Por Ira Franco

La escena es inolvidable: una niña en bicicleta trata de aventajar a una jauría de perros que la persiguen por las calles vacías de Budapest. Así abre Hagen y yo, ganadora de la competencia Una Cierta Mirada del Festival de Cannes del año pasado, y la escena es uno de los muchos regalos del director húngaro Kornél Mundruczó a nuestro imaginario colectivo.

Aunque la historia parece sencilla al primer vistazo –Lili, una niña de 13 años busca a su perro Hagen, luego de que su padre, con quien vive temporalmente, lo abandona bajo un puente–, la grandeza de esta cinta es ofrecer una serie de capas narrativas y posibilidades de lectura.

Podemos pensar que los perros son un trazo expresionista y exagerado de la ira de la niña contra su padre o, incluso, que son una metáfora política sobre cómo se ejerce el poder sobre el más débil.

Mientras Hagen y Lili se buscan, él es explotado como perro de pelea y a Lili se le pide que deje de sentir, se le abandona en una identidad adulta rota de palabras.

La sensibilidad sobre el sufrimiento animal sobra en esta cinta que se inclina más por la poesía visual y los momentos de extrañeza, dulces pero profundamente tristes, como el momento en que los perros esperan a ser ejecutados en un antirrábico mientras ven en la televisión la caricatura de Tom y Jerry.

En ella, Tom ejecuta la Rapsodia húngara número 2, de Liszt mientras sus pequeñas cabezas se ladean para entender. A caballo entre una historia fantástica y un drama realista, la cinta puede reducirse al epígrafe, una cita del poeta Rilke: “Quizás todo lo terrible es algo que necesita nuestro amor”.