Cuando estaciono el auto atrás de la Catedral de Tlalnepantla, el franelero porta en su playera una leyenda: “Bostik”. La mitológica Banda Bostik me cita en su local de ensayos de su imperio, Tlalnepantla. En unas sillas unidas por una estructura metálica —al rato sabré que las robaron al IMSS— se levanta David Lerma “Guadaña”, el vocalista. Nos saluda como viejos cuates: «Brothers, los esperaba… Los demás tuvieron que irse: pinches güeyes», dice este alto, delgado y encendido moreno con guantes de piel que dejan libres sus dedos. Es un azteca escultural de bigotito tímido.
El local está graffiteado con estrellas y planetas en pintura neón que simulan una bóveda celeste. Sobre los muros se encadenan discos de la banda, enmarcados como cuadros de una exhibición. Guadaña se sienta sobre el escritorio y yo en un sillón.
—Una cervecita, tequilita —me ofrece.
—No, gracias.
—Si no, no entro en confianza. Quiero tomarme algo. Déjame empedar a tu fotógrafo. Tú —le dice— no te hagas y tómate algo. ¿Agua? No, alcohol. No digan que los Bostik los trataron mal. A ver tú —ordena a alguien—, ve por algo: chelas y tequila.
La negativa no sirve: ya tengo una cerveza en la mano; Alfredo, el fotógrafo, un tequila, y “Guadaña” su “cuba” de coca y tequila.
¿Por qué el nombre “Bostik”?, me había preguntado. Imaginé un juego de palabras. En ‘83, el grupo en ciernes ensayaba sobre una azotea para tocar en eventos sociales. En el ocioso esfuerzo de encontrar un nombre vieron el logo del impermeabilizante de ese techo: “Bostik, the Adhesive Company”. Al rato subió el dueño de aquella casa, el mismo que les daba trabajo: ¿cómo les pongo? «Respondimos “Bostik” —recuerda Guadaña—. Nos pareció pegajoso».
Guadaña tenía nueve hermanos. «Ves que antes “tun-tun-tun” le ponían rico —se ríe—. ¡En una casa 12 cabrones! No sé cómo le hacían mis jefes para “acáaa”… ahh». David suelta un “ahhhh” cada que bromea.
En San Pedro Barrientos —uno de los barrios bravos de Tlalnepantla— cantaba con la bocina de un teléfono y robó a un sonidero tropical el primer equipo de Bostik.
—¿Y tú cómo eras? —le pregunto.
Era un vándalo, un cabrón. Robaba, le pegaba a la autoridad. Crecí en la miseria y de eso escribo. La gente como tú cree que esto no existía: homicidios… Yo peleaba con una cadena de transmisión —me dice serio, se calla para ver mi reacción y continúa—. Les poníamos en su madre a los ricos: les robábamos sus carros, los aprendimos a odiar.
Charlie, Lalo Blues y Guadaña han cumplido 26 años con Bostik recorriendo el país y Estados Unidos y grabando 11 discos. «Mi vida es esto, no más», enfatiza Guadaña, pero le da su lugar a su reciente matrimonio, aunque enseguida lo pone en duda: «¿Quién aguantará que me vaya meses de gira? Y luego las fans… n’ombre».
Sin fans no hay Bostik. Lo mismo en Chicago que en Cuautitlán, miles de morenas los siguen. “Déjala ser”, una de sus rolas más populares, es sobre una groupie enamorada que Guadaña desdeñó. «Era un amor locos, pesado. Se metió a las drogas, me preocupé y hasta con su mamá hablé». Y entonces ese drama se volvió música, o poesía o lo que intente ser. Vamos, rock mexicano:
Me duele ver que tantas como ella están drogándose / es una niña y no merece tan pronto la destrucción / quisiera tener el poder y los medios para ayudarla.
A los 15 días vuelvo al local de Tlalnepantla de este grupo creador de Viva México Cabrones Vols. 1 y 2. A las 2pm beben cerveza y tequila. «Ando bien pedo», me dice Pillo, el baterista: cara cuadrada, lentes de sol y largo pelo pintado de rubio cenizo. El olor a alcohol golpea implacable el cuarto. Al despedirme, un rato después, le doy la mano a los cuatro. Pero el bajista me jala y me da un beso en la mejilla que dura más de lo que debería. «Tú no te vayas», me dice viéndome fijo, con su cerveza en la mano.