevamente toman la línea argumental, las aguas regresan a su nivel.

El periplo que inicia en África, pasa por Montecarlo, se detiene en Roma y llega a Nueva York está lleno de alusiones para todos, desde las parodias de películas de terror hasta una escena realmente iconoclasta en Ciudad del Vaticano. De hecho, las microhistorias de los personajes son destacables. El final no es lo concluyente que hubiéramos deseado, pues se nota claramente que se preparó para darle cabida a la cuarta entrega. Mientras tanto, ésta es una gran recomendación para ir en familia al cine.