Orquídea da su nombre de batalla. Tiene más de 40 y una cicatriz de cesárea bajo el tatuaje de un fénix. Le gusta escribir sus propios guiones para elegir la situación sexual; un mero hobbie porque, al menos en esta producción, sólo le dieron las gracias tras hacerse satisfacer con tres hombres. «Entré a esto porque es un espacio donde puedo ser y hacer lo que más me gusta. Yo sé que no soy ni la más joven ni la más bella, pero descubrí que con el sexo todos los problemas se ven más pequeños.»

Descubrí que con el sexo todos los problemas se ven más pequeños.

La actriz se arquea sobre la cama mientras Héctor Reyes, el director, impone un corte en el set. La palabra es excesiva: más que set, el espacio es el departamento del propio Héctor, frente a la Alberca Olímpica. No hay clandestinidad: los vecinos están al tanto del giro de Héctor, quien nos exige portar un gafete de staff de Matla Rock con su logo, una figura prehispánica explícitamente sexual. Con una cachucha de Matla Rock, ojos vidriosos, brazos tronados y playera también con el logo de esta naciente empresa, Reyes le indica a Orquídea recostarse de nuevo sobre la cama.

En el librero de la estancia, hay una colección de textos ad hoc: Orgasmo total, Antropología estructural, Guía sexual moderna; en lugar de sala, hay una queen size. Litografías de Remedios Varo, una foto de Héctor con su novia. Sobre la mesa del comedor un tequila Viuda de Romero, coca light y papitas. Y el staff: el señor Zapata, experto en tomas vaginales; Eugenio Matla, dueño del negocio; y una muchacha de cabello relamido cuya voz nunca escuchamos y que Héctor sólo describe como «apoyo para la producción».

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Texto2 (Chilango)

Detrás de la puerta de la cocina, uno de los actores de refuerzo camina de un extremo a otro. Tiene un aspecto militar –casquete corto, playera blanca, piel curtida por el sol, estatura baja, brazos esculpidos de hacer barras a diario– pero no lo es. Conoció a Héctor en la Expo Sexo y la curiosidad lo trajo aquí: «Me voy a poner a prueba», dice entre risas. No le contó a nadie en su prepa. Lo que no revela su boca, lo hace su transpiración profusa, sus manos inquietas sobre el pantalón cuando comienza la escena. Nunca, durante toda la producción, logra una erección o «empalme» como le dicen aquí, por más apoyo que le da la muchacha del cabello recogido. Ésta era su fantasía y una vez lanzado al ruedo es demasiada la presión. Se le ve caminar cabizbajo vestido solamente con sus calcetines oscuros. Ariel, el protagonista de la trama, a pesar de ser el más experimentado, tampoco logra un empalme. Pero asegura que «son gajes del oficio. Te pones nervioso con tanta gente observando».

Tras un breve encuentro tumultuario sobre el colchón se retiran estos dos actores. Pasan junto a mí con la derrota en el cuerpo. Y le dejan el balón al «Perforador» (otro actor, sí, cuyo mote es literal: se dedica a poner
piercings). Al centro de la sala, la mariposa tatuada en la espalda baja de Orquídea regresa constantemente al abdomen de este chavito flaco y cacarizo, el único que dio batalla a la fuerza sobrenatural que es esta mujer. Pero se estanca a la mitad del rito de iniciación.

Tampoco se les puede exigir demasiado: si en Brasil se puede hacer una película de 90,000 dólares con 30,000, en México, según los cálculos de Héctor Reyes, con 20,000 pesos se graba un videohome que puede redituar alrededor de 50,000 pesos: 30 libres para el productor. En este tipo de producciones predominan las incursiones espontáneas, mujeres que lo hacen una sola vez por curiosidad; hombres que lo hacen sólo a cambio del propio sexo durante la grabación. Eso ocasiona que las películas apenas garanticen, en casi todos los casos, el empalme. «En cambio en “Gabacho” han experimentado con lo que se te ocurra: sexo sin gravedad, bajo el agua…», dice Héctor. Aquí apenas se puede garantizar lo mínimo: «Trato de hacerlo lo más profesional posible con el uso imprescindible del condón, sin viagra ni prostitución porque si de por sí es un mundo cochinón, si lo embarro más se hace una porquería». Éste es su sueño: «Me encanta mi chamba: vender lujuria». Su objetivo es revivir el cine de media noche para llevar sus producciones a los cines comerciales. «Me quedan tres años para hacer del videohome en México algo impresionante como en Estados Unidos» donde incluso gigantes del entretenimiento como AT&T han visto la oportunidad de negocios y se han vuelto distribuidores.

De por sí es un mundo cochinón, si lo embarro más se hace una porquería.

De vuelta en el set, la inexperiencia de sus actores no impide que Héctor trate de solucionar la crisis. Agita el brazo con desesperación en busca de quien pueda dar ese final indispensable, ya sea alguno de los actores, alguien de soporte técnico, él mismo o hasta el fotógrafo de Chilango.

Mi musa

«El Triste» observa la desesperación del director desde un sillón al fondo del cuarto. «Mira, a ellos no se les para y yo desde que llegué ya estoy… ». Se le ve ansioso por escuchar ese sonido «como cachetadas» que significa que «ella está apunto de venirse». No es un espectador casual. Como ante un ring de lucha libre, el marido de Orquídea captura el momento para el álbum familiar: con el cabello trapeando el piso, ella le guiña un ojo mientras otro hombre le da placer.

Estar en una situación así hubiera sido impensable para él hace algunos años. El Triste y Orquídea se conocieron en un grupo de danza regional hace más de 20 años. «Siempre me ha gustado mucho su cuerpo; su busto, sus piernas, su cabello largo. Antes de cruzar palabra sabía que sería mía». Desde el principio hubo una atracción sexual que él describe como salvaje. Alguna vez se toparon con una patrulla en Cuemanco con los pantalones abajo; lograron cubrirse con la Guía Roji y el poli no se dio cuenta. Aunque estudió para ser cirujano dentista, tenía una afición por la fotografía y ella por el desnudo. La exploración en serio, comenzó cuando él le propuso tomarle fotos desnuda en el puente peatonal que está frente a Plaza Cuicuilco.

«Me puedo pasar horas viéndola probarse ropa y comprándosela; le digo que se pinte las uñas, que se arregle el cabello», El Triste piensa que otros hombres no lo hacen porque no están realmente interesados en la mujer.

Sin embargo, esta intensidad se tradujo en celos constantes por parte de El Triste que explotaron tras la primera infidelidad. A él literalmente se le paró el corazón y al recuperarse tuvo que tomar terapia para comprender. A raíz de esto se refugió en las lecturas que le permitieran relativizar la monogamia. Después de una separación, Orquídea y él llegaron a un acuerdo de libertad sexual. La canción de Pablo Milanés, «El breve espacio», «se volvió mi modus vivendi, si no puedo evitarlo, mejor participo y lo disfruto».

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Cuando ella le pidió permiso para «fajarse» con un hombre en el estacionamiento de un antro, El Triste aceptó pero se quedó ahí para cuidar y para ver también: de un momento a otro, los celos desaparecieron para siempre. Fue como abrir la caja de Pandora porque ella es «una máquina sexual con orgasmos explosivos» y ahora no tiene que reprimirse.

Conocieron a Héctor en la Expo Sexo y tiempo después, en una cena, surgió cierta química entre el director y Orquídea. Hubo un encuentro sexual con El Triste como espectador. Así fue que llegaron a este set, sólo por gusto, no por dinero.

El Triste sabe que a ella le gusta ser vista, «si en el metro le dicen un piropo, le hacen el día porque sabe que no pasa desapercibida. Aunque es un persona muy preparada, le gusta leer y puedo platicar con ella de arqueología, de lo que sea. Es mi musa». Tienen tres hijos y un nieto que desconocen su pasatiempo, y una videoteca bajo llave en su casa.