Por Carlos Arias

Una película de suspenso duro, sin la violencia glamurizada de las películas de acción, pero también sin el consuelo de que la justicia y la verdad siempre triunfarán. Se trata de Cenizas del pasado (Blue ruin, 2014), un homenaje hitchcokiano a los perdedores que se convierten en héroes llevados por circunstancias.

La película gira en torno de la aventura de Dwight (Macon Blair), un hombre que tras haber sido víctima de la violencia de una familia de criminales que mataron a sus padres, está convertido en un homeless, un vabagundo que revuelve la basura para comer y que solamente tiene un automóvil viejo como su única posesión, un Pontiac deshecho y baleado, la “ruina azul” del título original.

Un día la policía lo va a buscar: el hombre condenado por el crimen cometido contra familia saldrá de la cárcel. Entonces la película se convierte en el viaje de venganza de Dwight, primero contra el criminal y luego contra toda la familia de éste, los Cleland. Una redención a través de la sangre, la propia y la de los criminales.

La película no hace concesiones al espectáculo fácil y consolador, no hay coartadas morales para la violencia, no hay policía ni sistema judicial que llegue a solucionar los problemas al último momento. Tampoco hay una verdad que defender. Lo que queda es el ser humano sujeto a la miseria. Un visión pesimista que acaba convirtiéndose en el tema de toda la película.

Dwight tiene una hermana a la que intenta proteger, Sam (Amy Hargreaves), y luego sobrevivirá con la ayuda de un amigo, Ben (Devin Ratray), un gordito roquero de playera negra fanático de las armas. Pero en lugar de permenecer con ellos seguirá su viaje por carretera, en la misma “ruina azul” donde fueron asesinados sus padres.

Las historias de venganza son un tema siempre presente en el cine de acción. Ya sea desde el género del Oeste, donde se trata de un modelo usual de relato, hasta el cine de artes marciales, donde es el resorte favorito de las acciones. Incluso fue el tema de la película considerada como la “más mala” de Luis Buñuel, El río y la muerte (1954), sobre dos familias rivales en una espiral de violencia en un pueblo mexicano. La venganza como la motivación de los personajes, y su cumplimiento inexorable como una formas de la tragedia. Ahí está quizá una de las mejores cintas del tema, Perros de paja (1971), de Sam Pekinpah.

Esta vez la historia se cuenta desde el thriller de suspenso, un viaje cuyo desarrollo es imprevisible y que logra la proeza de subir la tensión y el interés a lo largo de todo el metraje, casi sin complicaciones artificiales en la trama, únicamente gracias al poder puro del relato.

El realizador Jeremy Saulnier ha sido comparado con los hermanos Cohen, por Simplemente sangre (1984) o Fargo (1996). Sin embargo, para los Cohen el thriller no es tan oscuro, siempre hay una salida, una familia esperando o una liberación por la comedia. En este caso, el vengador y el criminal están hermanados por un mundo cerrado y no tienen escapatoria.