Antes de las 10 de la mañana, una marabunta de jovenazos ganosos ya estaban contra la reja de acceso de la curva 4 del Autódromo Hermanos Rodríguez. Estaban dispuestos a pasar más de doce horas sin alimentos, de pie y por supuesto, sin ir al baño con tal de estar lo más cerca posible de sus actos favoritos. Ese es el poder que la música tiene, es capaz de hacerte olvidar que te duelen los pies, o que en realidad no haz comido en todo el día, porque tu alimentación importante entra por los oídos. Esta ciudad necesita de un festival musical digno, y el día de ayer tuvimos un buen acercamiento a ello.

Las puertas abrieron poco después de lo estipulado (10 AM), con algunas bandas todavía haciendo pruebas de sonido y las carpas de cerveza y patrocinadores aún sin funcionar al 100%. Iba a ser un día largo, y las bandas comenzarían pasando el medio día. El clima fue entrañable, el sol pegaba macizo y dejaba ver la natota de contaminación que amenaza con comerse un día a todos los habitantes de la capital. A este aire estamos acostumbrados, por lo que el festival falló en ofrecer un nuevo panorama para escuchar música. Logramos salir del Foro Sol, sin embargo no podemos deshacernos del concreto. Ahora fue una mezcla campechana. Nuestro Coachellita en la Mixiuhca.

Se agradece que la experiencia haya estado cuidada en ciertos detalles y orientada a actividades extra-musicales. Se sentía una vibra mucho más festivalera que en cualquier Vive Latino, en donde se disfruta lo que se puede. Se realizó una escultura con basura y desperdicios, montaron una exposición de ataúdes del rock (la verdad nunca entendimos la relación, pero estaban entretenidos), al mismo tiempo que llevaron arena de Cancún para que los habitantes del Corona Capital tuvieran su Acapulco en el asfalto. Un mini Container City ofrecía refugio para los despistados y una zona de medios aliados ofrecía todo tipo de actividades, desde bodas impartidas por Adanowsky hasta concursos de Twister y una cabina fotográfica con props y retratos al instante (¡esa fue la nuestra!).

El cartel mereció cinco estrellas. Jamás faltó buena música en los tres escenarios. El cartel mantuvo el balance entre el rock independiente y las bandas consolidadas, al mismo tiempo que ofrecieron una buena curaduría de bandas mexicanas emergentes. Hacia las 4 de la tarde, el recinto estaba atiborrado, y todos las bandas tuvieron un público envidiable: un aproximado de 10,000 personas vieron a Furland, mientras que otras 25,000 se agasajaron con The Temper Trap. Me atrevería a decir que la mayoría de las bandas nunca habían tocado ante una concurrencia tan vasta. Las quejas vinieron cuando el sonido no era suficiente para la cantidad de personas que entraron al festival. Faltaron repetidoras de los altavoces del escenario, detalle que sí contemplan durante los conciertos en el Foro, que es mucho más reducido en tamaño.

A partir de esa hora, era imposible comunicarse vía celular. La red estaba saturada, por lo que si te perdías de camino al baño o al área de la comida, te despedías de tus amigos y te tenías que encomendar a la suerte para volverlos a encontrar entre más de 60,000 personas. También fue ahí, que empezaba la parte llamativa del cartel, los nombres grandes. Echo and the Bunnymen dio un recital plagado de nostalgia, con la cada vez más debil voz de Ian McCulloch entonando himnos como “The Killing Moon” o “Walk on the Wild Side” de Lou Reed. A su servidor le tocó ver a Daniel Kessler de Interpol conmovido, escuchando a una de las bandas que inspiraron su sonido desde el backstage.

Foals retacó de fanáticos el Corona Light Stage, el escenario más pequeño al fondo del recinto. Los ingleses dieron cátedra de improvisación y ejecución, tocando a la perfección los temas de sus dos discos y amenazaron con volver pronto. Interpol demostró que es una banda de grandes ligas. Cada vez lo hacen mejor en vivo, a pesar de la baja de Carlos Dengler, pieza clave para el desarrollo de su propuesta. Lograron poner a brincar a toda la concurrencia, que tenía como plan b ver a The Soft Pack. El 95% desistió.

Pixies cerró el menú como se debe. Esa es una verdadera banda de rock. Bajo, dos guitarras, batería. Y ya. Tocaron más de veinte canciones, breves, una tras otra, macanazo tras macanazo, al mismo tiempo que se divertían en el escenario, cualidad que pocas bandas tienen. Tienen un poder brutal, sus canciones tienen la capacidad de provocar sonrisas, baile y germinar miles de fans por segundo, a pesar de los que los ignoraron porque ya tenían su borrachera privada en medio de la concurrencia y sólo fueron a escuchar “Where Is My Mind”.

Esa es la fuerza de la música. La que logra que decenas de miles de almas se olviden de todos sus problemas durante 12 horas, la que hace que valga la pena el lamentable tráfico a la salida, la que vacía nuestras carteras sin que nos importe. Lástima que sólo duró un día, porque una urbe como la nuestra, necesita más y mejores festivales cada vez, no sólo de rock, sino de música y artes, de todos los géneros, colores y sabores para enaltecer nuestro status cultural. Vaya que nos hace falta como país.

Ya dimos el primer paso. Sigamos creando escena.

Ustedes, ¿cómo la pasaron?