Esta historia comienza muchos años antes, en la infancia de Gabriel. Sin hermanos, con sus dos padres siempre trabajando, desde pequeño trató a sus nanas, choferes y personal de limpieza como familia. A sus perros los incluía siempre en sus planes, y no tenía muchos amigos. Incluso en las vacaciones escolares, quienes se encargaban de él eran sus nanas, en caso de que no lo enviaran a cursos de verano fuera de la ciudad o del país. Sus padres intentaban suplir esa ausencia con regalos, dinero, caprichos. Gabriel creció sin mucho afecto, pero a cambio obtenía casi todo lo que pedía. Eso no cambiaría a lo largo de los años, ni siquiera cuando sus padres se divorciaron. Seguía recibiendo atenciones, pero no cariño.

Al crecer, Gabriel descubrió una parte de su personalidad que lo confrontó con su madre: en la adolescencia supo que le gustaban los hombres. Y decírselo a su madre era impensable: Himelda siempre habló despectivamente de los homosexuales, los consideraba unos «desviados» y cada vez que en alguna conversación se tocaba el tema, hablaba mal de la comunidad gay.

Gabriel decidió callar sus preferencias e incluso «cambiarlas». Salió con mujeres y llegó a presentarlas en la casa. Las relaciones nunca duraron. A los 18 años se dijo a sí mismo que no podía seguir negando su homosexualidad. Después de meses de miedo, lo platicó con sus amigos del Westhill Institute –donde estudiaba– y ellos lo apoyaron. Tuvo la confianza para dar el siguiente paso: contárselo a su familia.

«Yo estaba educado para obedecer a mi señora madre sin contradecirla.» Gabriel Granados

Lo hizo de manera casual. Aunque su madre no había estado cerca de él, llevaban una buena relación. «Debido a la buena relación, tan estrecha y tan comprensiva que teníamos, creí que ella lo iba a entender y me iba a apoyar con esta situación –recordaría Gabriel después en la declaración que dio ante la Procuraduría capitalina– pero al momento en que yo se lo dije, ella me contestó: “No es posible que me estés diciendo esto, no es cierto, eso no existe”». Le dijo que nunca más volviera a hablar del tema, porque eso no podía ser verdad.

Tras la confesión, Himelda se distanció de su hijo. No le contestaba las llamadas y tampoco lo buscaba. Gabriel vivía en ese entonces con su padre en un departamento en Polanco, a unas cuantas cuadras de donde Himelda tenía su residencia. Pese a la cercanía, el contacto era nulo.

«Yo trataba de asimilar y pensar que era asexual para evitar que mi madre siguiera molesta conmigo. Incluso dejé de relacionarme con la gente, ni con hombres ni con mujeres, únicamente me encontraba ligado a mi padre», señalaría Gabriel.

Un año después, cuando Gabriel tenía 19, Himelda decidió «perdonarlo». Apareció en el departamento donde su hijo vivía con su ex esposo y, después de saludarlo, comenzó a platicar con él como si nada hubiera pasado. La relación se reestableció, pero ninguno de los dos volvió a tocar el tema de las preferencias sexuales del joven.

Tras terminar la preparatoria, Gabriel viajó a Monterrey a estudiar Administración de Empresas. La relación entre ellos continuó siendo buena, pero Gabriel no podía negar que le gustaban los hombres, aunque lo intentara para no contrariar a su madre. Cuando estaba a punto de terminar la licenciatura, vino al DF a saludar a sus padres y uno de sus amigos lo invitó a una fiesta en Cuernavaca. En la reunión conoció a Emilio (no es su nombre real), un ejecutivo de ventas de 36 años que comenzó a coquetearle. Gabriel, siempre con el recuerdo del rechazo de su madre, lo evitó en un inicio, aunque le atraía mucho.

Pero Emilio insistió y, después de unos meses, comenzaron una relación. Los meses pasaron y se enamoraron. El noviazgo siempre fue oculto, se citaban en zonas donde no pudiera verlos Himelda. Ella, durante casi cuatro años, no se enteró de nada. Incluso le presentaba a Gabriel a las hijas de sus amigas, y él aparentaba estar interesado, pero nunca pasaba de la primera cita. Siempre le decía a su madre que esas chicas no eran lo que él estaba buscando. Pero un día una amiga le contó a Himelda que había visto a la pareja tomada de la mano en un restaurante. Y la vida de Gabriel y Emilio se volvió una pesadilla. Himelda confrontó a su hijo, quien aceptó que llevaba cuatro años de relación. Ella le exigió que terminara con su novio. «Estoy muy enamorado, mamá, no me hagas esto», fue la respuesta. Himelda se dio media vuelta y lo dejó hablando solo.

La reacción de Himelda fue inmediata. Como directora de Recursos Humanos del Grupo Posadas, tenía muchos contactos de alto nivel. Los utilizó para lograr que despidieran a Emilio de su trabajo y que su liquidación fuera mínima. Bloqueó su ingreso a otras empresas donde pidió laborar.

«Emilio se quedó en la ruina y mi madre seguía exigiéndome que lo dejara porque esa relación “no debía de existir”, aún cuando yo le rogaba que me dejara estar con él, porque estaba muy enamorado –recordaría Gabriel–. Emilio no lo soportó y me terminó, me dijo que era demasiado el daño que mi madre le estaba causando».

Gabriel cayó en depresión, no salía de su casa: «Yo estaba educado para respetar y obedecer a mi señora madre sin contradecirla ni rebatirla en sus decisiones respecto a mi sexualidad –señalaría textualmente en su declaración ante el MP–, ya que yo me sentía culpable de mi diversidad sexual, por lo que la única forma de desahogarme de este dolor era tragándomelo y quedándome completamente callado».

No sólo la educación y el respeto era lo que impedía que Gabriel se opusiera a las decisiones de su madre. Nunca fue bueno para trabajar, ni le interesaba mucho hacerlo. Desde pequeño recibió lo que quiso sin realizar muchos esfuerzos. Su madre lo mantenía y siempre se aseguró de que tuviera un nivel de vida alto. Él siempre estaba metido en «proyectos» que supuestamente lo harían millonario en poco tiempo, pero que nunca prosperaban.

Aunque la gente cercana a él señala que Himelda tomaba la mayoría de las decisiones sobre la vida de Gabriel –desde aprobar sus amistades hasta decirle si tenía permiso de salir o no– , para él la situación era distinta: «Tenía la fortaleza de discutir con mi madre sobre mi vida y decisiones e incluso muchas veces me imponía y ella acababa apoyándome. Lo único que no toleraba ni permitía era mi diversidad sexual».

Después del rompimiento con Emilio «nuevamente me alejé de toda la gente y no entablé ninguna relación con nadie, ni de amistad ni sentimental. Me costaba trabajo entender a mi madre porque todas mis amistades, mis compañeros de colegio y vecinos sabían de mi preferencia sexual y me aceptaban sin ninguna crítica. No entendía por qué ella, que me quería y a quien yo quería tanto, no aceptaba mi situación».

Cuando tenía 28, Gabriel conoció a otro hombre, también mayor que él. La historia fue similar. La relación duró cuatro años, siempre en las sombras, siempre escondidos. Himelda los descubrió y utilizó todos los medios para deshacer el noviazgo. Gabriel se volvió a quedar solo.